La expansión de los templarios en la Península Ibérica.
Aun cuando ceñimos el relato a la presencia de los templarios en lo que hoy es concebido como ámbito territorial de Extremadura, no está de más convenir un breve resumen inicial de la penetración que tuvieron en la Península Ibérica, en la que dejaron sus huellas imborrables en el tiempo. En el norte, en Aragón y Portugal[1] son los primeros reinos en los que se data su presencia. Se afirma que en Aragón, los templarios dominaron treinta y seis castillos. En julio de 1131, el conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, ingresa en el Temple poco antes de fallecer, tras haber donado a los caballeros un castillo, el de Granyena (Lleida); un año más tarde, otro conde, Armengol IV de Urgen, hace lo propio al entregar en manos templarias la fortaleza tarraconense de Barberá. Y coincidiendo con las primeras donaciones iba a suceder uno de los principales hitos dentro de la historia del Temple en la península; en 1131 el rey Alfonso I el Batallador dictaba su testamento en el que, para sorpresa de todos, dejaba todas sus posesiones en manos de las tres órdenes militares de Tierra Santa, cuales eran Santo Sepulcro, Temple y Hospital; con la muerte del monarca en 1134, sin embargo, el testamento no llegará a hacerse efectivo, aun cuando con posterioridad se llegan a alcanzar unos acuerdos que, para la Orden del Temple suponía que Ramón Berenguer IV se comprometía a donar a los caballeros numerosas propiedades, además de varios castillos en Aragón y Cataluña (entre ellos los de Monzón, Mongay, Barberá, Chalamera, Borgins y Remolins) con sus respectivos vasallos, rentas y propiedades. Pero, además, el conde de Barcelona les otorgó también el derecho sobre el quinto de todo lo conquistado durante las campañas militares contra los musulmanes, así como un diezmo de todas sus rentas.
[1] En marzo de 1128 la reina de Portugal, doña Teresa, hace una importante donación al templario Raimundo Bernardo: el castillo de Soure, en Braga.
Pero hay que puntualizar que la mayoría de los templarios que llegaron a la Península Ibérica lo hicieron después de la caída de Tierra Santa, y porque aquí había otro motivo por el que luchar, que no era otro que participar en la Reconquista, teniendo la posibilidad de seguir cumpliendo la misión para la que habían sido preparados.
En Castilla y Aragón los templarios se asentaron en las tierras que lindaban con el norte del Tajo, por sus posibilidades económicas y porque estaban alejadas de las fronteras musulmanas. Bien es cierto que, según parece, en la Corona de Castilla no tuvieron tan buena acogida o, al menos, fueron otras las órdenes que asumieron un papel más importante que la del Temple. La primera noticia sobre una donación a la orden en el reino de Castilla se remonta a 1146, al ser en esa fecha cuando el monarca Alfonso VII entrega la localidad de Villaseca, cerca de Soria, al maestre Pedro de la Roera. En 1149, el monarca ofreció a los monjes guerreros la fortaleza de Calatrava, un enclave estratégico, al encontrarse en el camino que unía Toledo y Córdoba, empleado por los almohades en sus incursiones. Los templarios conservaron la plaza durante algunos años, pero en 1157 renunciaron a ella alegando falta de medios, ocupándola una nueva orden, la de Calatrava, que cumplirá su cometido con éxito y, por tanto, hizo que quedara en descrédito la orden del Temple en Castilla.
En el reino de León, Fernando II puso en custodia de los templarios –que ya contaban con la encomienda de Ceinos-, la ciudad de Coria en 1168. También, en torno a estos años, el monarca hizo donaciones de varios castillos al Temple, como los de Santibáñez de Mazcoras, Trebejo, Peñas Rubias o Esparragal, entre otros. Unos dominios que se verán ampliados de forma notable cuando, durante el reinado de Alfonso IX, hijo de Fernando II, vayan apareciendo numerosas encomiendas en tierras leonesas.
Las huellas templarias en la Península Ibérica. Castillo de Ponferrada (León)
Es innegable que los templarios ayudaron a los reyes en la conquista de nuevas plazas. Así, estuvieron al lado de Jaime I en la Conquista de Valencia, encontrándose al lado de Aragón y también de los reyes castellanos. Aparece documentación que acredita la ayuda a Alfonso VIII en la toma de Cuenca (1177) y que tuvieron un papel brillante en la batalla de las Navas de Tolosa (1212), donde murió el maestre provincial castellano Gómez Ramírez. Siguieron prestando ayuda a Fernando III el Santo, y también a Sancho IV el Bravo, que les donó terreno por su ayuda.
En suma, es destacado el papel templario en la Península aunque debe decirse que sus actuaciones no estuvieron ligadas a episodios tan sangrientos como los vividos en Tierra Santa. Los templarios más bien se dedicaron al trabajo de las encomiendas en la explotación agrícola y ganadera. En el momento de su supresión, eran propietarios de unas mil quinientas encomiendas.
Las huellas templarias en Extremadura.
En la circunscripción territorial de la actual Extremadura los templarios estuvieron presentes en tres encomiendas o bailías: Alconétar, Capilla y Jerez-Ventoso. Con todo, tuvieron en tierras extremeñas igualmente posesiones que no pertenecían a ninguna de estas dos, especialmente castillos.
Para comprender esta estructuras templarias, hay que señalar que las bailías son reuniones de varias encomiendas, las cuales eran granjas con cierto aire militar. En las bailías es donde se reunían los Capítulos regionales (reuniones de los altos cargos templarios de la zona) y donde eran recibidos los nuevos aspirantes a entrar en la Orden.
La encomienda templaria de Alconétar.
Los orígenes de Alconétar se remontan a época medieval, y durante la Reconquista, la villa fue destruida y sus habitantes se trasladaron a la cercana aldea de Garrovillas, naciendo así una nueva población que heredaba los fueros y el territorio de la primitiva plaza. Pero en Alconétar existían referencias anteriores, especialmente de época romana, cuando se construyó el puente. No en balde, este puente le dio el nombre a la población -Alconétar significa en árabe «el segundo puente»-. Los romanos se asentaron sobre un poblado ibérico y en las cercanías se hallan los restos de unos dólmenes de época megalítica, lo que habla en favor de la antigüedad del poblamiento en la zona.
El caudillo árabe Muza conquistó en el siglo VIII Mérida y su zona de influencia, construyendo en Alconétar un castillo, con las piedras del pueblo romano. La villa estaría en poder musulmán hasta el siglo XI, cuando la zona fue ocupada por Alfonso VI, si bien los almorávides recuperaron una centuria después este territorio. Alfonso IX reconquistó el castillo definitivamente en 1225. De este modo, la encomienda templaria de Alconétar supondría una avanzadilla del reino leonés hasta la frontera del Tajo y que posibilitaría, años más tarde, que Alfonso IX llevara la frontera de la Transierra hasta el río Guadiana; fue, por ello, la primera encomienda templaria de Extremadura. Estos hechos de armas tuvieron su repercusión en el puente, que sufrió diversos destrozos. En el siglo XIII el puente es destruido y se emplean barcas para vadear el Tajo, barcas propiedad de los duques de Alba de Liste.
La Orden de los Templarios recibió el castillo en recompensa por los servicios prestados. Pero los enfrentamientos con otras órdenes militares por la posesión del territorio hizo que los Templarios lo abandonaran. Será Alfonso X quien se apodere de la zona y se la entregue en señorío a su hijo, don Fernando de la Cerda. Desde este momento la historia de la villa se hace bastante difusa hasta que Juan II la entregue a don Enrique de Guzmán, conde de Niebla. El matrimonio de una de sus hijas con el duque de Alba de Liste hizo que Garrovillas entrara bajo la influencia de esta casa nobiliaria.
La construcción de un pantano en 1969 inundó buena parte de los vestigios de este territorio: los dólmenes, el primitivo poblado romano -llamado Turmulus-, el castillo y el puente metálico que salvaba el Tajo trazado por Eiffel, salvándose sólo el puente romano, que fue trasladado piedra a piedra a una de las orillas del pantano.
Del castillo de Alconétar únicamente queda algún trozo de muralla y una airosa torre llamada Florines. Todo queda sumergido bajo las aguas del gran pantano de Alcántara, y sólo cuando descienden las aguas aún puede verse la torre con toda su gallardía.
El gran puente romano ha sido reconstruido en parte en un lugar cercano donde aún puede contemplarse.