Los atípicos mentores deportivos

         Los tiempos evolucionan y con ello las personas que, por lo general, y sin reserva exclusiva para los más pudientes, buscamos mayores intervenciones en la vida social. Hace años, no muchos, la vida de las familias de clase media/baja discurría más en el entorno familiar y era difícil traspasar esa barrera. Los hijos, campeando en las calles y buscando el modo de cubrir las inquietudes que se tuvieran, con una cierta libertad de movimiento por aquello de que no parecía que existieran tantos peligros como ahora advertimos cada vez que nos ponemos a escuchar las noticias o leemos la prensa (en modo papel o virtual).

        Las peripecias deportivas las hacíamos con la soledad propia de esta libertad, buscándonos la vida con los escasos medios que disponíamos, y en los que una simple pelota de plástico era el medio de afrontar nuestra preparación. Por lo demás, y si ya alcanzábamos ese gran honor de pertenecer a uno de los equipos que disputaban competiciones locales, era una osadía esperar que nuestros padres estuvieran presentes en los partidos que celebráramos defendiendo esos equipos de nuestra pasión. Sólo en casos aislados podías ver algún padre (las madres ni por asomo) que, a lo sumo, se escondía en la grada como un espectador más, sin tan siquiera hacer muestra de un protagonismo que pudiera avergonzar al hijo que quería ser y mostrarse como todos sus compañeros.

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          En la evolución de los acontecimientos, hemos pasado ahora a todo lo contrario. A priori habría que ensalzar lo fabuloso de este cambio. Pero ocurre que los chavales acuden protegidos por papás y mamás que, desde un principio, asumen el interesante papel de ser sus “agentes y mentores deportivos”. El público aumenta, por la fijeza de estos acompañantes que, normalmente, se sitúan en las traseras del banquillo del equipo de sus hijos. El entrenador lo sabe y ya va preparado para recibir el repaso oportuno si es tan osado como para dejar en el banquillo o propiciar el cambio del hijo o hija del respectivo, tan prometedor deportivamente como la mentalidad de los padres que esperan ver cubierto su futuro.

         La contienda, pues, discurre con doble grupo de progenitores preparados para darlo todo, con ese lamentable espectáculo de palabrerías fueras de tono y, como no, dispuestos a destrozar al dichoso árbitro que se atreve a sancionar al mimado e impoluto descendiente.

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      El espectáculo es ciertamente bochornoso porque los padres no van a ver cómo disfruta el descendiente, sino para ver si sus pericias llegan a consagrarlos como figuras del deporte. En otros tiempos, los que yo viví, mis padres no solo se apartaban de estos encuentros deportivos sino que, si algún sonado equipo pretendía llevarte a sus filas, como a mí se me planteara cuando tenía quince añitos, poco más que montaron en cólera ante esos intermediarios deportivos que pretendieron convencerlo con todo tipo de medidas que garantizarían que no me iba a desviar de una recta educación que acompañara a la práctica deportiva. Hoy, en cambio, los padres es lo que desean, fervientes defensores de que sus hijos han caído del cielo para el sonado triunfo deportivo. Si te pones a ver, les resulta más satisfactoria esta idea que la de seguir una carrera universitaria. ¿Será por lo crematístico? ¿O acaso es la posibilidad de salir en los medios de comunicación?

      El bochorno del espectáculo que presenciamos llega a sus máximas connotaciones si el benjamín empieza a destacar y, por ende, los progenitores se ilusionan con la posibilidad de que aquello lleve visos de cuajar y hacerse famosos ambos. Pero claro está, ni todos los niños son iguales que las grandes figuras del deporte, ni todos encuentran un camino de rosa para que sus habilidades lleguen a cuajar con la sonada fama. ¡Cuantas desilusiones se producen al descubrir la realidad de las cosas! Y cuantos casos de deportistas pululando por el mundo de la mediocridad.

      Pero volvamos a ese patético espectáculo que, a veces concluye con trifulcas de padres en las gradas y con la vergüenza de sus hijos, presos de esta triste escena. Leí en su momento una carta que un hijo dirigía a su padre, que no se atrevió a decírselo de viva voz, y que con extrema y exquisita educación le daba lecciones magistrales dignas de resaltar. Desde decirle que estaba encantado con que le llevara al campo a los partidos y a los entrenamientos, sintiéndolo cerca y contento por todos los sacrificios que hacía, le conminaba a que lo considerara un niño que se equivoca y que a veces no hace las cosas como quería (caso de fallar goles cantados, o errar en los pases a los compañeros) y que su pretensión era divertirse al máximo, de modo que no le parecía apropiado ni le gustaba que su padre gritara desde la grada, que le hacía sentir vergüenza que le dijera lo que tenía que hacer olvidando los consejos del entrenador; que humillara al árbitro, y que se enfadara cuando le cambiaban para que jugara otro compañero suyo, haciéndole saber que todos eran amigos y querían disfrutar por igual. En este relato culminaba diciendo al padre que tenía derecho a no ser campeón, a no tener que salvar a su familia con un pase con el exterior, a que no le llamaran mariquita si no devolvía una patada, o a que no le dijeran «mujercita» si lloraba, porque, concluía, “todavía somos niños, papá”.

          En una reciente imagen que salía a los medios, y que incorporo ahora, se encuentra el banquillo de jugadores con una serie de reglas dirigidas a la grada y que pretenden reconducir estos lamentables espectáculos. Ejemplo a seguir.

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         Puede decirse, por lo dicho, que mientras esperamos que estas lecciones de los hijos sean aprendidas por los padres, considerando que estos chicos y chicas se divierten haciendo deporte, que con ello aprenden valores como el compañerismo, la integridad y la dedicación, que llorar fortalece el alma, y que para mentor está quien entrena, no nos queda otra cosa que sufrir el envite.

      En mi caso, agradezco a mi padre por no haberme martirizado como hoy hacen los sabelotodo del deporte. Fui feliz disfrutando de lo bello de la práctica deportiva, de mis compañeros y amigos que todavía conservo, y de esos entrenadores que, con una labor encomiable cercana a convertirse en tus segundos padres, me inculcaron tanto como para no olvidarlos nunca.

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