El abrazo como fortaleza humana

Frente al prestigio que tiene reconocido el beso como gesto humano que expresa afecto, no hay una manifestación más espontánea y gratuita que la de los abrazos. Esos que, según dicen algunos, constituye el enlace más elemental que la anatomía de los cuerpos permite y que tanto se han añorado en momentos donde por motivos ajenos a la voluntad humana quedaba prohibida temporalmente la cercanía entre las personas, para de esta forma quedarnos huérfanos de la dosis de energía que nos producía el contacto con otros. Quisiera por ello referirme a esta costumbre tan arraigada que ha venido de la espontaneidad, de la alegría que supone encontrarse con alguien con quien se tiene una cierta vinculación y sacar una mayor afección que el protocolario estrechamiento de manos, más propio de hacerse entre desconocidos.

Lo que pasa es que el arrebato interno lleva a veces a incumplir el protocolario acto para abrirlo en demasía y brindarse a cuantos están en tu cercanía. ¡Qué aficionado al deporte o a actividades que revolucionan el interior por pasión no se ha visto de momento acordonado en los brazos de otros cuando el común equipo o deportista al que se sigue consigue el éxito, marca el gol o la canasta que convierte en triunfo lo competido! Sea de forma gratuita u ocasional, o como reflejo del afecto que nos une a otros, el abrazo es algo arraigado a nuestras vivencias humanas.

El caso es que los abrazos tienen variantes en el sentimiento que se muestra, pudiendo ser de despedida, de reencuentro, o de felicitación y armonía. Es común ese achuchón que se produce entre hombres y es poco utilizado por las mujeres, que junto al encuentro pectoral se acompaña de suaves o enérgicas palmaditas en la espalda, tan efusivas como se quiera por lo que suponga el momento y la camaradería existente entre las personas, pudiendo ser un mero acto simbólico o llegar a lo más estrambótico que pida el sentimiento que sale de los protagonistas de la acción. También es algo que fortalece y da fuerzas a personas que pasen momentos difíciles, convirtiéndose el abrazo el cobijo a quien se vea desasistido en momentos de bajuna moral. No faltan tampoco momentos académicos donde el abrazo se convierte en la felicitación y otorgamiento de la distinción más relevante, o el beneplácito y aceptación para integrarse en instituciones consagradas en la Academia. Como no, el mandar un abrazo es una de las formas de salutación más corrientes en la comunicación escrita, cualquiera que sea su formato.

A decir verdad, los humanos estamos necesitados del cariño y las muestras de solidaridad que nos puedan ofrecer los que pululan a nuestro alrededor, o de acercarnos más a esas personas con las que se cruzan afectos sentimentales y para las cuales el contacto se convierte en el medio más eficaz de mostrar lo que se siente, especialmente incisivo en las parejas y en el amor que se profesa a los seres más queridos. Por eso el abrazo viene a ser la medicación más natural que ofrece la vida, sanando infortunios y desconsuelos hasta retroalimentarse con las energías mutuas de los que estrechan sus cuerpos.

En el argot de lo que vivimos es fácil encontrar muestras dignas de resaltar por entrar en juego el abrazo como protagonista de las acciones que se realizan. En particular voy a adentrarme en dos formas que entre sí no guardan más relación que la propia de tener por protagonista al abrazo concebido abiertamente.

La primera es la llamada que se hace a los denominados abrazafarolas, donde se estrecha la persona humana con una cosa material cual es la farola luminaria. Una palabra que por su uso cotidiano fue incorporada al diccionario de la Real Academia Española (RAE) para referirla a un insulto que admite doble vertiente: lo mismo vale para denominar a los que van tan borrachos que se abrazan a las farolas, como a los que se van a la luz que más ilumina, esto es, referido a los comúnmente conocidos como «pelotas». La referencia más expresiva de lo que es aparece en “El Gran Libro de los Insultos”, de Pancracio Celdrán, para hacerlo ver como una “mezcla de listillo, espabilado y vivales a quien no importa caer en el ridículo si previamente logra hacerse notar o adquirir protagonismo”. Para los que puedan peinar canas, si conservan el pelo todavía, no será extraño recordar a José María García, ese popular periodista deportivo que hace tiempo deleitaba las noches con la permanente referencia a su personaje favorito, el abrazafarolas, al que podía acompañar de otras lindezas lingüísticas como la de ser unos “mindundis”, para rematarlos con el significado de lo que quería decirse en referencia a los “estómagos agradecidos que sirven a los que les pagan”.

En otra línea aparece la más reciente referencia que se viene haciendo a los abrazos que se dan a los árboles, como técnicas derivadas de ciertas partes del mundo donde ya tienen una arraigada aceptación y consolidación científica. Aunque la concebida como arboterapia (integrante de la balneoterapia), como terapia natural, tiene una acepción mayor, referida a la práctica de frecuentar bosques para combatir estados emocionales, de estrés y ansiedad, cuando no favorecer una mejora de estados insalubres, lo refiero ahora a la práctica concreta de lo que supone abrazar árboles. El mejor ejemplo que puede ilustrarlo procede de ese animal australiano, el koala, que combate el calor poniendo la mayor superficie posible del cuerpo en contacto con el tronco, para así refrescarse sin tener que sudar como los seres humanos, perdiendo líquidos que necesita reponer bajando a beber. Los animales nos enseñan y he aquí un ejemplo de ello. Aunque para el ser humano no es esto lo buscado sino mayores virtudes medicinales.

En estos tiempos donde aparece con cierta frecuencia el distanciamiento social, la ciencia nos viene a demostrar que los árboles tienen efectos benéficos sobre distintas enfermedades como los trastornos de déficit de atención e hiperactividad, la depresión, y los dolores de cabeza. Su efecto curativo es una tradición ancestral con raíces celtas, pueblos que atribuían funciones mágicas a bosques y forestas, con los cuales se entraba en profunda relación espiritual. Era, podíamos decir, la mejor medicina y farmacia existente en aquellos rudos momentos.

El término de abraza árboles encuentra su predecesora en la palabra inglesa treechugger, que alude a las luchas que una rama del hinduismo llevó adelante en el año 1730 para proteger de la destrucción de árboles de su aldea. Se combatió como más de 350 personas abrazadas a los árboles para que los soldados no pudiesen talarlos  utilizarlos como materia prima en la construcción de un nuevo palacio.

Pero en cuanto a ese poder de sanación se hizo indiscutible por el investigador Matthew Silverstone, que en sus estudios científicos pudo constatar que efectivamente el abrazar un árbol y conectarse con la naturaleza produce mejoría en la concentración, alivia la ansiedad y ayuda a liberarse de pensamientos negativos.

Según los expertos, cada árbol tiene un efecto curativo diferente, y así el sauce, por ejemplo, reduce la presión arterial y fortalece el tracto urinario; el olmo vigoriza el estómago; el espino blanco ayuda la digestión y fortalece el intestino; el cedro y el ciprés reducen la sensación de calor; la higuera es fiel para purificar el corazón; y el pino encuentra su inmortalidad en la medicina china, considerando que tiene una potente capacidad curativa del cuerpo y el alma.

El caso es que, aunque se puedan tildar de un tanto idos, si vemos a alguien abrazado a un árbol no hagamos otra cosa que recrearnos viendo a quien quiere purificar su cuerpo y alma. No creo que tengamos dudas, al menos, de que los árboles son el sostén de la vida y de este mundo, ya que como refiere un proverbio hindú: “Los árboles son las columnas de la Tierra. Cuando se hayan cortado los últimos árboles, el cielo caerá sobre nosotros”. Abrazarlos será, además de una sanación corporal un acto de agradecimiento por existir y darnos vida.

Dicho lo que queda, no estaría de más que en su amplia acepción pudiéramos empezar ya a abrazar a los árboles y no tanto a las farolas. Y, en todo caso, hacer lo posible para mantener viva la llama del abrazo como símbolo de paz, amor y armonía entre los que lo profesen.

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