Por mor de lo que pude saber de la actividad que realizaran mi propia madre y la de otras de personas cercanas, he podido comprobar que las tareas de «costureras» y «modistas», dicho sea en términos femeninos, junto a las propias de sastrería para hombres que desempeñaran los «sastres» y «sastras», se mantenían muy vivas y sus protagonistas proliferaban en los finales del siglo XIX y principios del XX, en momentos donde la población española vivía en mundos diferenciados. La gran mayoría de forma precaria, con pobre alimentación y sobreviviendo en viviendas acordes con lo que representaban; otras, en esa nobleza que exigía formas apropiadas a su condición.
En esas clases menos favorecidas, las mujeres recibían desde niñas una preparación adecuada para coser, hacer labores de bordado, punto o ganchillo. Con mayor o menor destreza, no había fémina que no supiera repasar, remendar y coser piezas sencillas. Tanto como para que incluso su propio ajuar empezara formándose por lo que salía de sus manos desde una edad temprana.
Ni que decir tiene que para estas personas el estudio académico era algo casi prohibitivo. Atender a la casa y a los menesteres hogareños priorizaba cualquier otra alternativa, máxime si se trataba de mujeres. Por eso mismo y por tratarse de un oficio cuya pericia gozaba en su momento de gran demanda, el aprendizaje de este oficio era de suma relevancia que comenzaba, generalmente, a la temprana edad de catorce años.
Con la condición de «costurera» se atendían a tareas menos complicadas, desde remiendos de prendas sencillas hasta la producción de ropa y artículos diversos para los hogares como pudieran ser las cortinas, las ropas de cama, tapicería y mantelería. Las prendas de vestir y la creación de modelos de ropa exigían mayores dotes y aquí entraban ya las «modistas», aunque fueran las costureras las que hicieran los cosidos. Claro que esta división donde adquiría relevancia no era en las casas particulares en las que por sí mismo se realizaran tareas de este tipo, sino en los talleres de costura. La clientela podía acudir a estos lugares para hacer los encargos, realizar las pruebas, o también, en su caso, el domicilio de la clientela se convertía en el lugar donde se afanaran estas mediciones. La entrega a domicilio de las prendas confeccionadas era, por otra parte, una seña de identidad hacia las familias de renombre.

La Revolución industrial tuvo su incidencia en lo textil, y a partir de esos momentos se abarató y diversificó la oferta de tejidos, lo cual propició un aumento de las confecciones por aquellos entonces todavía manuales, que posteriormente se viera beneficiada con la aparición de las máquinas de coser. Fueron los años sesenta del pasado siglo cuando proliferó la demanda con mayor énfasis pues las clases menos favorecidas, a través de la costura en el hogar o acudiendo a personas conocidas que dominaran esta actividad y no fueran abusivas en los precios, se vieron favorecidas por la provisión de ropa a las familias. La burguesía, por otra parte, con la aparición de la Alta Costura demandaba con cada vez más insistencia la creación de prendas de moda a la medida de cada cliente, con materiales de alta calidad y cuidados detalles, circunstancias que hacían que muchas jóvenes se desplazaran hacia las ciudades para incorporarse a talleres como costureras o trabajando por su cuenta ofreciendo sus servicios a las casas de los más pudientes.

Algún escritor llegaba a calificar esta actividad como un «icono cultural importante del arte y la literatura de la época», por su notable incidencia en la sociedad, al ocupar la costurera un lugar único en la historia del siglo XIX (así lo recogía Beth Harris en su texto «Famine and Fashion: Needlewomen in the Nineteenth Century»). Su trascendencia llevaba a los pintores y escritores a fijarse en el atractivo visual de la actividad manual ejercida. Más recientemente, de este oficio ancestral hemos tenido ocasión de ver refrescada la memoria con la gran obra novelesca de María Dueñas, dando vida a una joven modista de «El tiempo entre costuras» que aprendió el oficio gracias a su madre, costurera en el taller de doña Manuela, un personaje que protagonizara Adriana Ugarte en la pequeña pantalla.

La modernidad, y los talleres de empresas nacionales e internacionales, junto con la dedicación y aperturismo de mujeres y hombres a otras actividades más lucrativas, han venido lastrando esta artesanía cercana, y prácticamente todo viene ya más que cosido con tecnología moderna y producida en sitios lejanos. Pero todo es cíclico, sobre todo cuando se dejan de hacer tareas fundamentales y la destreza ha dejado de practicarse. La crisis económica y la impericia de los integrantes de las familias en cubrir las necesidades, ha hecho revivir estas tareas en los momentos actuales, y aparecen con mayor asiduidad «costureras» y «modistas», y se mantienen algunas sastrerías, proliferando en las ciudades las personas que han encontrado aquí una manera de buscarse la viva intentando recuperar el esplendor de otros tiempos. En la ciudad que resido puedo comprobar cómo la apertura de ciertos establecimientos dedicados a estas labores encuentran su acogida y son muchas las personas que acuden a ellos para solventar lo que por sí mismo no saben hacer, a veces cosas tan nimias como pudiera ser coger bastillas a pantalones o colocar cremalleras, cuando no arreglos de vestidos que por el discurrir del tiempo tienen que modificar sus hechuras.
Cada ciudad tiene su propia historia en esto de la costura, y cada localidad tendrá sus recuerdos con mayor o menor recelo de viveza. En la mía, este Badajoz que me acoge en sus entrañas, no es que me haya resultado fácil averiguar locales donde esta actividad adquiriera protagonismo y donde las ciudadanas acudieran a ganarse unos jornales con su probada y depurada técnica. Extraigo, no obstante, algunos apuntes.
Muchas fueron las costureras que por sí mismas en domicilios particulares atendieron estas actividades, a veces formando grupos que sin establecimiento oficializado cubrían las muchas demandas existentes. Refiriéndonos a la Alta Costura, atendiendo la demanda de las familias notables con la confección de vestidos para eventos más especiales (trajes de novias, para presentaciones en sociedad, o para actos de importancia) he podido detectar dos talleres de relevancia. Uno, regentado por Inocenta de la Concepción («Modas Ino»), ubicada inicialmente en la calle Arias Montano y, posteriormente, en la calle Felipe Checa número 4. Otro taller era propiedad de Juliana Corchado, situado en la calle Francisco Pizarro y que, a principios de los años sesenta del siglo pasado cerró, quedando únicamente el citado primeramente. Con el tiempo, estos talleres desaparecieron para dejar paso a las tiendas comerciales y a las firmas reconocidas.

En cuanto a sastrerías se refiere, hoy pervive la ya reconocida «Sastrería Velázquez», con sede en la calle Santo Domingo (su emplazamiento de siempre), cuyo actual responsable del negocio Felipe Velázquez, segunda generación del que fuera fundador en 1954, su padre, resiste las embestidas de la caída en la confección de trajes a medida y mantiene viva la llama, perfectamente concienciado de que no queden familiares que asuman en el futuro lo legado del negocio. En los comienzos, iniciado el negocio sin otros recursos que los que pudieran ganarse en el día a día, la proliferación de clientela le permitió a su padre formar un equipo con más de veinte personas. Hoy, la producción propia ha disminuido considerablemente para convenir la venta de marcas conocidas ya confeccionadas, con lo que se dice sacrificar lo artesano para atender a una mayor demanda.

De antaño queda el recuerdo de una sastrería que se instalara en Badajoz, en la calle Ramón Albarrán, tras la guerra civil. Allí, Valeriano Lucas, procedente de Aldeanueva de la Vera, su localidad natal, abrió la mítica «Sastrería Lucas», paradigma de elegancia para varias generaciones de badajocenses. En su habitáculo se probaron los trajes los gobernadores civiles y las mejores familias de Badajoz (Ambel, Albarrán, Almeida…). Su hijo, Jesús Lucas, continuaría la actividad pero trasladándose ya con posterioridad a la localidad de Cáceres, al ser contratado como encargado de una famosa tienda de pantalones.

No se me olvidará nunca el uso y habilidad que mostrara mi madre con la aguja y el hilo, participando en su momento en esos grupos de costureras que estaban presentes en Badajoz. Valga esta aportación, ahora que celebramos el día de la madre, para mostrar mi recuerdo y pequeño homenaje a lo que fuera su actividad durante un tiempo y a tantas otras mujeres que se pasaron horas con la aguja en las manos, en jornadas interminables para poder cumplir con los encargos en la fecha comprometida.