El racismo en el deporte

De todas las prácticas deportivas ha sido el fútbol quien se ha llevado la palma en eso del fanatismo exacerbado que muestran sus seguidores. Entre el refinado tenis, en que el silencio es primordial para respetar a los contendientes y su concentración, y el masificado acontecimiento futbolístico corre una gama de prácticas deportivas en las que pasiones se mueven con mayor o menor intensidad pero el respeto parece moverse con el énfasis oportuno para que, como se dice llanamente, no llegue la sangre al rio. Nada que objetar en esa pasión que pueda tenerse hacia unos colores o afamados deportistas e incluso que, con la gracia de la rivalidad, pueda intentarse ningunear o hacer la típica broma hacia los adversarios.

En el fútbol, sin embargo, he podido constatar siempre, desde que lo practicaba y ahora lo puedo seguir en ese graderío abarrotado de frenéticos seguidores, cómo el personal acude a los eventos para sacar de sí lo peor que se tiene dentro. El insulto es una constante. La palma se la llevan los árbitros, eternos sufridores de los recordatorios que se hacen hacia sus seres queridos. En casos extremos, la violencia física ha aparecido en no pocas ocasiones. Vamos que ir a ver un partido más que servir de entretenimiento y diversión supone enfrentarse a cuantos no comulguen con las apreciaciones que se tiene y, por ende, hacer sufrir a los propios corazones que aguantan las embestidas con no poco bombeo cardíaco.

El caso es que, con la permisividad tras permisividad, han ido apareciendo extremistas. Esto es, los ultras que, en no pocos casos, han recibido apoyo económico de las propias entidades deportivas por aquello de ser los fervientes seguidores que defendieran los colores y bocearan lo suficiente como para que los jugadores imprimieran el carácter necesario para sacar adelante los enfrentamientos en los que se vieran inmersos.

La gracia ha ido aumentando y ya resulta muy difícil parar a esa especie de acérrimos mamelucos que están dispuestos a lo que sea necesario para que se les vea y se les reconozca. Dentro y fuera del campo, y si no que se lo digan a esos policías que se las ven y desean como pueden para pararlos y, además, en un país como el español, teniendo cuidado de no excederse lo más mínimo porque hay del pobre azulón que pueda herir a los indefensos y fanáticos seguidores del equipo de sus amores.

Y en esa confusión que se tiene de lo que es un estado democrático y de derecho, todo quisqui se excede en la alegría de los actos y las palabras, sin importar un rábano el de la acera de enfrente. Porque cada uno somos reyes del movimiento, de la libertad, de la ideología, y del fanatismo hasta los extremos que se quiera. Nada más que hay que ver a nuestros «ejemplos», esos políticos que gobiernan y llegan al enfrentamiento con la contundencia necesaria. Visto el panorama, los fanáticos del deporte futbolístico no tienen reparo alguno en ir más allá del recordatorio de los familiares de esos enemigos, que los necesitamos para que sirvan de diana a nuestro cruento interior. Cada vez dando mayores pasos de crueldad.

El espectáculo ha llegado a la máxima en un país que parecía —o se cree― civilizado. Valencia ha vivido el pasado domingo el ejemplo más grandilocuente de lo que es pisotear al ser humano. La pasión ha llevado al odio y al racismo más despreciativo. La calle elevaba la tensión a un partido de fútbol, y llegado el equipo enemigo, no se tiene reparo alguno en llamar «mono», a grito limpio, a un jugador de color del equipo blanco de la capital de España. No es algo nuevo, se viene repitiendo allá donde aparece el pobre chaval que gusta de jugar al fútbol y hacerlo, además, bien. Ese Vinicius Jr está siendo presa de todo tipo de improperios… y de patadas. Y encima se le reprocha que se enfade y muestre su faceta de defensa humana. Como para no perder los nervios. En el colmo de la desesperación defensiva se le achaca que sea un provocador, culpable por tanto de los merecidos ataques que se le hagan.

El encuentro deportivo aparecía así ya con el calor suficiente como para que no fuera imprevisible que se llegara a algo más. A grito limpio, el campo empezaba a entonar el «eres tonto, tonto», para continuar con gestos propios de los orangutanes y corear el «mono, mono, mono». Odio y racismo puro. El pobre árbitro se las veía y deseaba para que aquello no fuera a mayores. Pero era de prever que se llegara a extremos inusitados. El portero del equipo valenciano sale como una bala para enfrentarse con Vinicius, en actitud provocativa respaldada por sus compañeros y los seguidores. El enfrentamiento entre jugadores se produce y faltó poco para que el protagonista de esta película no fuera asfixiado por el jugador valenciano que aprisionaba su cuello. Saliendo del paso, Vinicius suelta el brazo al jugador valenciano y, el juez del partido es llamado por los ocupantes del VAR para ver exclusivamente este último momento. Una imagen sesgada que haría caer en el peor de los desatinos. La tarjeta roja expulsa al que venía siendo atacado físicamente y humillado por una gran mayoría del estadio.

El partido siguió, lamentablemente. Lo digo porque este tipo de cosas hay que cortarlas tajantemente. No hay más que seguir los protocolos establecidos al efecto. Si cada vez que el odio y el racismo hicieran aparición en un estadio se terminara el encuentro, veríamos como los equipos se espabilaban para evitar estos desafortunados desenlaces.

Y ahora la papeleta está en manos de terceros que, con no haberse tomado medidas con anterioridad, a ver que hacen con esta muestra elocuente del disparatado asedio de quienes no respetan a nadie y son claros ejemplos del trato discriminatorio, la violencia y la muestra de un odio y racismo exacerbado. Me temo que para no asumir lo que procede habrá una sacudida de uno a otros para considerar que carecen de competencias.

El mundo entero ha visto el espectáculo y espera las respuestas de quienes nos vanagloriamos de ser democráticos y respetuosos con los demás. De boca, claro.

Como español me apena lo sucedido, tanto como para pedir que esta «libertad» sin límites que se viene permitiendo en este país empiece a reconducirse al punto justo de lo que debe entenderse como tal. Con ser libre no puede vilipendiarse, humillarse y herir a los demás. Todo tiene sus límites. Por la propia democracia que exige respeto.

Aquí nos encontramos ante un punto donde las decisiones deben ser tajantes, contundentes, porque si no a ver qué ocurre en los siguientes estadios que pise este jugador. La costumbre permitida puede convertirse en ejemplo de los desalmados que hay, muchos de los cuales amparados por los propios dirigentes y gobernantes.

¿Qué tiene que decir también ese afamado Ministerio de Igualdad?, tan proclive a la defensa de la feminidad en su extremo máximo y que ninguna voz suena cuando los tratos discriminatorios se producen fuera de la órbita de sus pocas y únicas amparadas. Entre las competencias que tiene y que recoge su propia página web, se encuentra «…la eliminación de toda forma de discriminación por razón de sexo, origen racial o étnico, religión o ideología, orientación sexual, identidad de género, edad, discapacidad o cualquier otra condición o circunstancia personal o social». Ahí queda esa. Una patata caliente que es merecida para quienes quieren asumir poderes y adquirir competencias. Aunque ya hay quien en línea partidista ha utilizado las redes sociales para acusar a la derecha y a los fascistas extremistas de derecha como principales responsables del racismo existente. Una sacudida más para quitarse el polvo de encima.

Esperemos acontecimientos más coherentes. Ojalá sean apropiados para restablecer situaciones indeseables. No basta con expulsar a dos aficionados y retirar al encargado del VAR. El tema tiene la enjundia necesaria como para que se ejemplaricen las medidas que se adopten. Veamos donde termina el asunto tras las actuaciones de la Fiscalía y las investigaciones que hagan las entidades deportivas.

Un comentario en “El racismo en el deporte

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