Aunque todavía hay quien insiste en que en esto del calor siempre hemos tenido que soportar altas temperaturas en el período veraniego, especialmente incisivo en esta España donde el sol se muestra con fehaciente protagonismo, lo cierto es que aunque la edad esté mermando cada día más las defensas y haga plácida la estancia en zonas de confort, se siente de manera muy especial en los momentos actuales eso que dicen llamar el «cambio climático».
Cuando termine el período veraniego de 2024 veremos cómo ha evolucionado la temperatura respecto a períodos anteriores (ya en 2023 el Observatorio de la Sostenibilidad advirtió que se trató del tercer verano más cálido desde 1961, con una media de 1,3 grados más que entre el período 1991-2020). La previsión que se hacía antes del comienzo de éste era de que se trataría de «un verano especialmente tórrido» en prácticamente toda España. Por lo que llevamos me lo creo a pies juntillas. Y, como no, el asunto bien merece algún comentario.

En la actualidad es más que evidente que existen medios, científicos, investigadores y profesionales que aportan mucha precisión a los diagnósticos que atañen al tiempo. Hasta el punto de vaticinar con antelación los acontecimientos que puedan llegar. Para los que nos surtimos de estos datos podemos ver desmenuzado el calendario por localidades y horas para saber cómo evolucionan las altas y bajas de temperatura, y hacerlo con fidedigno rigor. Por si acaso, lo de las lluvias se deja ver con una perspectiva porcentual de lo que pueda acontecer. Pocas veces se alteran los resultados y si se programa algún acontecimiento es fiable acudir a estos pronósticos.
Si resultara incómodo acudir a los medios que facilitan estas previsiones, no hay que preocuparse porque incluso las cadenas de televisión nos atosigan de continuo con tanta pulcritud de mapas diagnosticando lo que está aconteciendo y lo que viene. Repetitivos y cansinos durante todo el día. A veces, de tanto oír y ver esos rojos negrucios sobre la estampa de tu ciudad no solo te lleva al agobio prematuro sino también que empieces a sudar prontamente más de la cuenta.
Antes, los mapas repletos de ondulaciones ciclónicas trazadas con tiza pormenorizaban lo que preveían esos profesionales dedicados a la meteorología. Me acuerdo bastante de ese gran profesional televisivo que fue Mariano Medina. No gozaban de tantos medios como ahora y aunque a grandes rasgos no solían equivocarse, la verdad es que las variaciones se producían con bastante frecuencia. Era inevitable. Salir con el paraguas para volver a casa sin abrirlo, o proyectar aventuras en períodos estivales se dejaba un tanto a la improvisación del momento, o cuanto menos a la cercanía de las fechas. Eso de aventurar diagnósticos semanales o mensuales era una osadía, un atrevimiento de quienes seguían dictados más del corazón y la experiencia que de la realidad de los datos disponibles.
Con todo, y a lo que iba. En esos períodos veraniegos de hace unos cincuenta años el calor sofocaba a todo ser viviente, y los trabajadores en general y las faenas del campo se llevaban con bastante complejidad. El botijo (espiche, búcaro, piporro o cualquier otra variante que se utilice en cada lugar) era el asiduo compañero de faena, aunque tuviera que serlo con el caldo apropiado a la temperatura que el exterior tuviera. Las despensas precedían a los entonces impropios frigoríficos en las casas. El alquitrán callejero tenía que ser de peor calidad que los actuales pues llegaban al derrite que hacía que quedaran impresa las huellas de los zapatos, y era más que normal que salieran bultos que tenían que ser picados para que no prosiguiera su volumen. Aun así, los jovencitos de entonces nos atrevíamos a salir y afrontar el envite, aunque lo de la siesta era un martirio impuesto por los mayores que obligaba a la encerrona con la casa casi a oscuras y en absoluto silencio. En fin, las noches tropicales se afrontaban con el jolgorio propio de «tirarse al suelo» para intentar conciliar el sueño sobre una mera manta. A los jovencitos no nos dolían los huesos y nos lo tomábamos como una fiesta de campamento.

En la actualidad los cambios son notorios. Eso dicen algunos y otros nos lo creemos por eso de lo fidedigno de los datos y las mellas que la edad ha originado en nuestros cuerpos, poco propensos a sufrir ya más de la cuenta. Las calles arden, aunque no se vea el asfalto reventar. El frigorífico es indispensable para alimentos y bebidas. La siesta ya no se discute y es objeto de debate en cuanto a necesidad corporal para reponer fuerzas, llegando incluso a otros extremos del mundo donde se propicia su conveniencia. Y las noches tórridas se sobrellevan sin necesidad de acudir al suelo por aquello que los huesos no lo permiten y por la ventaja que supone tener el aire acondicionado, un avance merecedor del más riguroso de los homenajes. Se puede optar por mantenerse en casa saboreando la delicia de la temperatura predeterminada, o salir a esos centros comerciales donde deberían colocar bancos en sus pasillos para que se hiciera más visible las visitas que más que comprar lo que pretenden es huir del sopor callejero. Una labor humanitaria la que hacen estos establecimientos que debería tener reflejo en la rebaja de los impuestos que soportan.
Pero todo no es jauja. Hay que sufrir porque la vida no es de por sí cómoda. El castigo viene con unas tarifas eléctricas que atragantan al más pintado. Los que se atreven a olvidarse de este escollo pagan bastante caro su atrevimiento. Si tenemos curiosidad por ir viendo la evolución de los precios de la electricidad a lo largo de los días llegamos a sorprendernos cuando atizan en momentos clave. Para los que quieran dormir con el suave sonido del aire fresco que sale de los aparatos de aire, o con ese ventilador que marca sus pautas oscilantes, deben advertir que el sueño les puede parecer como el que tuvieran en la suite de un hotel de varias estrellas. Lo dirá la factura que llegue, esa dolorosa que viene a decir que aquí nada se regala. Y que el verano está para disfrutarlo todos, también los recaudadores.
En la televisión veo ahora a esos guerreros fornidos montados en bicicleta que tras batallas de casi doscientos kilómetros diarios se enfrentan a los más de 40 grados que le impone el ambiente. Es agosto y a los organizadores de La Vuelta (ya no lleva apellido de España por aquello que podría ser ofensivo para los detractores de la patria común) se les ocurre transitar por tierras, puertos y montañas de la Alta Extremadura, viniendo del oeste por Portugal y proseguir luego hacia Andalucía. Verlos en esa fatiga y los continuos bidones de agua y bolsas de hielo que por kilos se van dando a los batalladores para lo que se dice es mantener -o intentarlo- que su temperatura corporal no sobrepase los 37 grados centígrados es tanto como padecer con ellos lo que puedan estar pasando. Si el cómodo sillón me hace repelerlo, no puedo imaginar lo que será y supondrá esa travesía deportiva.
Pues así y todo encuentro gente que dice encantarle el verano. Que llevan mejor este tiempo que no el frio y la lluvia. Yo los admiro de verdad. Entiendo que los que dispongan de medios suficientes para estar metidos en el charco permanentemente, para tener marchando a tope esos maravillosos aparatos de climatización, con posibilidades de trabajo en recintos cubiertos y aclimatados, con días para saborear las cercanas playas, o disponer de esa piscina que haga rebajar la temperatura, subirse a la embarcación y acudir a hoteles o estancias veraniegas, o simplemente que su termostato corporal sea compasivo, puedan sentir el deseo de que esta plácida vida se mantenga. Pero los que pisamos el suelo con la normalidad absoluta, sin esos privilegios, y el cuerpo sufriendo las consecuencias, bien parece que no nos puede resultar maravillosa esta época del año. Al menos así lo siento en mis carnes. Porque me revienta estar a oscuras en mi casa, no poder permitirme mantener el aire acondicionado todo el día, y aunque así fuera no poder salir a la calle para simplemente pasear. Vivir así es tanto como hacerlo en un presidio y, por eso, reniego del verano y pido perdón a cuantos no compartan esta misma opinión. Será por la edad o sabe Dios por qué, pero me gusta más una temperatura ambiental más apropiada y adecuada a aquello que me pide y exige el cuerpo.
En fin, una vez que he descargado un poco mi sofoco, solo me queda aliviarme con el hecho cierto de que ya queda menos. Mientras tanto diviértanse los que puedan y gusten de este más que soleado tiempo. Y seguiré padeciendo con esos héroes de la bicicleta.