Hubo un tiempo que las palabras aparecían en la boca de las personas como dictados de un firme compromiso, de sinceridad en su manifestación. Los negocios no hacía falta que fueran documentados, o al menos hacerlo en el momento, porque quien había dado su palabra era como si rubricara el más solemne de los contratos. Para mayor confirmación venía el estrechón de manos que era más fidedigno que cualquier rúbrica.

A las personas de palabra les dignificaba el hecho de decirlas gente de honor. En el Quijote se veía la distinción entre la palabra de Sancho, que era vacua, y la del caballero andante, que las realzaba: «fuérzame la ley de caballería a cumplir mi palabra antes que mi gusto», y ni tan siquiera cuando fuera derrotado cambiaba de parecer: «Aunque perdí la honra, no perdí ni puede perder la virtud de cumplir mi palabra». De ahí podamos ver esa vieja costumbre que en la etapa infantil tenía aquello de decir «palabrita del niño Jesús» usada para dar veracidad a lo que se decía o se prometía. O, de forma más seria, y ya con mayor alcance de protagonistas, tenía y pueda tener aún la llamada «palabra de honor» (la acabo de oír ahora de boca de un gran actor), valedora de una promesa de certeza y compromiso de hacer o haber hecho algo en concreto. Por esa dignidad que se concentra en un planteamiento ético de las personas con conciencia moral.
Expresiones que suplían a ese cuasi pecado que se suele utilizar todavía cuando se dice abiertamente «te lo juro», un sinónimo de apuntar a la seguridad de lo que se dice, pero que entraña una especie de pecaminosa postura para los creyentes o de rechazo en su uso por los no creyentes al entenderla vinculada a la religión católica. Jurar en vano, o alegremente, es actuar con cierta alevosía y falta de consideración hacia Dios, poniéndolo de testigo en tan poca cosa como las verdades que, a veces, no son tan ciertas. Qué decir en esa otra costumbre ciertamente violenta y díscola, cuando el juramento se hace «por mi madre» en ese alegre uso de la palabrería o, con más incertidumbre expresiva se dice: «te lo juro por esta», dándose un beso en el pulgar e índice hechos rosca. Y con el tremendismo del mayor insulto y chabacanería está oír con repelús eso de «te lo juro por mis muertos».
Ya en el terreno de lo judicial se empleaba el juramento como certeza de decir la verdad, y nada más que la verdad; otro tanto se produce en los nombramientos oficiales para cargos relevantes, para hacer pública manifestación del compromiso de cumplir «con honor» lo que procede por exigencia legal.
Pero el tiempo ha ido flexibilizando el compromiso de la palabra, dándole ya un valor sometido a sospecha. Por lo pronto, esos juramentos hechos para decir verdad o de compromiso se convierten en «promesas», que sustancialmente no es lo mismo. «Puedo prometer y prometo…» es una famosa anáfora que hizo en campaña electoral el candidato a presidente de gobierno de la época de transición a la democracia española, el recordado Adolfo Suárez, para resaltar que la posibilidad la hacía firme de compromiso. La clase política es muy dada a esto de prometer para calar en los oídos de los que tienen que votar, y que cuando llegan los momentos de la verdad inventan fórmulas tergiversadas para hacer que quede en entredicho lo realmente prometido. O simplemente quitándose el mochuelo del medio con la salida airosa de haber cambiado de opinión. Y tan campante. El choteo de las promesas hechas por políticos en sede parlamentaria es ya una especie de broma sutil utilizada por los que van a hacer lo que les viene en gana.
El progresismo que algunos adornan como insignia de su actuación permite que, en la palabrería se admita la mentira. Incluso en vía judicial, se es más congruente al permitir que nadie declare contra sí mismo, en una clara manifestación de que no se pueda utilizar la palabra con fines acusatorios o de culpabilidad. No ocurre lo mismo cuando se testifica, en cuyo caso la palabra va a tener relevancia y un valor sustancial. De mentir o no decir la verdad, esa palabra se puede convertir en el elemento de hacer caer el peso de la ley ante el que actúe torticeramente. En las detenciones es clamorosa la declaración peliculera que vemos decir para hacerle ver al que queda preso que puede mantener el silencio y, si habla, sus palabras pueden ser utilizadas en su contra. Una frase peliculera pero que da fidedigna cuenta del valor que trata de imprimirse a las palabras dichas o que se puedan decir, como una especie de confesión.
Fuera de este entorno jurídico y como se ha dicho, el caso es que hoy en día utilizar la palabra alegremente, incluso cayendo en la mentira, se ha convertido ya en algo común y benevolente. Así es frecuente que se engañe a otro sin rubor, y de tanto uso pervertido nada ocurre para quien actúa así de forma aviesa y malintencionada. Importando poco o nada el uso y abuso perverso de la palabra. Esa vieja costumbre de refrendar la palabrería con la expresión «mi palabra va a misa» decae y no por lo religioso de la expresión que pueda quemar a quien se sienta ateo, sino simplemente porque se ha perdido la vergüenza. Ya nada va a misa y los casos de mala praxis se extienden hasta el punto de parecer que se ha perdido toda dignidad personal, social, y de rigurosidad oficial de antaño.

Como dice el refrán, las palabras «se las lleva el viento» y de esa forma cae en el olvido con el paso del tiempo. En mis tiempos, una bella y sencilla canción era contundente: «Que poco significan las palabras…/si cuando sopla el viento se las lleva tras él/Y quedan solamente los recuerdos,…/promesas que volaron y no pueden volver». Una letra de Tony Luz que puso en boca de su entonces novia Karina. Ni hemerotecas ni medios de comunicación visual sirven para nada más que de risa cuando se prueban las mentiras, que poca fuerza tienen para que pudieran sufrir las consecuencias quienes las propinan, en la más absoluta falta de respeto hacia los demás. A mayor abundamiento, se convierte en un arma arrojadiza para quien quiera profanar al prójimo. «Miente, que algo queda» es una apócrifa frase que ha tenido múltiples atribuciones a personajes relevantes de la historia, entre los cuales debe saberse que la versionó con fines propagandísticos Joseph Goebbels, el jefe de propaganda del régimen nazi, quien supuestamente decía algo similar a: «una mentira mil veces dicha, se convierte en una gran verdad», para insistir en aquello de «miente, miente, miente que algo queda, cuanto más grande sea la mentira más gente la creerá». El calado del personaje lo dice todo.
La palabra, cuando está alejada de las acciones queda desprovista de fundamento, vacía de contenido. Por eso es de admirar a esos dirigentes que se atreven a completar la palabra con la obra, plasmándola en resultados escritos que se manifiestan a cuantos quieran comprobar lo dicho y hecho. No lo digo por decir, los he visto y comprobado por mis propios ojos, dignificando a esos valientes que quisieron e hicieron de verdad. Complicado sería que esta fuera una exigencia impuesta a quienes alegremente prometen lo que saben a ciencia cierta que no van a cumplir, en una alevosa utilización de las palabras para herir el valor que tienen e inducir al engaño. Hoy, de la palabra como compromiso cierto hemos llegado a la palabra hueca. Nadie cree ya en ella salvo que se documente por escrito. El notario es, en los negocios solemnes, un artífice valedor de un mundo que no confía en la palabra que quede en el aire. En todo caso, lo de luz y taquígrafos que popularizara el político español Antonio Maura, queda ya en mera anécdota porque ni los discursos son claros ni tiene valor alguno el registro fiel que pueda hacerse en el diario de sesiones asamblearias o en prensa pública. Lamentablemente.
Estimado Chano. !Cuánta verdad en lo que escribes!! Lástima que se estén perdiendo las buenas costumbres y todo aquello que nuestros antepasados tenían como honor cumplir sin que mediaran escritos y que con la sola palabra … bastaba. Abrazo fuerte.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Un abrazo amigo. Gracias por comentar.
Me gustaMe gusta