Hubo un tiempo que las palabras aparecían en la boca de las personas como dictados de un firme compromiso, de sinceridad en su manifestación. Los negocios no hacía falta que fueran documentados, o al menos hacerlo en el momento, porque quien había dado su palabra era como si rubricara el más solemne de los contratos. Para mayor confirmación venía el estrechón de manos que era más fidedigno que cualquier rúbrica.
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