Vivir en la inopia

Salgo a la calle, me muevo por distintos lugares y compruebo cómo la gente fluye en multitud con aparente felicidad. La buena vida que se nos achaca a los españoles es perfectamente factible cuando se ve que las tiendas, cafeterías, bares y lugares lúdicos se ven abarrotados y te cuesta encontrar hueco. Las grandes superficies comerciales están repletas de público deseoso de hacerse con todo tipo de productos y vestimentas. Por las calles y avenidas circulan vehículos sin cesar. En ciudades medianas como la que me muevo es fácil advertir el destino que tiene la gran mayoría, vista la dirección que toman.

Y en este bullicio, las reservas en restaurantes se hacen imprescindibles y necesarias desde que se catapultó sobre la humanidad la dichosa enfermedad que obligaba al alejamiento entre humanos. Lo que parecía ser una necesidad del momento se ha mantenido para quedarse y eso de encontrar una mesa o un rincón en la barra de un bar para compartir una agradable camaradería del momento, como algo improvisado, es una mera intención ilusoria.

Si quieres moverte a otras localidades encuentras igualmente el mismo problema. Todo saturado. O lo prevés con mucha antelación o te las vas a ver y desear para hacer realidad ese sueño improvisado de disfrutar con la familia. Ya pueden subir los precios con la alevosía que venimos teniendo que parece que nada va a impedir que llegado un fin de semana, un puente o el período estival, no se lance todo el mundo a la carretera en busca del disfrute y merecido descanso. Qué digo yo, es más que evidente que a diario encuentras abarrotadas las estancias de esparcimiento. Una locura que te hace pensar muy mucho en lo que pueda estar ocurriendo. Es, sencillamente, un contraste con la triste realidad que se vive por aquello de las situaciones extremas que se vienen sucediendo y el número de parados y trabajadores con salarios ínfimos.

La única explicación que encuentro de todo ello es que nos hemos acostumbrado a vivir en la inopia, como una forma de quitarnos de encima el problema subyacente y hacer cuanto esté al alcance de la mano para vivir y no perder un día de nuestra ansiada felicidad. Esa que aconsejan los que acostumbran a subirnos a las nubes para que nuestro mundo, el de los humanos, sea simplemente vivir y disfrutar. Nos piden que olvidemos las cruces para vivir placenteramente hoy, aquí y ahora, y mañana Dios dirá. Nos movemos en esa triple vertiente que ofrece la ignorancia y que en pleno siglo XVII diseñara con maestría François de la Rochefoucauld, escritor, aristócrata, político, militar, poeta y filósofo francés conocido por sus Máximas: «Tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse».

Aunque pueda sorprenderme este estado de intensa felicidad callejera, no por ello puedo incluso llegar a entender y comprender el comportamiento. Me atrevería a decir que, en realidad, ese estado de bienestar es mera apariencia y encubre el desasosiego que produce comprobar lo que acaece en la realidad, en la vida cotidiana. Desde el «desgobierno» de quienes nos dirigen, presos de un descarado comportamiento que nos hace temblar, hasta la multitud de situaciones alarmistas que nos trasladan los medios de comunicación con todo aquello que se produce tras el velo de nuestra miopía. Pararse para ver y pensar es algo de lo que cada día huimos. Una huida hacia adelante como justificada actuación que prosigue a la inopia que queremos mantener. El desconocimiento es, a veces, fuente de vida. Si no me entero, no me preocupo. El mundo de yupi que justifica lo alborotado del jolgorio que divisamos.

Como la economía particular o familiar es la que es, fidedigna muestra de lo que pueda estar pasando, el vivir así deja vacíos que en la soledad hacen padecer. Puede entenderse que se pida con frenesí no solo un puesto de trabajo, sino que lo sea con el sueldo apropiado para vivir como se desea. Algo muy pretencioso y diferente a lo que hemos vivido algunos de antaño. En mis inicios profesionales tenía un sueldo nimio pero digno, y los esfuerzos familiares fueron permanentes. Si no se podía acudir al ajetreo del alterne diario o a las comidas fueras del hogar pues nos amoldábamos a la situación. No por ello dejábamos de ser felices, pues a la postre lo que se hacía era saborear con entusiasmo lo más mínimo que teníamos al alcance. Tener un techo para vivir, poder comer y criar a los hijos, con esporádicas salidas de la rutina, se convertía en un modelo de vida que te producía la ansiada felicidad. Hoy, en cambio, la enconada lucha de los dirigentes hace que se favorezca un estado de bienestar desorbitado, lo que lleva a exigir no solo un puesto de trabajo sino que sea retribuido de forma acorde a las necesidades de vida cómoda que nos planteamos. Eso de inicio, cuando no te planteas que las mejoras laborales se produzcan con la inmediatez necesaria que exige nuestra escalada de vida.

El consumismo en el que nos vemos inmersos de forma creciente hace que se tambalee y justifique que disminuyan los ahorros. No es de sorprender por ello que ante la subida de precios que pudiera asfixiar a las familias y el aumento de los tipos de interés llevado a cabo por los bancos centrales para intentar atajar la inflación haya llevado a los ciudadanos a tirar de esos ahorros para mantener el nivel de consumo que se tiene. Las fuentes oficiales nos informan que la tasa de ahorro de los hogares se ha desplomado más de 13 puntos en comparación con la que se correspondiera con el último trimestre de 2022 y cae del 14,5% al 0,9%. Y según datos del INE, la tasa de ahorro en el primer trimestre de 2023 se sitúa en 0,9% frente al 1,5% negativo del primer trimestre de 2022.

Difícil se nos presenta el panorama para el futuro más reciente, preso a su vez de un tambaleo en la gobernanza del país (me refiero a España), fluctuando en temas de separatismo y condonación de delitos de determinados prófugos. El estado de bienestar desmesurado, con subvenciones y ayudas disparatadas para conseguir votos no hace sino recrudecer un panorama que no parece muy halagüeño. Más valdría que pongamos los pies en el suelo y afrontemos la situación con la cordura que merece.

Entre el optimismo desmesurado que produce la utopía, ofreciéndonos un panorama alentador pero ficticio,  y su antónimo que es la distopía que conlleva el pesimismo, el peor de los escenarios posibles, deberíamos pensar en el término medio que nos haga caminar sabiendo donde pisamos. Lo real aflora con la necesidad de vivir sin ser unos ignorantes, contumaces con los acontecimientos positivos y negativos que se presentan en la vida, sabedores de que lo poco que pueda alcanzarse es un regalo que se nos ofrece, y la apariencia de querer sin poder no es más que un artificio que nos hace perder la capacidad de raciocinio.

Me muevo por ello en un mundo en el que me paro a pensar si algún día el bullicio deja de ser mera apariencia para hacer valer lo nimio, que por abundar no deja de representar lo más sagrado que la vida puede darnos para agradecer la existencia y hacernos felices. No estaría de más que supiéramos aprovecharlo.

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