No resulta extraño comprobar en el ámbito de las empresas y entidades, cualquiera que sea el tratamiento que pudiera hacerse, el especial énfasis que se pone hacia sus empleados para darle el sitio que merecen y considerar que constituyen los activos más valiosos que pudieran tener. Sobre ello son numerosos y relevantes los trabajos que se han realizado por especialistas de recursos humanos, que se muestran interesados en la búsqueda de los mecanismos apropiados para que el clima laboral sea lo más propicio y, por ende, motivar al colectivo de cara al cumplimiento de los objetivos marcados.
Sin embargo, en el entorno laboral se producen -a veces- conflictividades internas que hacen inconciliable las relaciones entre los integrantes de la organización, para llegar a situaciones extremas de flagrante atentado a los derechos fundamentales más elementales del ser humano, convirtiendo el trato en una forma despiadada de masacrar al que no convence, no agrada, o simplemente porque no comulga con la forma que imponen quienes asumen un poder dentro de la organización.
En este lamentable episodio de las relaciones laborales he podido constatar situaciones que, bien por la cordura que se impone sobre lo impúdico, o porque los tribunales de justicia se abren para entrar con mayor profusión en lo que no hace mucho tiempo resultaba complicado que se hiciera, surjen mares de esperanza para desposeer a los que se afanan en el despropósito y reconducir a lo legítimo que empieza por el respeto a la dignidad de los seres humanos. A los “cortijeros” dicho sea el término para referirlos a quienes creen que el poder conferido les confiere un mando absoluto sin limitaciones y les deja las manos libres para cometer las tropelías que se les antoje, parece que les va a resultar mucho más complicado seguir con esa torticera conducta, al menos sin quedar patentes y públicos sus procederes, quitándoles las máscaras para general conocimiento.
Pero vayamos por lo más frecuente, que no es otra cosa que el desprecio a la experiencia del personal cuando se sobrepasa la línea de edad que hace que los responsables de las organizaciones consideren que existe una especie de caducidad anticipada. Los expertos trazan la línea de los cuarenta años como momento en que ya se empieza a ver al empleado como reemplazable. Parece que la juventud es un elemento básico para que los proyectos empresariales mantengan su progresión, olvidando que cuando se pierden esas habilidades perfeccionadas por el conocimiento que se ha ido adquiriendo con el tiempo y de fidelidad a la empresa, se deja atrás un activo relevante.
Lo cual no quita que, en lo dinámico que exige la actividad empresarial, se busquen resortes de motivación para quienes, efectivamente, por el trascurso del tiempo y la posible monotonía laboral, dejen o vayan disminuyendo en sus rendimientos. No son pocos los empleados que se muestran aburridos por lo poco atractivo que pueda suponerles mantener la ilusión que antes tenían. La búsqueda de la zona de confort es algo consustancial a este fenómeno de parálisis que viene propiciado, la mar de las veces, por la apatía de los superiores que dejan relegados o abandonados a empleados a quienes ven ya como un lastre para la organización. Por todo ello, convenir planes concretos para que este fenómeno negativo no cuaje, se convierte en una actuación preventiva de obligada observancia en quienes quieran mantener viva la llama de la empresa y de la actividad que se desarrolle. Porque la edad avanzada no puede en ningún momento convertirse en sinónimo de vaguedad y dejadez. Y hay que negarse a esta fulminante predicción tan negativa para el ser humano.
Otra muestra de lo que puede ser una falta de ocupación efectiva se produce cuando se realice una especie de castigo que quiera llevar a que el empleado abandone su vínculo, o se propicie su defenestración con la connotación negativa que pueda suponer para su salud, y que viene de la mano de lo que se concibe como acoso laboral, que surge en la psicología para abordar conjuntamente, desde el punto de vista terapéutico, situaciones o conductas muy diversas de estrés laboral que tienen de común que, por su reiteración en el tiempo, su carácter degradante de las condiciones de trabajo o la hostilidad que conllevan, persiguen por finalidad o como resultado atentar o poner en peligro la integridad personal del empleado.
En palabras recogidas por los tribunales de justicia y la doctrina científica más cualificada, los objetivos del acoso laboral pueden ser de lo más variado: represaliar a un trabajador poco sumiso, marginarle para evitar que deje en evidencia a sus superiores, infundirle miedo para promover el incremento de su productividad o satisfacer la personalidad manipulativa u hostigadora del acosador (el llamado acoso “perverso”), entre otros. Si lo vemos desde el ámbito en que pudiera producirse la actuación, cuando se trata de organizaciones privadas el acoso laboral responde muchas veces al fin o resultado de que el trabajador hostigado abandone voluntariamente, circunstancia que supondrá un ahorro a la empresa que evita la indemnización correspondiente por despido improcedente. Si lo es en las Administraciones públicas, y dadas las peculiaridades del régimen funcionarial que no hace fácil deshacer el vínculo, la acción consiste a menudo en la marginación profesional del empleado por variados motivos (venganza personal, castigo encubierto, discriminación ideológica, cambios gubernativos, etcétera).
Ahora que parece que se adquiere una mayor conciencia social e institucional sobre el problema, se buscan mecanismos internos para impedir estas prácticas, pero en las Administraciones públicas, envueltas en poderes jerarquizados de forma vertical, es difícil que prospere cualquier procedimiento de defensa de un empleado que, pudiendo verse envuelto en esta vorágine, se ve desprotegido ante los poderes fácticos existentes.
Un caso muy reciente, lo digo por el momento en que se dicta sentencia por el Tribunal Constitucional, en fecha 6 de mayo de 2019, merece que lo traiga a colación por cuanto acoge toda la variada doctrina constitucional existente y que contrariando y dando por nulas actuaciones contenidas en el procedimiento interno propiciado en una Administración pública, en las resoluciones dictadas a los recursos administrativos interpuestos, las sentencias dictadas, en primera instancia por el Juzgado Central de lo Contencioso-Administrativo núm. 5 de Madrid, y en apelación por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, esto es con un recorrido de seis años de calvario para el funcionario público que no ha cejado en su deseo de reclamar justicia, falla declarando que ha sido vulnerado el derecho fundamental a la integridad moral del funcionario (artículo 15 de la Constitución Española).
Todo un hito en este mundo de las situaciones de acoso laboral que marca un punto de inflexión para situaciones que puedan venir de futuro.
Por eso mismo, unas puntualizaciones sobre el contenido de este pronunciamiento resulta conveniente destacar:
Primero. El Tribunal Constitucional (TC) considera, desde la óptica constitucional que le corresponde apreciar, que como primera aproximación, las situaciones de acoso laboral, en la medida en que tienen por finalidad o como resultado atentar o poner en peligro la integridad del empleado afecta en su esencia al reconocimiento constitucional de la dignidad de la persona, a su derecho fundamental a la integridad física y moral y la prohibición de los tratos degradantes (arts. 10.1 y 15 CE).
Segundo. Que dado que las situaciones de acoso laboral son multiformes, igualmente reconoce el TC que pueden verse involucrados también otros derechos fundamentales como el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen (art. 18 CE), al mismo tiempo que existe una previsión por la que se encomienda a los poderes públicos el velar por la seguridad e higiene en el trabajo (art. 40.2 CE).
Tercero. Tras apreciarse las disposiciones que permiten entrar a conocer de la presente demanda de amparo, se declara firmemente que la inactividad laboral prolongada a la que pueda ser sometida un trabajador involucra inequívocamente su derecho fundamental a la integridad moral y la prohibición de tratos degradantes.
En este orden, no es preciso que la lesión de la integridad moral se haya consumado, sino que a efectos de que el derecho invocado se estime lesionado basta con que exista un riesgo relevante de que la lesión pueda llegar a producirse.
Cuarto. Incide el TC en apreciar que, para que el trato sea “degradante” debe, además, ocasionar también al interesado –ante los demás o ante sí mismo- una humillación o un envilecimiento que alcance un mínimo de gravedad. Se trata de acciones que pueden provocar en la víctima sentimientos de temor, angustia o inferioridad susceptibles de humillarla, envilecerla y, eventualmente, de quebrantar su resistencia física o moral, superando un umbral mínimo de severidad.
Quinto. Para finalmente considerar, a la vista de la doctrina existente y los hechos producidos en el caso examinado, lo siguiente:
- La inactividad profesional no ha sido accidental, sino produciendo unos indicios inequívocamente reveladores del carácter intencional, no casual, de la prolongada situación padecida, sin que exista una mínima justificación racional para la situación.
- Al no concurrir un motivo legítimo, el trato dispensado por la administración le hace incurrir en abuso de poder o arbitrariedad, inmerso desde la óptica en el concepto constitucional de “trato degradante”.
- La administración, deliberadamente, sin una finalidad u objetivo legítimo, ha marginado laboralmente al funcionario, en un comportamiento que supone un agravio comparativo y un claro menosprecio y ofensa a la dignidad del trabajador, de suyo idóneo para desprestigiarle ante los demás, provocarle sensación de inferioridad, baja autoestima, frustración e impotencia y, en definitiva, perturbar el libre desarrollo de su personalidad.
- La gravedad de la vejación se agudiza en función del tiempo en que persiste.
- Conductas como esta generan por sí mismas un perjuicio moral al que pueden añadirse daños psicofísicos por estrés, angustia, ansiedad o depresión.
Y concluir que la administración ha dispensado al funcionario un trato sin duda merecedor de la calificación de degradante y, en cuanto tal, contrario a su derecho fundamental a la integridad moral.
Estamos, pues, ante un fallo novedoso, porque además considera que no hace falta que la Administración caiga en el hostigamiento para que sea considerado acoso laboral, siendo suficiente dejar intencionadamente a un funcionario sin ocupación para que se vean vulnerados sus derechos fundamentales.
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En tiempos conocí un caso de la administración. Hoy ya conozco otro y de la misma índole: dejar sin ocupación al funcionario.
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