Mi camino a Santiago

           Hace tiempo que tenía un fuerte deseo de recorrer el Camino que lleva a Santiago de Compostela. Una idea que ha estado en mi cabeza durante mucho tiempo y ahora, por fin, he podido cumplir el objetivo. Decirlo así suena a mero reto, de los muchos que nos proponemos en lo cotidiano, por aquello de que hemos nacido para superar barreras, avanzar hacia ese horizonte que a veces no tiene fin. Pero realmente en mí ha supuesto, y creo que de eso es lo que se trata y de lo que tanta gente ha venido a decirlo, un cambio en mi interior, justo en el momento que pueda necesitarlo con mayor énfasis. Un trayecto mágico, porque a la dureza que pueda representar el hacer camino al andar -como dijera el poeta- se une la reflexión que conlleva hacerte ver que la mochila que llevamos por la vida se hace pesada por los muchos elementos que incorporamos y que nos parecen absolutamente necesarios pero que luego, a la postre, y cuando caminas, vas dándote cuenta que puede quedar reducida. Bastante reducida.

           Porque cuando eres peregrino poco importa lo físico, el decorado, la lluvia, el polvo, lo sinuoso del camino, aunque te supongan serios inconvenientes. Lo que importa verdaderamente es el sentimiento que tienes y esos seres humanos que como tú avanzan, comparten el trayecto, y te saludan con ese inconfundible «buen camino«. Son compañeros del camino, a los que ves en múltiples facetas y perspectivas. No olvidaré nunca esos profundos silencios de los caminantes solitarios que soportan la lluvia, la orografía, y el dolor que produce las secuelas de sus lesionados músculos y pies. Como tampoco lo hará la bondad que recibes de extraños que acuden en tu auxilio o para darte una dosis de moral cuando la necesitas. Viendo esto, tu dolor se minimiza. El ego queda de lado, para convenir la atención en cuanto te rodea, en ese susurro de las copas de árboles milenarios y el leve canto de esos pájaros tan acostumbrados a ver la permanente afluencia de caminantes. Y el leve picoteo que produce en el suelo tu fiel acompañante, ese palo que tanto ayuda.

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          Todo peregrinaje es único, como lo puede ser el protagonismo y la exposición de lo que vive cada persona, y por ello cada narración merece ser tratada de original, única. Esta es la mía, la de un novato en estas lides que acude preso de entusiasmo y movido por la fe, el amor y el arrepentimiento. Atento a cuanto veo, a la cultura, a la naturaleza, a los peregrinos, saboreando el aquí y ahora como elemento que fortalece tu espiritualidad, sin olvidar ese objetivo que te lleve al final del Camino, que te haga romper el silencio mantenido por el corazón en los kilómetros pasados. El que te permita orar como deseas hacerlo, agradecido por la vivencia y por tus seres queridos.

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         Mi trayecto ha sido desde la localidad de Sarria, en la provincia de Lugo, hasta Santiago de Compostela, un total de 113 kilómetros que me ha permitido obtener la codiciada Compostela, esto es, el documento de la catedral de Santiago que acredita que se ha realizado la peregrinación. Viene a ser el certificado final, el premio tangible de haber realizado la peregrinación, y en lo concerniente a su nombre se dice que, como el de la ciudad, proviene del latín Campus Stellae (“campo de estrellas”) en alusión a las luces que vio el ermitaño Pelayo cuando se descubrió en aquel campo el sepulcro del apóstol Santiago. Un documento que justifica lo que el peregrino por sí mismo no necesita, si verdaderamente hace el trayecto por motivos religiosos, y que a la postre no deja de ser otra cosa que un recuerdo para decorar la pared de tu casa en el mejor de los casos.
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          Para acreditar la efectividad del recorrido, cada peregrino debe ir cumplimentando la llamada Credencial del peregrino, con su inconfundible forma de acordeón, que acoge el sellado (al menos dos en cada localidad de tránsito si la peregrinación se limita a los últimos cien kilómetros), y la fecha, de cualquier lugar de paso, facilitado desde bares hasta hoteles, pasando por albergues e iglesias que disponen de ellos. Una credencial que no caduca y acredita como peregrino siempre, circunstancia que permite realizar el Camino de Santiago por tramos durante varios años.

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         Esta credencial es, además, un gran recuerdo del Camino. Nunca va a haber dos iguales, por cuanto que aun compartido el recorrido con otros, siempre variará la posición entre ellos, y recibirá una variedad de sellos que compiten entre sí para ser considerados como el más preciado y hermoso.

         El punto de arranque de este camino lo sitúo, como he dicho, en la localidad de Sarria, inmerso en el Camino Francés (por nacer en Francia, para salvar los Pirineos y cruzar la Península Ibérica de este a oeste) y que, según se dice, es el más transitado por ser el principal itinerario jacobeo, además del más famoso. Es igualmente punto de confluencia con otros Caminos, como el que viene del Norte.

        En esta bella población pude apreciar algunas muestras de su rico tesoro monumental. La Iglesia del Salvador, de reducidas dimensiones, con rasgos de estilo románico y elementos góticos del siglo XIII. En ella se celebró la Misa del Peregrino que nos daba acogida a los que iniciábamos el trayecto. Otra iglesia que pude ver en ese empinado camino que hacía fue la Iglesia de Santa Mariña de Sarria, una obra románica del siglo XII que fue sustituida por la que actualmente existe del siglo XIX de aspecto gótico. Llama la atención su fachada bicolor en piedra y blanco y sus pinturas que aluden a la Santa Campaña, y su reloj en la torre rematada con una aguja en forma piramidal.

           Mi intención fue llegar al Monasterio de la Magdalena, que solamente abre cuando uno de los pocos religiosos que viven en ella, de edad ya avanzada, la mantiene abierta y posibilita que se visite. Tuve suerte y allí pude encontrar a ese preciado religioso atento a recibir a cuantos llegábamos. El Monasterio fue fundado hacia 1200 por uno de los frailes italianos que se dirigían hacia Compostela y que solicitaron al obispo de Lugo si les permitía atender a los peregrinos que iban a Santiago en la ermita de San Blas de Vilanova. El conjunto, levantado hacia los siglos XIII y XIV, fue reconstruido en el XVI, y de ahí que pueda justificarse la mezcla de estilos que conserva, con una fachada plateresca, un claustro gótico y la bella y barroca Puerta de los Carros.

           Como curiosidad hay que destacar que a lo largo de su historia, el cenobio funcionó como cárcel, cuartel o almacén de leñas. Luego ya, a finales del siglo XIX comienza a ser atendido por la Orden de la Merced, que lo rehabilita para fines educativos y pastorales.

            Pero llega ya el momento de avanzar en el camino. Salgo de la localidad de Sarria, preso de la emoción, y en un primer trayecto lo es para llegar hasta la localidad de Portomarín, con algo más de 24 kilómetros según marcaba mi reloj (aunque oficialmente consta como de 22,4). La foto de rigor no puede faltar, en uno de esos mojones que veré durante todo el trayecto para convertirse en un punto de referencia para divisar el recorrido que debe seguirse, junto con esas flechas amarillas que unida a la venera o vieira que contiene el mojón conforman los símbolos jacobeos. El kilómetro que incorpora, el 113, constituye el trayecto que vamos a afrontar. Justo aquí se encuentra un puente que sirve igualmente de referente al inicio de este trayecto.

             La concha es, por antonomasia, un elemento que se une también al peregrino, desde que loa antiguos caminantes volvían con una vieira como símbolo del éxito de su peregrinación. Hoy es un elemento que se porta casi de forma generalizada por los caminantes que inician el peregrinaje y les acompaña durante todo el trayecto, como la mochila y el palo de apoyar, tan necesario cuando se trata de caminar por trayectos tan variopintos. Pude comprobar que los más románticos utilizan palos naturales, conviniendo así en el recuerdo de los que originariamente peregrinaran sin disponer de los avances y medios que hoy se tienen.

         La flecha amarilla tiene su origen en los años ochenta del siglo pasado cuando el Párroco de O Cebreiro, Elías Valiña, gran investigador y visionario de la ruta, recorrió el Camino para marcarlo y abrirlo a la riada de peregrinos que llegan hoy. En aquellos tiempos, la falta de presupuesto y apoyo hizo que el sacerdote consiguiera unos cubos de pintura que habían sobrado de una señalización de carreteras, de color amarillo, y ni corto ni perezoso se armó de brocha y pintura y se dedicó a señalizar con flechas la ruta jacobea. En poco tiempo, ese signo amarillo se convirtió en un referente.

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         De esta etapa voy a destacar algunos aspectos. Por lo pronto la temperatura no ofrecía impedimento especial, aun cuando el sudor hiciera aparición nada más avanzar los primeros kilómetros por la fuerte rampa de subida que parecía no tenía fin, en el interior de un denso bosque lleno de castaños y pinares.

        En general debo decir que este recorrido aparecía plagado de establecimientos donde poder hacer una parada y sellar la credencial. Obligada es la parada en el albergue “Casa Morgade”, situado en el Km 101,996 entre Sarria y Portomarín y enmarcada en un entorno totalmente rural, que ofrece unos zumos espléndidos exprimidos al momento. Probé y ahora recomiendo el denominado “mixto”, integrado por zumos de naranja, zanahoria, manzana y jengibre. Exquisito de verdad, por el precio de 3,50 euro y servido por Paco, un chaval que hacía sumamente agradable la estancia.

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         Otra parada la hice en el Albergue de Mercadoiro, a 17 kilómetros de Sarria (kilómetro 95,3 a Santiago), donde supo a gloria esa cerveza local que me sirvieron, acompañada de una tapa de tortilla. Qué decir de sus espléndidas vistas y de la poca masificación que existía cuando acudí. No debe olvidarse que en períodos de verano es frecuente encontrar multitud de peregrinos movidos por diversas circunstancias, lo que a veces te hace perder la deseada soledad que buscas, aunque conforme se camina va viéndose cómo se alarga la fila de personas.

        No falta el mercadeo, y también te encuentras con tiendas especializadas en productos y recuerdos. “Peter Pan” es una de ellas, con una variedad de mercancías dignas de resaltar.

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           El final de etapa se hizo ya con el sol encima y temperatura alta, lo que supuso que pareciera no tener final esos últimos cinco kilómetros. Amén de que cuando quedara algo más de 600 metros se ofreciera una alternativa para reducir el trayecto a algo más de 400, eso sí indicando que se trataba de un trayecto con “dificultad extrema peatonal”. Ni corto ni perezoso avanzo por este tránsito y, a decir verdad, pude comprobar cómo se complicaba la bajada por escalones variados enteramente naturales. Al final, llegada a Portamarín, tras atravesar el impactante puente sobre el río Miño, de 350 metros de longitud, y subir la escalinata que lleva al centro de la población (se dice que los 46 peldaños hay que hacerlos de continuo, sin parada), que permite visitar la magnífica iglesia de San Juan y San Nicolás, superviviente de la antigua población de Portomarín que quedó sumergida en el embalse de Belesar. La iglesia fue trasladada por los vecinos, piedra a piedra, lo cual tiene su mérito.

        En esta bella población toca descansar y apreciar sus encantos gastronómicos propios de las tierras gallegas.

         La segunda etapa lo es de Portamarín a Palas de Rei, con un total de 25 kilómetros aproximadamente, cuyo recorrido se ha realizado con temperaturas más moderadas que las del día anterior, con cielo nublado, circunstancia que es de agradecer.

       Lo que podría considerarse una etapa que ofreciera dificultades superables sin mayores consideraciones se convierte en un tanto traicionera por el hecho de que hay que subir hasta la Sierra de Ligonde por las poblaciones de Gonzar y Ventas de Narón, en ese grandioso surco geográfico producido por el cauce del río Miño, y que dificulta ostensiblemente la mitad de la jornada peregrina. Los pies empiezan a notar estas inclemencias y la amenaza de las terribles ampollas es ya una constante.

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     Como es habitual, en el trayecto se pueden encontrar lugares donde sellar la credencial. Me llama poderosamente la atención una pequeña capilla, que según se dice tiene un origen templario, denominada Capella da Magdalena. En sus comienzos fue un hospital para peregrinos de los caballeros templarios, en un edificio románico del último tercio del siglo XIII. Con la desaparición de los templarios, el hospital pasó a manos de los Benedictinos y, tras la desamortización, se arruinó, siendo parte de sus piedras utilizados por los vecinos para edificar la actual capilla a último del siglo XIX en Ventas de Narón.

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          En esta capilla se encuentra el que dice ser un templario, con una ceguera que hay que poner en duda porque se las ingenia sin ayuda alguna para poner sellos en las credenciales de peregrinos, pidiendo un donativo que cuando no satisface plenamente sus expectativas le hace quejarse. Dispone de tres sellos que coloca aleatoriamente, y conseguir el pleno pasa por un buen donativo. La fila de peregrinos deseosos de charlar con este hombre y obtener el sellado se alarga por momentos. Hablarle de la localidad de Jerez de los Caballeros ha sido un revulsivo para que me agasajara con su mejor atención.

         El crucero de Lameiros es el hito simbólico de la etapa, el mensaje de la piedra cincelada, el culto al bien y el mal, el altar del creyente y el pagano. La cruz está al lado del Camino, admirada y adorada, señalando el destino de las almas penitentes que buscan el final de la tierra en las costas gallegas.

         Otra parada obligada ha sido en “O Formiga”, una de las estancias/bares curiosas que hay en el camino y donde puede degustarse una deliciosa tortilla de patatas y la empanada gallega, rodeado de unas singulares esculturas gigantes de hormigas. Ya estamos en la localidad de Portos, a 6 kilómetros del destino final de esta etapa (Kilómetro 72 del camino de Santiago).

       Termina el recorrido con una larga trayectoria que se hace interminable para llegar al pueblo, oculto hasta que apareces justo en sus inmediaciones. Los peregrinos lo conocen por el pueblo que nunca llega. Y que lo digas.

         En esta población acudo a la Misa del Peregrino que se celebra en la Iglesia Parroquia de San Tirso, oficiada por el Obispo Emérito de Toledo. Muy sentida y con una brillante locución del Obispo, en clara alusión a esa mochila que tanto acopla aun siendo pocas son las necesidades básicas que se precisa para seguir el camino de la vida.

         La iglesia es sumamente acogedora, románica de origen, del último tercio del siglo XII, aun cuando sólo conserva la portada de su construcción primitiva; para ser reformada en el año 1955. El templo es de planta de cruz latina con nave rectangular, y con dos capillas laterales, además del presbiterio pentagonal. Junto a la puerta, que es de arco de medio punto y dos arquivoltas sobre capiteles decorados, figura una imagen de la Virgen del Socorro. El retablo de la capilla mayor es de estilo neoclásico.

         Palas de Rei se convierte así en el lugar de parada y descanso tras culminar la etapa prevista.

        La tercera etapa va a ser desde Palas de Rei a Arzúa, ya en tierras coruñesas, siendo sin duda la más temida en este trayecto, con un total de 28,8 kilómetros, aunque nuevamente mi reloj marca algo más. Es la etapa concebida como rompepiernas, mataperegrinos, y cosas parecidas, que sin duda algo de razón se lleva en ello. Porque a su mayor extensión se unen las subidas y bajadas que proliferan. Y, además, este día ha venido marcado por el temporal existente, con una segunda mitad envuelta en fuerte y permanente lluvia que ha dificultado sobremanera el caminar.

       Varios puentes medievales y antiguas veredas campesinas llevan a San Xoán de Furelos y Melide. Esta última localidad es de obligada parada para degustar el producto que ofrecen sus pulperías. Elijo la que dice ser la más famosa “A Garnacha«, galardonada en 2017 con el Premio Nacional de Gastronomía, Plato de Oro. Doy fe de que los reconocimientos son merecidos.

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        Curioso fue encontrarse en el camino una pequeña tienda de madera en plena maleza vegetativa, donde una amable mujer ofrecía productos caseros. Deliciosa esa tarta de Santiago que pude probar, junto con un orujo casero de 60º que llenó mi depósito para proseguir con ahínco.

         El trayecto final de 2,5 kilómetros es de una dificultad considerable, tanto como compartir ese comentario que hacía un peregrino diciendo que cuando vio el letrero de entrada a Arzúa se le saltaron las lágrimas. Una interminable subida daba preludio a una recta impresionante que se hacía eterna, soportando la fuerte lluvia que en todo este trayecto hubo de asumirse.

          Por fin en Arzúa, a 39 kilómetros de Santiago, una localidad coruñesa de algo más de 6.000 habitantes, situada dentro de la comarca del mismo nombre, limítrofe con Pontevedra a través del río Ulla y última gran villa del Camino Francés. Rodeada por un espectacular entorno natural, es considerada como la “tierra del queso” en referencia al que aquí se elabora con leche de vaca, uno de los principales embajadores de la zona. No es mi fuerte y por ello no puedo opinar.

        Toca descansar para emprender al día siguiente la penúltima etapa programada.

       La cuarta etapa discurre por el trayecto que marca las localidades de Arzúa a O Pedrouzo, con un total de 19,1 kilómetros. Puede decirse que se trata de una etapa de relajación por aquello de tener el referente que ha supuesto la de la jornada anterior. Y, efectivamente, el terreno discurre por llanos y subidas asequibles, en pistas de tierra en su gran mayoría, aunque algunos tramos lo son por carreteras secundarias.

        El Camino parte de Arzúa durante seis kilómetros hasta el ayuntamiento de O Pino, alternando aldeas y montes de pinos y eucaliptos. Pequeñas poblaciones aparecen en el recorrido, como Salceda, para así llegar a la mitad del camino. A los 15 kilómetros nos encontramos con «O Empalme«, un típico mesón gallego en el que puede degustarse la cocina casera de toda la vida. Allí pudo descansarse del fuerte chapuzón que caía, antes del último empujón hacia O Pedrouzo.

       En este recorrido puedo destacar un lugar singular “Casa Tía Dolores”, un sitio especial para tomarse una cerveza del Peregrino y colocar en el caso una leyenda para dejarla colocada en alguna de las puntas disponibles para ello, para así quedar el recuerdo del paso. También aposté por acercarme a esa «puerta del perdón» que tiene en su interior. En la entrada al recinto encontramos una peculiar decoración formada por cientos de botellas de la famosa cerveza artesanal.

        Otro momento especial ha sido cuando llegas a “Casa Tía Teresa” en O Pino, a poco más de 25 km. de Santiago. Un establecimiento que permite saborear las deliciosas zamburiñas con otra cerveza artesanal propia del nombre del establecimiento. Eso sí, hay que armarse de paciencia porque los reclamos son muchos y hasta que llega tu turno puede fácilmente pasar bastante tiempo. Pero realmente merece la pena.

         Pero si debo destacar algo en especial en esta etapa, en principio fácil de acometer, ha sido su complicación por las inclemencias del tiempo. La lluvia ha presidido toda la segunda parte del recorrido, con una intensidad que ha hecho calarte aun disponiendo de las prendas apropiadas para afrontar la situación. Lluvia intensa que embarraba el suelo y hacía que surgieran los surcos y carriles de agua que dificultaban el avance. Además, un fuerte viento hacía igualmente su aparición.

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         Finalmente llega el día de la última etapa, Unos 21 kilómetros desde O Pedrouzo hasta Santiago de Compostela. Emoción lógica por ver cercano el término del trayecto. El temor venía presidido por la posibilidad de que el tiempo fuera como había terminado el día anterior, agravado por la permanente lluvia que hacía presagiar unos caminos embarrados.

       Pero el Apóstol hizo lo posible para que este día fuera transitable sin agua. La amenaza del cielo nublado no descargaba agua con lo que puede decirse que toda la jornada ha transcurrido con normalidad, advirtiendo bellas plantas coloridas, hasta el mismo momento de aparecer en Santiago.

        La etapa huele a meta cumplida y los peregrinos van caminando con alegría por las inmediaciones del aeropuerto y las carreteras de Lavacolla hacia la ermita de San Marcos y el Monto do Gozo, el último hito jacobeo antes de bajar a las calles de la capital gallega y buscar las estrechas rúas de piedra del casco viejo.

       Cuando llegas al Monto do Gozo ves un cierto alboroto de los peregrinos. Y lo es porque aquí, en este monte es la primera vez que divisas las torres de la catedral compostelana. Para ello has de desviarte algunos metros a la izquierda (al sur) del trayecto oficial para llegar hasta el monumento denominado “Homenaje al peregrino”, una enorme escultura plantada en la cima de la montaña en 1993 y que constituye un lugar de ofrendas, fotos, reflexiones y contemplación, sobre todo hacia la ciudad de Santiago y los relicarios de la catedral que despuntan en la bruma del entramado callejero. Puede comprenderse que el corazón golpee con intensidad y afloren unas lágrimas en los ojos.

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    Parece que ya se ha llegado pero aún queda una larga caminata por la Rúa de la Acibechería, eso sí despertando ilusiones y sentimientos. Y el Arco del Palacio, discreto en la penumbra donde se dan cita algunos músicos callejeros, destapa al fin la monumentalidad de la plaza del Obradoiro y la fachada de la catedral gallega.

       Describir lo que se siente aquí y ahora es imposible. Solo sé que postrado frente a esta fachada se desató una torrencial lluvia que me empapó por completo, aunque sabía a gloria, tanta como subir tras una larga espera para dar el abrazo al Apóstol y visitar el sepulcro que conserva sus restos. Difícil describir lo que se siente en estos instantes, preso de emoción y de sentida oración.

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        Decir por último, para completar este relato, que el Camino de Santiago es, entre otras muchas cosas, una lección vital de relaciones sociales, una experiencia de convivencia donde brotan emociones imprevisibles, sentimientos puros, y en el que el mundo particular de cada peregrino se encuentra dentro de su mochila, la que físicamente porta y la que mentalmente recoge. Cubriendo este trayecto puede advertirse como brota la magia que permite reflexionar sobre el camino que llevamos. Porque como decía el sacerdote que oficiaba la Misa del Peregrino a la que asistí en Santiago para dar por concluida la estancia, ahora “Termina el Camino, continúa nuestro camino”. Ojalá pueda serlo recto y erguido.

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