Si algo tiene de especial involucrarse en el mundo de la pintura es que, al mismo tiempo que se manchan los lienzos con aquello que cautive la mirada, se penetra en historias relevantes donde aparecen personajes que lucharon lo suyo en momentos poco propicios para abrirse camino, y que ahora merecen recordarse para espolvorear el ostracismo en el que se han visto metidos por mor de ese desigual trato que los humanos han propiciado a lo largo de la vida.
Tal puede ser el caso que ahora me ocupa, verdadero resorte para ilustrar a los que ahora hablan de desigualdades sin el debido respeto a una vida llena de personas sometidas a verdaderas vejaciones. Me refiero a una mujer que contra viento y marea luchó lo suyo para que, simplemente, se le dejara trabajar en una profesión que ganó a pulso con la que no fuera fácil aprendizaje académico. Me llama la atención tras ver una buena serie en Netflix («La ley de Lidia Poët») y adentrarme en el estudio más profundo del personaje en cuestión, que no he tardado en plasmar en un lienzo aunque lo sea desde la mirada de quien ahora protagoniza al personaje en la pequeña pantalla.


Se trata, efectivamente, de Lídia Poët, nacida en el año 1855 en Traversella, una aldea de la provincia de Turín cercana a los Alpes italianos. Una chica que nació en el seno de una familia acomodada que permitió desarrollar una completísima formación académica, culminada en la Facultad de Derecho de la Universidad de Turín en 1881 con la que resultaba ser su máxima aspiración, pero que, con todo, tras seguir además su aprendizaje en la oficina del abogado y senador Cesare Bertea, aprobando los exámenes prácticos y teóricos de calificación en la profesión legal de abogada, y solicitar su entrada en la Orden de Abogados y Fiscales de Turín, se vio inmersa en un verdadero calvario tratando de impedir su ejercicio. Comenzaría aquí su drama.
Proviene de la situación que se vivía. Hasta esos momentos los únicos miembros de la orden habían sido hombres y no todos estaban por la labor de integrar a una mujer en su grupo. Pero la primera batalla se gana y una mayoría apostaría por favorecer la incorporación teniendo en cuenta que las leyes civiles italianas apostaban por la igualdad entre los ciudadanos, hombres y mujeres. Así, en 1883 se posibilitó la inscripción en el Colegio de Abogados, convirtiéndose así en la primera abogada de Italia. No terminaría aquí el recorrido turbulento.
La oficina del Fiscal General recurrió ante el Tribunal de Apelación de Turín, con el vil argumento de que las mujeres no podían ejercer la abogacía por tratarse de una profesión que se consideraba como «cargo público». En este caso, ante el silencio de la ley que lo permitiera expresamente, era interpretado por los detractores de Poët como una negativa. Con alevosía, tres meses después de ser admitida como abogada, el Tribunal de Apelación declaraba su inscripción como ilegal y con ello, su inhabilitación. En la apelación de la interesada ante el Tribunal de Casación de Turín, recibió un nuevo varapalo al confirmar la decisión del tribunal inferior.

Esta inhabilitación suscitó un intenso debate público, y la prensa del momento hicieron frente común en su gran mayoría para apoyar a la abogada, con rotunda defensa de las mujeres para que pudieran ocupar cargos públicos. No faltaron las lamentables excepciones, con el pertinente insulto, y así en los periódicos desfavorables se llegaba a decir que quienes apoyaran a las mujeres eran únicamente «célibes solteros». Así de crudo resultaba el momento.
Con este panorama, Lidia Poët no decayó en su propósito. Colaboró con su hermano como abogada aunque no pudiera asistir a los tribunales ni ejercer plenamente su cargo, implicándose con profusión en la defensa de los derechos de los menores, de las mujeres y de los marginados, además de defender firmemente el sufragio femenino.
Esta lucha e implicación en organizaciones favorecedoras de la igualdad hizo posible que el 17 de julio de 1919, tras finalizar la Primera Guerra Mundial, se promulgara la Ley número 1.176 que permitía a las mujeres acceder a los cargos públicos, con las excepciones del poder judicial, cargos militares y política. Así, llegando ya a la edad de 65 años, Poët fue admitida de nuevo en la Orden de Abogados y Fiscales de Turín, convirtiéndose oficialmente, ahora sí, en la primera mujer abogada de Italia, abriendo un camino para cuantas quisieran venir tras ella.
Un ejemplo que merece traerlo a colación para resaltar a esas personas que con su rigor y méritos propios han permitido el avance de la mujer en el terreno profesional, justo reconocimiento a lo que merece entenderse por igualdad. Quede aquí mi reseña para recordar y no olvidar.

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