Acudo, un año después de mi primera estancia, a ese remanso de paz que se llama Santo Domingo de Silos, un pueblo burgalés que acoge al monasterio de Silos. O quizás sea al revés: un monasterio que crea en sus inmediaciones una pequeña población. Es precisamente este recóndito lugar el que llena mi interior y me hace buscar el refugio en su paraje para compartir momentos con los monjes de la orden benedictina que allí interceden por nosotros ante Dios con sus permanentes oraciones, y con otros peregrinos de la vida que acuden como yo, a saber por qué llamada. Si algo de común tiene a todos los que recalamos aquí es, precisamente, la búsqueda de la paz para descargar la pesada carga que podamos llevar a nuestras espaldas y llenar el depósito con la benignidad que nos haga mantenernos erguidos y seguir el camino.
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