Ya sabemos que la situación coyuntural que venimos viviendo en los últimos tiempos ha sido la consecuencia de unos acontecimientos que trascendían las fronteras españolas. Con la caída de los bancos estadounidenses de inversión debido a la crisis de las hipotecas subprime (también denominadas basura, al tratarse de aquellas se concedían a personas con un perfil crediticio con mucho riesgo), que representaba un alto porcentaje de su inversión, las bolsas y mercados de valores se derrumbaron y provocaron la crisis financiera de 2008 en todo el mundo. Posteriormente, debido a que los gobiernos tuvieron que realizar numerosos rescates financieros para salvar a empresas financieras y no financieras de una probable quiebra, la crisis acabó convirtiéndose también en crisis de deudas en diferentes países, especialmente en los de la eurozona.
Pero lo verdaderamente llamativo de esta situación es que en un país como el nuestro, España, la entrada en el proceso de recesión ha permitido desengranar otras muchas burbujas que deambulaban aprovechándose de la ficticia bonanza que se arrastraba, con absoluta normalidad e impunidad. Así, se han destapado acciones y protagonistas de corrupciones que de no ser por esta situación podrían haberse mantenido hasta sabe Dios cuando. Partidos políticos financiados por medios poco lícitos; políticos que se aprovechaban descaradamente de los medios que tenían a su alcance, y que llamaban al voto del ciudadano con absoluto descaro; organizaciones sindicales que entraban en el juego asentándose en las Administraciones públicas como espacio apropiado para una cómoda acción sindical, incrementando su patrimonio, percibiendo subvenciones públicas y desviando fondos dedicados a la formación para otros fines; asociaciones que bajo la apariencia de defender derechos de autores propiciaban el lucro personalizado de sus administradores y la trama que lo consentía; pertenencias a consejos de administración de entidades que únicamente servían para llenar el bolsillo y desconocer o hacer que se desconocían las prácticas bancarias carentes de cualquier rigor económico; aumento de las “bolsas negras” para invadir los paraísos fiscales con dinero obtenido por mecanismos torticeros; incremento hasta límites increíbles del dinero ilegal; crecimiento de salarios en convenios para acallar bocas y sin medir los efectos que producía en la economía del país; gasto público incontrolado con un despilfarro propio de quienes únicamente se aprovechaban de los cargos obtenidos por el amiguismo imperante; y un largo etcétera de situaciones que vamos conociendo conforme se van destapando. En la calle y en las casas se vivía por encima de las posibilidades reales y todo ello empujado por unos ladronzuelos que les venía como anillo al dedo que la gente viviera plácidamente en un despilfarro generalizado de una sociedad que actuaba a ciegas.
Así las cosas, y cuando estallan encadenadamente las distintas burbujas que nos envolvían, como cuando Moisés bajó del Monte Sinaí y arrojó las tablas sobre el becerro de oro que veneraba el pueblo hebreo, se propician duras medidas que hace reconducir la sociedad del estado ilusorio en que vivía. Empiezan los recortes, se pierde liquidez, incrementa el desempleo, las deudas contraídas no se pueden saldar y comienzan los problemas para una sociedad que jamás hubiera pensado que llegaría a este momento. Se pierde la credibilidad en el sistema y por mucho que se nos hubiera llenado la boca de vivir en un Estado social y democrático de Derecho, lo cierto y verdad es que empezamos a buscar culpables, eso sí siempre mirando a lo que teníamos a nuestro alrededor y nunca conviniendo que pudiéramos haber sido nosotros parte de esos artífices de los errores que llevaran a la situación catastrófica que teníamos encima. Lógicamente, los gobernantes pierden credibilidad y surgen salvadores que aprovechan la situación para dar la cara, saliendo de las distintas cloacas de una sociedad pluralmente concebida; otros también dan el paso adelante para romper un pacto que llevó a concebir una España unitaria y acogerla así en la Constitución, y pretender aquí y ahora, justo en este instante, obtener una independencia que, como podemos suponer, sería con el lastre de seguir chupando de la teta en lo que pudiera interesar pero sin encomendarse a directrices impuestas al resto de territorios españoles, a los que se concibe como de segundo orden y con los que no se desea seguir conviviendo. En definitiva, todo un cóctel explosivo, que nos acarrea la incertidumbre de conocer el resultado que arroje.
Con todo, llega el momento de elecciones generales y las noticias vuelan para, por un lado, destacar ciertos indicadores favorables al crecimiento de la economía en España, como claros resultados de unas políticas apropiadas de ajuste y reestructuración, y que permiten justo ahora devolver algunos de los recortes sufridos. España es presentada como una de las economías que más crece en la Unión Europea, por encima de Alemania, Francia e Italia.
A los empleados públicos, a los que vilmente se hizo principales responsables del desastre vivido en los años precedentes a la entrada en crisis, se les devuelven los días de permiso sustraídos, y la paga extraordinaria que sirvió para afrontar una deuda estatal; curiosamente, parte de estas medidas se adelantaban con una celeridad inusitada para que vieran la luz antes del día de votación de las elecciones generales. De otro lado, se empiezan a hacer claros guiños a la sociedad para que crea en este crecimiento económico. Tan es así que estas navidades pasadas son un claro exponente del consumo al que se ha vuelto, como si esa crisis ya hubiera concluido y hay que volver, por la vía de urgencia, a la situación en la que se tenía justo antes de entrar en este período de desasosiego vivido.
Este panorama me lleva a pensar seriamente en lo que estamos haciendo y, fundamentalmente, en considerar que no hemos aprendido la lección. Tanto sacrificio para que, en lugar de prosperar adecuadamente con una política medida de crecimiento acorde con las realidades, con prevalencia de los intereses generales a los particulares de los gobernantes de turno, lo hagamos con la misma idea de antaño de vivir plácidamente sin pensar en lo que vayamos a dejar para un futuro cercano. Los políticos tampoco han asumido lo sucedido; sus postulados siguen siendo los de arrastrar al ciudadano con mensajes poco claros y con la idea exclusiva de obtener su voto, amén de utilizar como arma de defensa la controversia verbal, el culparse unos a otros y no asumir que todos forman –formamos- parte del despropósito vivido y, por tanto, obligados a solventarlo sin mirarse tanto al ombligo propio. Parecen creer que los españolitos de a pie somos de ideología convencional de izquierda o de derecha, y desde ese prisma seguir a pies juntillas la bandera que afloren unos y otros, cuando la realidad es que en lo que se cree es en los valores que tienen las personas que gobiernan: su honestidad, trabajo, transparencia. Quienes pretendan desenterrar las armas históricas de la confrontación política lo único que consiguen es que terceros, con la imagen del gatito manso de Shreck, se aprovechen del sistema para introducir mayores elementos de distorsión. Y, lo más importante, olvidando que en un estado democrático todos -sí todos- los protagonistas de la película, están “condenados” a entenderse; y si no lo hacen o consiguen, por favor dejen la política y dedíquense a otra cosa pues su campo de persuasión e imposición está agotado. No nos hagan sufrir más. Porque, como dice Eduardo Punset, la crisis es demasiado intensa y su persistencia demasiado prolongada como para que tengamos que cuestionar muchos de los postulados básicos que han conformado los comportamiento de empresarios, trabajadores y políticos durante los últimos años. Maduremos al respecto.