Las universidades ya no son administraciones públicas

              Aunque el titular haya propiciado el sobresalto de quien pueda leerlo, por aquello de no entender qué clase de fenómeno jurídico se ha producido sin darnos cuenta y que, en un ligero y apresurado pensamiento nos hiciera entender que el ámbito universitario se transmuta de lo público a lo privado, lo cierto es que la contundencia de la afirmación no es por apreciar que se haya producido en su extensión literal este último desenlace, sino sencillamente por el hecho cierto y real que se ha concluido en la reciente legislación que ha aflorado, junto con un arsenal sustancioso y abundante que ha dado por finalizado el último período gubernativo del PP, y que merece su análisis para extraer precisamente cuáles son sus consecuencias.

              En efecto, con toda seguridad diría que si preguntara a cualquier ciudadano sobre la configuración jurídica que tienen las universidades, en su gran mayoría respondería que las sostenidas por el Estado y Comunidades Autónomas se integran en el amplio concepto de Administraciones públicas, y aquellas entidades universidades que se mueven en lo privado tendrían una naturaleza diferenciada. Y de ahí, pulularía en nuestra mente la diferencia entre lo público y lo privado.

            Más ocurre que el tema no es tan simple. La autonomía universitaria recogida en la Constitución Española de 1978, hacía que la legislación nacida a su amparo tuviera una dificultad añadida de configurar a las Universidades (primero la Ley de Reforma Universitaria de 1983 y luego la Ley Orgánica de Universidades de 2001, con sus oportunas modificaciones), para mantener silencio al respecto y dejar en manos de la jurisprudencia la que tuviera que entrar en detalle. Así, con artificiosa y un tanto enrevesada fundamentación jurídica, los pronunciamientos judiciales recaídos venían a entenderlas como “Administraciones independientes” (“que hace de la nota de la autonomía el eje de su régimen jurídico” decía una sentencia del Tribunal Supremo de 1988), o “Entidades de Derecho público” («vinculadas a la Administración General del Estado o a la Administración de las Comunidades Autónomas, según los casos”, incidía otra del año 2003), pero en todo caso incardinadas en el amplio espectro de las Administraciones públicas, como claramente deduce el Tribunal Constitucional en una más reciente sentencia de 2012 (“sin perjuicio de la especificidad de su régimen jurídico, se configuran en el marco de las Administraciones públicas”).

            Sin embargo, ahora, las siamesas leyes 39/2015 y 40/2015, como le gusta llamarlas al admirado magistrado José Ramón Chaves por tratarse de legislación nacida en la misma fecha de 1 de octubre del pasado año, que distinguía la regulación del Procedimiento Administración Común de las Administraciones Públicas y el Régimen Jurídico del Sector Público, introducen en identidad de dicción literal una novedosa naturaleza jurídica de las universidades aunque, para colmo y desconcierto de operadores jurídicos y no jurídicos, no explicite más que eso dado que ya se preocupa el texto legal de decir que le resulta aplicable el bloque de legalidad administrativa. Algo así como que, por mucho que no formes parte de la Administración pública, no te vas a librar de seguir la legislación que resulta aplicable a esta, sin que en ningún caso llegues a pensar que te conviertes en privado para huir del derecho administrativo.

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            Pues sí, tanto uno como otro texto legal, al entrar de lleno para definir el ámbito subjetivo de aplicación, distinguen entre un apartado que concierne a las “Administraciones públicas”, y otro distinto a las “Universidades públicas”, para convenir que estas últimas se integran dentro del concebido como “Sector público institucional” plenamente distinguido de organismos públicos y entidades de derecho público vinculados o dependientes de las Administraciones públicas. Ello supone, por lo demás, y como único elemento válido a nuestro propósito de extraer consecuencias, que tengan una normativa específica que se convierte en pilar básico para su regulación y actuación, y “supletoriamente” por las previsiones de estas leyes. El cisco está montado pues a ver quién tiene agallas para aclarar la aplicación que pueda darse en tanto que podría claramente entenderse que la autonomía conferida a “cada Universidad” le puede llevar a establecer normativa específica que regule el procedimiento administrativo que deba seguir u otros aspectos que atañen a su régimen jurídico. Obviamente, en ningún caso extensible a otras materias reguladas en otros marcos legales (v.gr. Contratos del Sector Público o Estatuto Básico del Empleado Público), en los que no hay marcada su supletoriedad. Es más, para esta otra legislación, la concepción de la Universidad no difiere de cualquier otra Administración pública y, de hecho, las integra en el mismo conglomerado de entidades que la delimita.

             En definitiva, la etiqueta que se atribuye a las universidades públicas es la de aparecer calificadas como entidades pertenecientes al “Sector público institucional”, sin mayores precisiones que las que podamos extraer del contexto en que se mueve la regulación de las universidades y la interpretación sugerida por la jurisprudencia. Y esto no es otra cosa que, prohibiendo llamarlas Administraciones públicas, que podría ser calificado como pecado convirtiendo al interlocutor en un desconocedor del mundo del Derecho, serán entes que gozan de personalidad jurídica que se integran en el susodicho sector (por tanto, públicos), e independientes (por la autonomía que tienen constitucionalmente atribuida, y porque estas leyes ahora las distinguen de otros órganos públicos que pudieran estar vinculados o depender de otras Administraciones públicas).

             El porqué de este cambio de configuración jurídica es difícil convenirlo pues nada hay en las disposiciones que permita extraer una mayor información. Y la doctrina científica, esto es, ese mundanal conjunto de profesionales del mundo del Derecho que se encuentra siempre presto a debatir y dilucidar todo lo novedoso que se presente a su alcance, hace elucubraciones de todo tipo para entender un espíritu del legislador que sabe Dios cuál sería cuando tan siquiera ha querido aclararlo en la exposición de motivos que siempre constituye la fuente más saludable para entender lo que se regula normativamente.

            No seré yo el que me atribuya la verdad completa en el vaticinio que haga, pero tampoco me resisto a hacerlo pues por mucho que se busquen entramados complejos, creo sinceramente que la cuestión es más simple.

            Desaparecer del espectro de Administraciones públicas implica, desde mi punto de vista, que se entienda que la autonomía universitaria conferida por el Texto Constitucional tiene mayor calado de lo que a priori pudiera pensarse. Pero no para darle una potestad a las universidades públicas para que puedan actuar en el mundo del Derecho como si fueran entidades privadas. Aun cuando pudiera pensarse en esto, es claro que en ningún momento la Constitución Española ni los textos legales quieren excluir a las universidades públicas del sector público y su regulación. Lo que ocurre que esta autonomía debe ser entendida en el sentido propio de lo que es y no de lo que muchos han entendido erróneamente; la autonomía universitaria lo es para disponer de libertad de cátedra, de estudio, de investigación, de transmisión del conocimiento, para convertirla en entidades competitivas en lo científico, técnico o artístico, y eso exige independencia del interés político. Esta es la esencia de lo que, a mi entender, se pretende cuando se elimina de esa influencia que venían haciendo las legislaciones estatales y autonómicas identificando a las universidades con los organismos públicos vinculados o dependientes de ellos. Desaparece, en consecuencia, esta coletilla jurídica tan incisiva como peligrosa para hacer a la entidad un brazo sumiso de otras Administraciones públicas.

           Como dice un buen amigo y jurista de los que merece la pena escuchar para aprender, Juan Manuel del Valle, “La Universidad, la pública, no debe ser administración y debe seguir siendo servicio público, que es cosa distinta» (Expansión, 8 de enero de 2016). Ahí queda.

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           Lo que no me atrevo a predecir es qué consecuencias negativas puede deparar esta novedosa calificación jurídica de las universidades, por aquello que también pueden estar prestos a sacudir lo suyo quienes tienen que reconocer exenciones tributarias o reconocimientos de subvenciones públicas, por citar algunos ejemplos, dado que la legislación aplicable en cada caso aluda exclusivamente a Administraciones públicas, sin precisar su extensión a otros entes públicos. Mejor no pensarlo ahora; el tiempo lo irá diciendo y aclarando.

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