A propósito del caso «Rita Maestre»

           En los últimos días se nos ha refrescado la memoria de los hechos ocurridos en marzo de 2011 en la capilla de la Universidad Complutense de Madrid, cuando un grupo de personas pertenecientes a la asociación universitaria Contrapoder irrumpieron en la misma coreando cánticos como “vamos a quemar la Conferencia Episcopal”, “el Papa no nos deja comernos las almejas”, “menos rosarios y más bolas chinas”, “contra el Vaticano poder clitoriano”, “andaréis como en el 36”, y “sacad vuestros rosarios de nuestros ovarios”, amén de llegar a «enseñar el torso» como finamente reconoce la protagonista principal de esta película. Y aunque no soy amigo de hacer protagonistas a quiénes no deben serlo, sobre todo para que nadie se sienta mártir y recoja las escurrajas de los que van en contra de todo sistema establecido, me interesa el tema de fondo, partiendo por compartir la actuación del Arzobispo de Madrid al entonar el “ego te absolvo” sin atribuir a la ahora Concejal y Portavoz del Ayuntamiento de la capital de España más protagonismo que la de considerar una chiquillería de jóvenes universitarias que algún día se reirán de sus proezas universitarias y valentía contra el sistema, quedando patente ante todo el mundo el nivel de educación y respeto que tienen hacia los demás.

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         Pero si me quiero ocupar del tema es para deducir la incidencia que hechos como estos tienen en la libertad y democracia española, esto es, qué visión y conclusiones podemos sacar los ciudadanos de este mundo de bullicio permanente, que nos ha tocado vivir en la España que avanza con múltiples obstáculos y a cuyos nacionales le gusta mirar atrás para intentar ganar ahora viejas batallas que ni nos van ni nos viene a quienes nacimos y vivimos en esos espacios de paz que nos dejan los continuos ajetreos de personas desinquietas y, por qué no decirlo, también llenas de rencor y deseosas de hacer la vida un tanto imposible.

         Y, dicho esto, y mirada esta perspectiva social, también me interesa conocer cómo anda nuestro Ordenamiento jurídico para proteger a lo que se concibe como libertad religiosa, y hasta qué punto abarca y comprende el derecho y su relación con el otro que pudiera entrar en conflicto, cual es la libertad de expresión. Más que nada para ver qué lógica jurídica puede llevar a sentar a una persona en el banquillo y si el panorama legal merece replantearse intervenciones futuras. O si el mundo ha llegado a avanzar más de lo que yo pienso y hoy nos encontramos en una permanente libertad de tipo anárquico y no democrático.

         Vayamos, pues, al meollo de las cuestiones planteadas. Por lo pronto, traigo a colación unas brillantes palabras de un humanista, Ángel Gabilondo, al que tuve ocasión de escuchar antes de introducirse públicamente en la política y siendo por aquellos entonces presidente de la Conferencia de Rectores de las universidades españolas, a propósito de lo que es y representa la democracia. Decía el admirado profesor que tras años de dictadura es del todo normal que los ciudadanos vayan con la urna por delante para dilucidar todo lo que se presente alrededor, de modo que tomar decisiones en asamblea era un síntoma claro de que se alejaba el fantasma de la imposición para dar paso a la postura que mayoritariamente se adoptara. Pero ocurre que cuando los ciudadanos ya llegan a consolidar en su convivencia el estado democrático en el que viven, y se integra en las venas el sentir ajeno a lo dictatorial, es momento de restringir este desmesurado desgaste electoral, sin que se tenga que estar permanentemente consultando los pasos que da, al mostrarse la debida confianza en el uso que se pueda hacer de este poder “democráticamente concedido”. Cierto, y así puede advertirse en los países con mayor raigambre democrática, en los que ningún ciudadano pide que cada paso que quiera dar el gobernante tenga que estar pidiendo opinión, pues para eso colocamos una máquina que convierta las decisiones en resultados numéricos. Eso sí, la instauración de un sistema democrático exige también mecanismos para actuar frente al que lo hace torticeramente y saliéndose de las reglas de juego. La confianza no está reñida con el control.

         Hago esta alusión porque cuando veo a personas que para nada respetan al que tienen al lado, e incluso se permiten el lujo de insultarlos abiertamente y de forma gratuita, simplemente por no pensar igual que ellos, lo que hacen es atacar abiertamente a la democracia. No tienen tan arraigado en sus venas el sentir democrático como para considerarlos demócratas. El yugo dictatorial se invierte y los que tanto se quejaban de lo mal que se estaba son los que ahora buscan algo parecido, eso sí, estando ellos al frente como gobernantes. Y, además, utilizando a las masas, para convertir a las manipuladas asambleas en la voz y referente de un pueblo entero. El hecho de impedir a alguien que se encuentre en paz y en su mundo, como el que escupe a un indigente, lo único que supone es un ataque al ser humano para ridiculizarlo y convertirlo en un vasallo y, por ende, haciendo tambalear el mundo de libertad y respeto que desea toda persona que haya superado la prueba de demócrata.

         Por esto mismo, no opino en este caso desde el prisma de divisar a unos chavales que se pasan y dicen cosas que no debieran, pues todos hemos sido jóvenes y recordaremos cosas que, sin llegar a este extremo, hoy nos da vergüenza hasta recordarlas. Ser joven no es sinónimo de absoluta irresponsabilidad y de disponer de la educación y respeto que merecen los demás. Con mayor o menor «pavera», hay cosas que están en las entrañas de la educación recibida. Es por ello que si opino lo es desde la consideración de la falta de respeto social y a la democracia que se produce cuando alguien, sin utilizar los mecanismos legales existentes, se permite el lujo de humillar e irrumpir todo lo que encuentra a su paso. Y, lo que todavía es un insulto más flagrante, que esta actuación sea respaldada y apoyada abiertamente por los que son ya más adultos y que intentan sacar provecho político a todo lo que se mueve. ¿Hasta cuándo vamos a llegar para que estos titiriteros de la política dejen de hacer malabarismo y, de una vez por todas, atiendan a la defensa de un verdadero estado social y democrático de derecho? Pongo por tanto en cuestión que la falta de respeto y de educación sea la consecuencia de la libertad de expresión, pues esta es, ante todo, una digna faceta del ser humano para decir abiertamente lo que piensa, sin que por ello deba acogerse para imponer y erradicar a todo lo que sea diferente a nosotros. Mirarse el ombligo es, a veces, contraproducente.

       La faceta legal es oportuno examinarla, y todo pulula en torno al artículo 524 del Código Penal, que tipifica los actos de profanación ejecutados en el templo o lugar destinado al culto así como en ceremonias religiosas; y, el segundo, y subsidiario, el artículo 525, que sanciona a aquellos que, para ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesan o practican. Ambos delitos se integran en la categoría de delitos de ofensa de los sentimientos religiosos que, a día de hoy, todavía siguen vigentes en nuestro Código Penal.

Law concept

Quiero decir con ello que, aun cuando la jurisprudencia e interpretación de los jueces y magistrados es relevante para deducir consecuencias jurídicas, como ocurrirá en el caso que ahora se enjuicia, lo cierto y verdad es que, sabiendo simplemente leer, podemos ya deducir algo. Véase, al respecto, que se utiliza la palabra “escarnio”, definida por la Real Academia Española como la “burla tenaz que se hace con el propósito de afrentar”; y «profanar», que implica «tratar algo sagrado sin el debido respeto«. Con todo, el bien protegido tanto en uno como en otro caso son los “sentimientos religiosos”, esto es, las creencias religiosas, no la religión en sí.

        Y lo que debe destacarse es que, desde que se rompe el binomio Iglesia-Estado, y el confesionalismo estatal se hace incompatible con el reconocimiento de principios constitucionales como el de igualdad o laicidad del Estado, han desaparecido de los Códigos Penales, y en el nuestro también, la blasfemia como insulto a la religión, a su corpus doctrinal o a sus dogmas. En nuestro caso, el artículo 525 del Código Penal no protege los dogmas religiosos o las confesiones religiosas, sino que el bien jurídico tutelado son los sentimientos religiosos de los individuos; supone que deba existir un “animus injuriandi” (ánimo de ofender) para que entremos de lleno en la aplicabilidad del precepto, y que como resulta comprensible, es difícil de deducir. Puede advertirse, con ello, cómo la defensa que hace la interesada en el caso que nos ocupa está claramente dirigida a que no quede probada culpabilidad (intencionalidad) alguna ni ese ánimo de ofender, que desde el principio dice abiertamente que no ha existido. De esta forma afirma en la vista que «su intención no era ofender el sentimiento religioso de los asistentes, sino protestar por la presencia de la capilla en una universidad pública». Además de negar que hubiera gritado o leído ningún manifiesto. El otro acusado, Héctor Meleiro, también ha asegurado que no existió una intención de ofender los sentimientos religiosos de los presentes, y ha afirmado que Rita Maestre no participó en la lectura del manifiesto dentro de la capilla con un megáfono. Estos elementos son, sin duda, los que resultan claves en la prueba para deducir consecuencias jurídicas de índole penal.

        Desde 2006 el Consejo de Europa viene reiterando que ni el insulto religioso ni la blasfemia deberían establecerse como delito en los Estados europeos, siempre que no concurra el elemento de la incitación al odio; y que la libertad de expresión no debe ser restringida para proteger las sensibilidades de algunos grupos religiosos. Si nos fijamos, nuestra Constitución Española no protege el fenómeno religioso en sí mismo considerado, sino el ejercicio de la libertad religiosa de las personas en tanto que derecho fundamental.

       Ello supone que la tutela penal de la libertad religiosa vaya encaminada a la tutela frente a la coacción, ya sea para declarar o no declarar las propias creencias, o para participar o no en determinados actos de carácter religioso. Pero de ella no puede extraerse, aunque resulte difícil entenderlo, la existencia de un derecho de inmunidad de nuestras creencias religiosas frente al ataque, la crítica, la burla o el cuestionamiento de los demás.

           En definitiva, conjugando lo legal con lo social, es evidente que en unas sociedades como las del siglo XXI, se debería deducir que el conflicto entre libertad de expresión y de religión están resueltas por el devenir de las propias libertades y la ética de los ciudadanos, lo que presupone que los tipos penales de antaño que castigaban la blasfemia o el insulto religioso pertenecían a una época ya superada, incompatible con una sociedad pluralista y cuya ética pública no se subyuga a la moralidad religiosa, pero lo cierto es que hoy nos encontramos con un marco legal en el que las expresiones ofensivas para la religión, incluso las que sean gratuitas, sólo pueden restringirse o sancionarse en casos extremos, como cuando el lenguaje ofensivo puede traducirse de hecho, por las circunstancias y el contexto, en una limitación al derecho de libertad religiosa de las personas, como podría ocurrir cuando se producen situaciones de discriminación o impidiendo que algunos ciudadanos practiquen libremente su religión. Este hecho es, por tanto, otro elemento de relevancia en la prueba que se practique en el caso que nos ocupa.

         Con todo, hemos de concluir que si bien es cierto que las libertades que constituyen clave de un sistema democrático sólo pueden ser restringidas en casos de estricta necesidad, en tanto que la censura no es amiga de la democracia, el comportamiento humano no tiene por qué encontrar una identificación entre legalidad y legitimidad moral. Hay expresiones que el derecho permite, pero que no por ello deben seguir el mismo juicio por parte de la sociedad, obligada a una conducta que posibilite que todos vivamos bajo el mismo paraguas. La educación y el respeto se maman y no se imponen por leyes, aunque estas establezcan mecanismos de protección. Y, en todo caso, constituyen la base para convivir socialmente. Algo que deberían aprender los que tanto preconizan la defensa de políticas sociales.

 

 

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