En las visitas que venía realizando a Museos y Galerías o Salas de Arte tenía claro que existía una prohibición generalizada de realizar fotografías, y que desde mi cauta inocencia lo vinculaba al daño que pudieran sufrir las obras de arte con el permanente uso del flash y al incordio que pudiera suponer para los restantes visitantes, deseosos de permanecer concentrados ante esos asombrosos resultados artísticos salidos de manos privilegiadas.
Ocurre que, con el devenir del tiempo, la prohibición se ve alterada. Todo ello en un momento donde cada uno de nosotros tiene en sus manos un potencial tecnológico que permite no solo fotografiar las obras con una calidad superior a la que se pudieran hacer años atrás, sino incluso editar, enmarcar y, si quieres, alterar el resultado, todo lo cual encaja en una posibilidad personal y no comercial. Las redes sociales dan buena muestra de ello. Se cambia la perspectiva y, mientras no se use el flash, es permitido el uso en cada vez más de los emblemáticos museos. En mis recientes visitas a algunos de ellos he disfrutado cuanto pude con los recuerdos que me parecieron oportunos obtener. Ninguna cortapisa salvo la aludida al flash.
Ocurre que, en no todos los sitios pasa lo mismo, y la prohibición se mantiene a rajatabla en otros, como en el Museo del Prado. Intentar una foto camuflada, con el móvil y sin flash, es práctica corriente por aquello de saborear puntualmente el dulzor de lo prohibido, aun cuando no paran los sobresaltos ante una voz penetrante que grita ¡no fotos! Y llegados a esta división de criterios es donde se me presentan los interrogantes.
Una, sobre el motivo que lleve a esta disparidad de criterios y ese empecinamiento en impedir sacar un recuerdo que no hace daño alguno. Cierto que a veces estamos un poco pasados de tuerca y se hacen fotografías hasta las moscas del museo, pero claro está, por unos “japoneses” que tengamos en el grupo no deberían pagar el resto de humanos. Creo, sinceramente, que obtener un recuerdo y poderlo ver on otras personas genera una proyección de la cultura del arte que permite comentar la grandiosidad del resultado y no para otros fines con ánimo de lucro.
Otra, por qué en un mismo museo unas salas permiten la fotografía y otras no. Aquí se me hacía más difícil entenderlo, hasta que claramente aparece la cuestión vinculada a los derechos de autor, de modo que las exposiciones temporales encontraban el impedimento porque, me imagino, sería aplicación del contrato suscrito.
En fin, por qué en un mismo museo o galería unos visitantes pueden hacer las fotografías y otros no. También aquí había que averiguar el motivo y lo encuentro: hay pago previo para que se permita por aquello de que así estaba establecido por quien tuviera los derechos de autor.
Una situación en particular me llamó la atención cuando analizaba estas situaciones. Es el caso de la Capilla Sixtina. En el año 1979 se planteó la restauración de los frescos por aquello de que se estaba advirtiendo una tonalidad oscura en el techo que no se correspondía con la originalidad de los colores utilizados por Miguel Ángel. Era debido a la suciedad y, como tal había que limpiarlo para que volviera a adquirir su luminosidad. El plan diseñado por el Vaticano suponía una fuerte inversión económica que la brindó la cadena televisiva japonesa Nippon TV, que ofreció cuatro millones de dólares para la restauración, que tardó un total de 20 años en finalizarse. Pero la contraprestación era disponer de los derechos en exclusiva de las fotografías y las grabaciones de la obra restaurada, de modo que quedaba prohibida a profesionales que utilizaran los frescos de la Capilla Sixtina con fines comerciales.
El caso es que distinguir entre aficionados y profesionales de la fotografía y de los medios audiovisuales se antojaba ciertamente dificultoso, de modo que se optó por una prohibición total, quedando restringido a los documentos oficiales que se ponen a la venta. La visita a la Capilla resulta un tanto siniestra. Contribuye a esta sensación el casi de continuo grito de ¡no fotos! retumbando en la sala enmudecida por la grandiosidad de la obra y por verse asediado por miradas siniestras de vigilantes con poderes inquisitorios.
La exclusividad se contempló durante tres años tras la restauración de cada elemento, de modo que desde ese instante se mantenía esa prohibición general para facilitar la venta de las imágenes en uso exclusivo por el Vaticano. Esto supuso que se sentara cátedra para otros museos del mundo que encontraron una nueva forma de financiarse a través de la vía privada; vendiendo los derechos de autor de artistas que estaban muertos desde hacía siglos y, con ello, el inversor privado ganaba un porcentaje de la venta de merchandising dentro del museo y el permiso para explotar de forma comercial la obra.
En definitiva, creo acertado el aperturismo emprendido por muchos museos pues ninguna obra se daña con una instantánea realizada sin flash, y hoy en día la prohibición no tiene más sentido que impedir que se haga un uso comercial, y por ello mismo estoy con la reflexión que hace Art News, que ve positivo que el arte se haga más “social”, en el claro entendimiento que el uso de estos recuerdos fotográficos o visuales no son de índole comercial y así debería advertirse en los anuncios públicos.