El año que ha concluido nos ha deparado, entre otros acontecimientos culturales relevantes, los que han concernido para conmemorar el IV Centenario del fallecimiento de Miguel de Cervantes Saavedra. Muchas han sido las exposiciones, conferencias, reconocimientos públicos y efemérides de todo tipo las que se han producido en torno a la enigmática figura de Cervantes, tan brillante en su posterioridad como efímera en su momento, por aquello de que, en esta tierra, parece que tiene uno que morir y pasar sus correspondientes años para que tenga un cabal ensalzamiento, si fuera menester por el legado que se deje.
En las lecturas que sobre este acontecimiento he podido realizar en este año, y en todo el arsenal expositivo que se ha producido, no ha sido hasta una reciente publicación donde se asomó en mí la curiosidad más patente. Y es que, siempre que alguien merece elevarse a las alturas, han proliferado imágenes y estatuas que permitían visionar al homenajeado. Pero a propósito de Cervantes, a lo sumo, aparece por todos lados un retrato que se atribuye a Juan de Jáuregui [poeta, erudito, pintor y teórico literario español del Siglo de Oro (1583-1641)], en el que la imagen del retratado aparece con su gran gola o gorguera, y que se encuentra en el salón de actos de la Real Academia de la Lengua, desde que fuera donado a la misma en 1911. Otros han sido atribuidos a Velázquez, que se dice era una copia de un original pintado por Francisco Pacheco, el maestro y después suegro del pintor de Las Meninas, pero ninguno de ellos goza de la autenticidad necesaria como para considerar que exista una pintura, retrato plástico o escultura que refleje la imagen fiel del ilustre literato.
Cierto es que en todos los retratos existentes se advierte en conjunto una idea de tipo, una visión bastante unitaria de los rasgos que pudieran caracterizarlo, y que es fruto de la descripción que el mismo Cervantes hiciera de sí mismo en su obra, especialmente en el Prólogo a las Novelas Ejemplares.
«Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria».
Esta ausencia de una imagen plasmada directamente es lo que permite afirmar que Cervantes no fue profeta en su tiempo. En su época, el más reclamado era Guzmán de Alfarache, y el preferido en foros y cortes era Lope de Vega, cuya efigie, como la de Mateo Alemán, sí figuraban en la portada de sus libros. En el caso que nos ocupa, puede advertirse que en ninguna de las ediciones del Quijote que empezaron a proliferar en su momento, figuraba la imagen del autor. La clara manifestación de esta falta de reconocimiento lo era al mismo tiempo que la obra, que florecía como mera lectura de entretenimiento, humorística, con el fin de ridiculizar el género de la caballería andante.
Su primer reconocimiento serio se produjo en Inglaterra, detectando la genialidad de la obra. Y fue William Kent, un inglés que nunca había viajado a España, el que en 1738 inventara la primera efigie de Cervantes para la primera edición de lujo que se hacía del Quijote, en cuatro tomos de exquisita tipografía, en castellano, con setenta magníficas estampas. Obra que florecía con el mecenazgo de Lord Coteret, que estaba empeñado en rescatar la figura de Cervantes, al que consideraba “magnífico escritor”, “que ha dado al mundo una obra genial que goza ya de estimación universal”.
Así pues, y como se reconoce por algún estudioso de la obra cervantina, se tardó más de cien años para que Cervantes saliera del vulgar club cómico de la caballería andante para adentrarse en la grandiosa sátira moral que subyace en el libro. Y muchos más años se tardó en advertir por todos que estábamos ante una enciclopedia universal y un trasunto de toda la humanidad.
Por la misma, ninguna escultura que florezca en los recónditos lugares del mundo muestran una imagen fielmente captado del rostro natural de Cervantes. Las que puedan advertirse son, como sumo, meras facciones sacadas de la descriptiva imagen que el mismo autor reflejó en su inmortal obra.
Parece consecuente que, ante este descrédito moral que se hiciera durante tanto tiempo, podamos -y debamos- dedicarle cuantos más homenajes y reconocimientos sean posibles, por aquello que a las generaciones actuales y a las nuevas va a corresponder que se intente reparar lo que ya no admite retroceso.
«Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades«
(La gitanilla, 1613).