Y domingo…

           Hasta hace bien poco me producía una enorme congoja cuando llegaba ese fatídico día del domingo. No lo digo precisamente por lo beneficioso que supone el consagrado descanso que este día representa casi para la generalidad de los trabajadores, que se agradece sobremanera por aquello de “cargar las pilas” de cara a una nueva semana laboral, con el consiguiente ajetreo cotidiano que te hace mantener la tensión y que, a la postre, llega a agotarte cuando culmina el ciclo que parece medido con suma precisión para la resistencia humana.

            El desánimo lo era porque las ciudades se quedan mudas y parecen desiertos. Todo el estrafalario panorama comercial desaparece y, con él, la gente que se mueve en ese escenario de un lugar a otro con estridente ajetreo. Las personas que en este día se atreven a caminar por las calles parecen zombis sacados de escena. El sonido baja a extremos inusitados y ese bullicio de voces que el español gusta dar para mantener una conversación o para hacerse oír por encima de sus competidores dialécticos, desaparece casi por completo, con esporádicas apariciones de transeúntes o vehículos que circulan con inmunidad. Con este panorama, mi ánimo caía casi al borde de lo depresivo, deseando que el tiempo avanzara con la rapidez necesaria para que volviera lo que a mi modo de entender las cosas -y la vida-, era la normalidad.

             Sin duda, mi pasión por el ajetreo y el barullo acompasaba la actividad que irradiaba la edad juvenil, y que ahora, con la experiencia que dan los años, considero que era síntoma de la equivocada concepción que tenía de lo que realmente ayuda a la progresión de la persona humana. Sí, me refiero al silencio, ese “árbol” del que un sabio proverbio árabe viene a decir que «cuelga el fruto de la seguridad«. He aprendido a valorar tanto este momento que ahora busco con cierta pasión ese día que me permita recuperar mi propio mundo, el de la reflexión, el de pararse a mirar lo que te rodea, el de advertir si te desvías del camino, para con ello poder madurar ralentizando el devenir de los acontecimientos. Porque el silencio necesita del tiempo, como obligada condición operativa.

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             Y para esta reflexión y maduración nada más apropiado que el sosiego del caminar por una ciudad exenta de ruido. Para pulular en profundidad, con la calma necesaria, esos problemas que parecen irresolubles cuando se mezclan con el estrés de las emociones que envuelve el follón diario. Para poner en orden el armario interior. Bajo el ritmo pausado de un tiempo que fluye con la justeza del movimiento del minutero. Como el crecimiento de una planta. Goethe gustaba de admirar las plantas en el alféizar de la ventana, “a la tranquila espera de su futuro”.

            Sí, hoy saboreo y admiro el domingo, como tantos otros paisanos que aprovechan para hacer deporte en sus variadas fórmulas que estén necesitadas de la ausencia de bullicio, para disfrutar de un paseo familiar con hijos alejados de peligro, para sentarse en un céntrico lugar que te haga saborear un delicioso café, refresco, o simplemente convertirte en espectador de nada cierto. Para sentir el aire en la cara y los únicos pasos que vayas dando tú mismo. Para olvidar la atronadora y chirriante llamada de quienes no dejan de martillear el cerebro ajeno para reconducirlos a sus rediles e infundirte la toxicidad que transmiten. Para saborear la paz y alejar el recuerdo de quienes gustan de romperla. Simplemente para vivir.

            Una vieja canción de Simón y Garfunkel, nos brindaba estas hermosas palabras: “…Y en la luz desnuda vi diez mil personas, quizás más gente hablando sin conversar, gente oyendo sin escuchar, gente escribiendo canciones que las voces jamás compartirán…Y nadie osó molestar a los sonidos del silencio”.

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           Advierto con todo ello que el silencio es algo que tardamos en valorar, y cuando llegamos a hacerlo emerge algo en ti que te hace crecer como persona. No lo digo para que se pueda confundir este instante, de feliz dedicación a uno mismo, con la consideración del aislamiento. También el silencio se comparte, pues estar exento de sonidos no impide la comprensión y el respeto, la mirada cómplice, la ruptura de la distancia.

          El fastuoso edificio que comprende el silencio invita a recorrer sus angostos pasillos, desgranar sus múltiples significados. Transitar por este laberinto ayuda a fortalecer los cimientos, para que la palabrería que fluya tras la meditación no quede vacía de contenido. Para que sean tan reales como la propia persona. Entretanto, intenta oír el mensaje que te dan los sonidos del silencio.

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