Llegado el momento que vivimos en nuestra querida España, de confusión y enfrentamiento por el empecinamiento de un gobierno autonómico de llevar a sus últimas consecuencias el independentismo que, por lo demás, se trata de un objetivo que nunca ha ocultado una parte del pueblo catalán, ocurre que muchos se echan las manos a la cabeza por ese tremendo pulso propiciado por los que se concibe como locos que han salido de la noche a la mañana a defender una posición tan radical como tramada en el tiempo, con sigilo y a escondidas del Estado español.
Perdonen que no sea tan iluso para compartir este posicionamiento pues, si algo está claro desde que se llegara al consenso de la Constitución de 1978 es que aquello no era más que un preludio necesario para que el tránsito de la dictadura a la democracia fuera posible. Todos los grupos políticos aceptaron, y el pueblo español lo ratificó, una Constitución que permitía iniciar el recorrido pero que escondía múltiples trampas no visibles en un primer instante pero que era cuestión de tiempo ir descubriéndolas con la efectividad práctica de su articulado. Primero el caramelo, unas posibilidades de crear comunidades autónomas, distinguiéndose entre las más avanzadas y otras que precisarían un recorrido temporal más largo, pero que, a la postre, conformaría una primera división territorial aunque se pudiera pensar que todas estas fragmentaciones serían respetuosas y obedientes a un único Estado español.
Ya lo dijo Goethe desde su clasicismo: “todo comienzo tiene su encanto”. Y lo ha tenido con ese bonito juguete que nos ha mantenido entretenidos un tiempo pero que ha llegado a engendrar un monstruo con múltiples cabezas, producto de una organización del sistema autonómico que hoy puede advertirse, mal que nos pese, como un auténtico fracaso. Porque, a la postre, ese cúmulo de transferencias de competencias por doquier lo que realmente ha generado es el conflicto nacional. Una convivencia caótica de normas estatales y autonómicas inmanejables, de instituciones multiplicadas, que han dejado al Estado desprotegido para poder asegurar la unidad política y económica de España. Son palabras éstas que acogen una creencia personal pero que son un calco de las más categóricas todavía que pronunciara el profesor MUÑOZ MACHADO, en un interesante trabajo que aconsejo a todos que lean: Informe sobre España. Repensar el Estado o destruirlo, ed. Crítica, Barcelona, 2012. Al releer esta obra cinco años después de que saliera a la luz no puede más que confirmarse el vaticinio. El profesor no se corta para convenir que “el Título VIII de la Constitución, que ha dado lugar a la organización del sistema autonómico, es un desastre sin paliativos, un complejo de normas muy defectuosas técnicamente, que se juntaron en dicho texto sin mediar ningún estudio previo ni una reflexión adecuada sobre las consecuencias de su aplicación”.
Con este encantador proyecto inicial se construía un edificio difícil de sostener en el futuro. Por facilitar ciertas singularidades de unos determinados territorios, se generalizó un marco normativo que hoy, cuando todas las Comunidades Autónomas han avanzado al máximo en su proyecto territorial, es llamativo que los preámbulos de todos y cada uno de los Estatutos de Autonomía aludan a su pasado histórico, como identidad que unida a la cultural, geográfica y social justifica el autogobierno. Hay justificación, por tanto, para considerar que todas las Comunidades Autónomas son iguales, sin mayores preferencias que las propiamente reconocidas en la Constitución para los territorios forales, cuya actualización general del régimen debe hacerse “en el marco de la Constitución y de los Estatutos de autonomía”. Fuera de ello, y con el nuevo panorama surgido por la Constitución, hasta en cuestiones lingüísticas se perfilan y atribuyen competencias todos los territorios españoles y no sólo las que tienen lenguas vernáculas propias. Tan curioso como sintomático del deseo generalizado de convenir que su territorio es autonómico por identidades históricas arraigadas.
Ocurre que este entramado se hacía para facilitar el desarrollo de autonomías como la catalana, si bien esta partía con el convencimiento de que el tiempo permitiría alcanzar algo más, restituyéndole de lo que se consideraba había sido arrebatado por la fuerza de la dictadura. No olvidemos ese instante en que la vuelta del Presidente en el exilio, el Muy Honorable Josep Tarradellas, asomaba al balcón principal del Palacio de la Generalitat de Barcelona hace ahora cuarenta años para pronunciar la famosa frase “Ja sóc aquí”, como una pacífica conquista de lo que había sido arrebatado y que produjo un emocionado griterío de la multitud que se agolpaba en la plaza para celebrarlo.
El avance ha venido produciéndose con la rapidez necesaria, entretenidos los ciudadanos en general con ese bonito regalo de las autonomías territoriales, restando importancia a algunas voces que, de vez en cuando, alzaban un poco la voz para decir que no olvidara España que, para mantener la unidad, debía existir una distinción clara y precisa de algunos territorios que debían progresar aún más para alcanzar sus objetivos finales. Tan es así que ya en 1998 los partidos nacionalistas catalanes, vascos y gallegos suscribieron tres acuerdos (julio en Barcelona, septiembre en Gasteiz y octubre en Santiago de Compostela) en los que ponían de manifiesto que la articulación del Estado español como un Estado plurinacional estaba por resolver.
El temporal se ha ido campeando como se ha podido, y buena prueba la constituye el zarpazo dado por el presidente José Luis Zapatero que, viendo cómo se enrarecía el ambiente, pronunciaría la famosa frase de «Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán», con lo que permitió un paso más en ese elemento distintivo que buscaba Cataluña, amparando un Estado que proclamaba sin paliativos en el preámbulo que “Cataluña es una nación”, amén de un cuestionado sistema de financiación autonómica. Pero el texto tuvo un controvertido recorte por parte del Tribunal Constitucional, en esa famosa sentencia de 28 de junio de 2010 dictada a raíz de un recurso interpuesto y mediatizado por el PP. Un tijiretazo que acabó sentando las bases para la radicalización de los nacionalistas que se sentían engañados por lo que consideraban un fallo del sistema y, a partir de aquí se desencadenaba una dinámica por parte de las principales fuerzas políticas catalanas nacionalistas auspiciando el derecho a decidir y de la consulta.
Puede decirse que el peligroso juego inicialmente propiciado por la conveniencia de consensuar un texto constitucional ha posibilitado que, tras ir dando pasos cortos y cumpliendo etapas, se pase la factura final, ahora con la radicalidad de quererse salir de un sistema que no les convence. Prueba más que evidente de que cuando se pretendía colar la configuración de Cataluña como nación no se estaba haciendo otra cosa que sentar las bases de una independencia efectiva. Sin conseguirlo siguiendo la senda del camino previsto, se plantea sin más demora el salto a la tremenda para la consecución del objetivo final. Emulando una de las famosas frases de Groucho Marx: «si no le gusta estos principios, tengo otros«.
Por todo ello, y cuando ya no hay vuelta atrás y los acontecimientos vislumbran un panorama desalentador para todos, no puedo sino decir que el final no es más que la cosecha extraída de lo sembrado inicialmente. Es preferible no ir con la venda puesta en los ojos y mucho menos creerse las milongas que quieran contarnos. Vamos por el camino labrado.
En este momento parece que las dos grandes fuerzas políticas españolas se unen para intentar repeler la afronta independentista, cuestión que merece el reconocimiento de todos pues ante ataques contra la integridad nacional no puede cuanto menos que pedir a los representantes que se entiendan para seguir posturas uniformes. Si se quiere defender la integridad española. Pero también en esto hay que mostrarse cauto. ¿Qué peaje tendremos que pagar de futuro con ese compromiso de abrir el melón de reforma de la Constitución? Bien parece que, con este panorama se antoja como harto complicado entrar en debates que debieran ser sosegados. Y no porque no sea conveniente y necesaria la adecuación del texto a las necesidades actuales. El temor es que el melón se abra para empezar hablando de nación de naciones y no saber, con exactitud, dónde se quiere llegar. Me temo que queremos dar una vuelta de tuerca a la división territorial o para auspiciar mayores distinciones. O lo que es lo mismo, sentar bases más pacíficas para llegar al mismo resultado. Solo así podrían entenderse ciertos silencios o confabulaciones que sabemos son un mero artificio que no va a perdurar.
Parece que nos queda bastante por conocer. Como en tantas cuestiones, el tiempo dirá.