Creo que no soy nada original cuando pienso que toda persona necesita de momentos propios para evadir las situaciones estresantes que el día a día te ofrece, y una escapada para pasear por las calles de la ciudad es como inyectarse las vitaminas que necesitas para seguir el trecho camino de lo ordinario. En mi caso, el casco antiguo de Badajoz (Extremadura, España), preso de recuerdos de mi niñez y adolescencia es algo que me da la fuerza moral necesaria. Para recordar lo bello de lo vivido, los acontecimientos que pudiera haber observado tras irse sucediendo los días, y a esos fugaces viandantes que vas viendo cómo se suceden para decorar lo que se mantiene o va cambiando a fin de adaptarse a los nuevos tiempos. Sucesión que te hace recapacitar lo suficiente como para darte cuenta que, al mismo tiempo que ves la progresión de la ciudad y el paulatino cambio de personajes, tú también vas experimentando los cambios de ese discurrir.
Muchos son los badajocenses que asiduidad te cruzas en el camino, para advertir que el capricho que permite la fogosidad de esta libertad de movimiento es igualmente compartido, y de ahí que para muchos sea igualmente un alivio mental y físico transitar una y otra vez por el Paseo de San Francisco, siempre presto a recibir a gente y acontecimientos populares, para subir por la calle del Obispo con el recuerdo permanente del que fuera Instituto Bárbara de Braganza que, en mi etapa de estudios de bachillerato era reservado exclusivamente a las chicas, y así alcanzar la plaza para nosotros conocida siempre como de San Juan, con el original edifico catedralicio que rezuma aires de fortaleza como para pensar que no podía ser de otra manera por el permanente estado bélico que la ciudad mantenía, pues no en vano estamos en uno de los límites de España con la vecina Portugal; para proseguir por la calle de San Juan con el recuerdo del bullicio que en su momento tuviera y los paseos mantenidos en los años de mocedad; transitar por la antiguamente conocida como calle Zapatería, con la mente puesta en esos tiempos donde la afluencia de gente -con sus idas y venidas- era considerable.
Y llegar a la Plaza Alta, con su altanera imagen presa de esos colores que la hacen única, y en la que se atisba una presuntuosa torre que sobresale para dejarse ver, conocida como de Espantaperros por el estruendo sonido que en su momento desprendía la campana que acogía y que ahora se advierte como una ausencia visual. ¡Qué tendrá este lugar que no deja de emocionarme cada vez que lo piso! Será, acaso, porque allí viví los tiempos de enorme felicidad, cuando aun sin estar tan bella como ahora, nos invadía de sentimiento. Allí se ubicaba el mercado de abastos con ese edificio metálico que, al igual que muchos ciudadanos quiso irse a una zona más moderna y hoy luce en el campus universitario, y que en su día mantenía la maraña propia de lo que significaba un lugar de compra de productos alimenticios de todo tipo, sin las grandes superficies que ahora surgen por doquier. Con esas murallas en parte cubiertas por acoger viviendas adosadas donde gente de bien luchaba para sacar adelante unas familias presas de tiempos difíciles. O también porque aquí descubrí la entrañable amistad de los que han perdurado en el tiempo. Y compartí momentos de brega fantasiosa acudiendo a la ahora conocida por todos como Alcazaba y que entonces lo era como castillo que permitía regocijarse a los jóvenes con las mil aventuras que se nos antojaban.
Pero desde tiempos recientes si hay un rincón que a veces busco para relajarme plenamente y reflexionar con la posibilidad que permite el silencio que envuelve el entorno, es dentro de la propia Alcazaba, en el concebido como Cerro de la Muela, en uno de esos bancos que miran a un horizonte lleno de riqueza natural y desde cuyo lugar alegrar el espíritu con el recorrido que permite las hermosas vistas que ofrece. Porque no en vano es el lugar apropiado para que, desde por la mañana cuando asoma el sol por las Vegas del Guadiana hasta la tarde, cuando se despide desde tierras portuguesas, pueda verse reflejado todo un espectáculo de color en el río Guadiana que transita a su paso por la ciudad. Con el sonido de fondo que brindan los pájaros que habitan o transitan por esa frondosa arboleda del montículo, se avista como primera perspectiva, con el río de por medio, sobre otro cerro el que fuera en su momento Fuerte de San Cristóbal, construido en el siglo XVII (1642), durante la Guerra de Restauración con Portugal, y que constituyó uno de los primeros elementos modernos del Sistema Abaluartado de defensa de la ciudad, que estaba sustituyendo a las murallas medievales. Desde el año 2014 se encuentra restaurado. Pero en mis recuerdos está la fortificación militar vigilada por los soldados que la guarnecían. Y en mi imaginación veo cómo tendría que ser esos intentos de asalto y de derribo de lo que era punto estratégico para llegar a la ciudad, con imágenes sobrecogedoras que desbordan los sentimientos.
En esta privilegiada posición no se puede dejar de lado el recuerdo al concebido por los badajocenses como “El Pico”, un tramo de tierra que se introduce por la medianía del río, entre el arroyo Rivillas y la desembocadura del río Gévora, esto es, entre ambas márgenes del Guadiana. Allí, en algún momento de los calurosos veranos, y cuando el río era concebido como una inmensa piscina natural, acudíamos a darnos un chapuzón, con el tránsito permanente de las barcas que salían repletas de personas desde el conocido como “embarcadero” en la margen izquierda. Otro recorrido conducía a esa playa que por entonces gestionaba la Sociedad de Amigos del Guadiana, y que igualmente pude disfrutar, en la privilegiada situación que ofrecía justo al frente de la zona de embarco, en la otra margen. Un río plagado de bañistas que disfrutábamos de la naturaleza hasta que el progreso ha hecho palidecer a esa limpias aguas de entonces. Ahora me puedo conformar con la belleza que supone ver reflejado el sol en el agua, con las distintas tonalidades que brinda el transcurso del día. Y con la alegría que me produce que las márgenes izquierda y derecha del río hayan sido totalmente recuperadas para uso y disfrute de los ciudadanos, en un paseo que recorren diariamente multitud de visitantes.
El lugar brinda también la oportunidad de ver los puentes que surcan las aguas del río, desde el más cercano y también más pequeño y moderno (1990) conocido como Puente de la Autonomía, para seguir con el más mediático y primerizo paso que se tenía sobre las aguas, el Puente de Palmas, que data del año 1460, por tanto ni romano ni árabe como muchos pudieran pensar, y que ha sufrido vicisitudes propias de su lucha con el río, a veces vencedor de la contienda hasta el punto de destruirlo en parte como consecuencia de las crecidas que experimentaban las aguas, la última acaecida en 1880, para ser reconstruido cuanto fuera necesario y denotar con ello la trascendencia que ha tenido para poder acercar las tierras españolas a las portuguesas. Más allá está el que siempre concebiremos como Puente Nuevo, aunque lo fuera así en su momento, en 1960, y ahora nominado Puente de la Universidad. Finalmente, unos grandiosos tirantes nos hace divisar el último de los puentes construidos, el Puente Real, convertido en un verdadero icono del progreso y modernidad de la ciudad (para los interesados, ver mi entrada anterior: Badajoz y sus puentes).
Más próxima están unas ruinas de las que en su momento fueran las Ermitas del Rosario (siglo XV) y de la Consolación (siglo XVI), junto a las puertas de carros y de Yelves de la Alcazaba. Esta última de las ermitas fue utilizada en el siglo XIX como cementerio local, entre cuyos restos que descansaron allí se encontraba el del capitán general Arco Agüero, en una tumba que fuera violentada en 1825. Un vallado precario da cuenta de lo que se precisa ya como una necesidad de restauración, y que también me ha permitido dar rienda a mis humildes dotes pintorescas, para dejar plasmado lo que ahora mismo rezuma en mi vista.
Con ese escenario es difícil no sucumbir al encanto, como hacen muchos ciudadanos que comparten este capricho, y dejar que la mente flote por donde quiera. Un lugar para sucumbir con el pensamiento y soñar despierto, aunque encuentres momentos donde cerrar los ojos puede ser también un momento de ver lo que tu interior ya ha guardado para siempre.
He ido paseando a medida que leía tu relato y si todo me produce cierta nostalgia, cuando he llegado de tu mano al Pico, me he visto allí con mi padre y mi hermana Alicia, siendo yo muy muy pequeña, cada tarde de agosto montados los tres en su Vespa lambreta BA 1100, mientras mi madre seguía con su costura en casa. Pero también he pensado que habremos coincidido en La Playa de la sociedad amigos del guadiana pues allí sí que ya nos acompañaba mi madre (era domingo y no cosía). Y como curiosidad para los menos veteranos te cuento que los 4 llegábamos allí en la Vespa. Qué tiempos! Gracias por recordármelos, amigo.
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Tantas vivencias que nos hace felices recordar, y también para que compartan esos momentos los que ahora quieran leer y pasear con nosotros. Gracias por tu comentario.
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