La etapa de crisis recientemente vivida en España, que no creo deba entenderse como desaparecida totalmente en su fuerte impacto, supuso en unos primeros instantes que el gobierno de la nación (no sé si el término ya es válido y pleno para todo el territorio español, pero sí comprensible para todos) adoptara medidas muy duras que tuvo su repercusión en la economía española y en los empleos y salarios de los trabajadores.
Las medidas tuvieron distinto alcance y una de ellas fue, precisamente, la reforma laboral de 2012 que cambió el artículo 52, apartado d) del Estatuto de los Trabajadores que permite a las empresas despedir a sus empleados por causas objetivas si habían faltado más de un 20% de su jornada laboral durante dos meses consecutivos siempre que el total de faltas de asistencia en los doce meses anteriores alcance el cinco por ciento de las jornadas hábiles. Además, las empresas pueden aplicar este artículo siempre que el total de ausencias sea el 25% en cuatro meses discontinuos en un período de doce meses. Un artículo que pretende frenar el absentismo laboral fijando unos umbrales por los que se puede despedir con una causa objetiva, con una indemnización de 20 días por año de trabajo.
Sólo quedarán excluidos de su cómputo los casos de huelga legal por el tiempo de duración de la misma, el ejercicio de actividades de representación legal de los trabajadores, accidente de trabajo, maternidad, riesgo durante el embarazo y la lactancia, enfermedades causadas por embrazo, parto o lactancia, paternidad, licencias y vaciones, enfermedad o accidente no laboral cuando la baja haya sido acordada por los servicios sanitarios oficiales y tenga una duración de más de veinte días consecutivos, o las motivadas por la situación física o psicológica derivada de violencia de género, acreditadas por los servicios sociales de atención o servicios de Salud, según proceda, o las ausencias que obedezcan a un tratamiento médico de cáncer o enfermedad grave. Despedir a un empleado por faltar al trabajo de manera reiterada es, por tanto, legal, aunque el absentismo esté justificado.
El Tribunal Constitucional avaló esta previsión legal, en sentencia de 16 de octubre de 2019, resolutoria de la cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Juzgado de lo Social núm. 26 de Barcelona, al rechazar que el artículo del Estatuto de los Trabajadores vulnerara el derecho de la integridad física, a la protección de la salud o el derecho al trabajo que consagra la Constitución. Una cuestión de inconstitucionalidad que fue planteada a raíz de que una empresa recogiese en la carta de despido de una trabajadora que se había ausentado nueve días hábiles de los cuarenta en dos meses continuos, lo que suponía que las ausencias alcanzaran el 22,50 por ciento de las jornadas hábiles comprendidas en dicho período de tiempo, superando en consecuencia el 20% establecido en dicho artículo para proceder al despido objetivo.
De este modo, el Pleno del Constitucional rechazaba por ocho votos frente a cuatro que haya ninguna vulneración de derechos fundamentales en este supuesto debido a que «la regulación contenida en el art. 52 d) de la Ley del Estatuto de los Trabajadores responde al objetivo legítimo de proteger la productividad de la empresa y la eficiencia en el trabajo, atendiendo a la singular onerosidad que las bajas intermitentes y de corta duración suponen para el empleador«.
El absentismo, según la sentencia, conlleva para «el empresario un perjuicio de sus intereses legítimos, por la menor eficiencia de la prestación laboral de los trabajadores que faltan a su puesto de trabajo de forma intermitente y con la periodicidad que el precepto legal cuestionado indica, dados los costes directos e indirectos que suponen para la empresa«.
La reacción ha sido evidente, y los sindicatos (alguno de los cuales habla incluso de un pronunciamiento que lleva a “criminalizar al enfermo”) identifican varias decenas de casos similares desde la sentencia del TC, entendiendo que abre una brecha de la que se están aprovechando las empresas para justificar despidos, coaccionando al gobierno para que reforme lo reformado y, en todo caso, no descartan acudir a la justicia europea, en esa panacea que parece existir cuando se proyectan acciones fuera de nuestras jurisdicciones internas, por la cada vez más acusada intención de quedar en entredicho a los tribunales de justicia españoles.
No seré yo quien trate de suplir la voluntad del legislador y de lo que supone aplicar la ley por los tribunales de justicia, en lo que debe ser una división de poderes palpable como intentar creer en el sistema en el que me veo inmerso. Pero sí me parece cuanto menos oportuno dar una opinión sobre el tema que, como puede advertirse, tiene un calado de relevancia.
Y es que cuando se habla desde la superficie de los acontecimientos, sin conocer las entrañas de los abusos y actuaciones que se producen de cotidiano, es fácil deducir que mal está una u otra decisión, perjudicial para el “desprotegido” trabajador que no puede ni ponerse enfermo o que estándolo debe verse compelido a acudir al centro de trabajo para salvar “sus garbanzos”, dicho sea el término con la graciable intención de acudir a los medios que tiene un humano para poder vivir en una sociedad por sí mismo agresiva.
Ocurre que, sin hacer un juicio paralelo a los casos que hayan determinado una decisión acorde con la ley para justificar el despido objetivo, no puede obviarse una realidad sobradamente conocida por todos aquellos que viven en compañía de otros trabajadores. La nada difícil manera de obtener una baja médica lleva a un abuso desmedido para los que actúan sin escrúpulo ni responsabilidad. Basta sentir el aliento del empresario o de las temporadas de acusado trabajo para acudir a esa depresiva vivencia que impide incorporarse al puesto de trabajo. Los médicos cada vez son más reacios a enfrentarse a un trabajador que con su cara desmejorada pide la baja para no actuar de otra manera. Eso de entrar en la mente ajena reviste una dificultad tan tremenda como para tan siquiera los psicólogos y psiquiatras puedan ser tajantes en sus diagnósticos. Mejor no complicarse la vida.
No es de extrañar por ello que el legislador pudiera en algún momento intentar proteger a esos empresarios que se ven desprotegidos por los abusos de unos trabajadores que carecen de escrúpulos para involucrarse en el loable deseo de producir en beneficio de todos.
Cierto es que, y ahí habría que encontrar las líneas rojas, tanto la legislación como los tribunales de justicia deberían ser lo suficientemente explícitos como para que la norma y su aplicación no fuera exclusivamente bajo la mera literalidad de cumplirse unos requisitos aritméticos, sin entrar en considerar el caso concreto de que se trate y las circunstancias concurrentes, no amparando los posibles subterfugios que pudieran utilizarse para “desprenderse” de los trabajadores que no se quieren. Aquí está lo verdaderamente complicado y aquí es donde deberían pedir todos, sí digo todos, que se proteja por igual a empresarios y trabajadores que laboran y deben ser dignos de protección.
Los defraudadores no pueden tener acogida en un sistema donde todos pagamos los devaneos de quienes abusando del sistema perjudican los intereses generales.
Por ello me parece oportuno que no deba generalizarse la opinión vertida por interesados en mantener un sistema donde unos trabajen y otros más vivan alegremente de los primeros. Proteger al trabajador supone que también se haga ante sus infortunios, pero me temo muy mucho que ni todos trabajan como debieran ni todos sufren problemas de salud de los que impiden mantener su actividad laboral.
Pero claro, cuando se vive en un desmedido intento de mantener una sociedad garante de lo social hasta extremos insaciables, lo más fácil es convenir un abierto deseo de vivir la vida con el máximo esplendor que da el ocio. Pero así es difícil sobrevivir y permitir que una sociedad avance. Todo en su justa medida, creo yo.