Un año más han pasado por las ciudades ese trío de Reyes que con su magia han propiciado la ilusión de tantas criaturas prestas a recibir los regalos que en mayor o menor medida han soñado. Pero me va a permitir el lector que esta referencia la haga para resaltar aspectos colaterales que, a buen seguro, no han pasado desapercibidas para nadie, aunque con la vorágine del entusiasmo y la alegría de las fiestas navideñas las dejemos de lado sin tan siquiera sentir algo de resquemor por lo poco que contribuimos a que sea una festividad donde los pequeños sigan viviendo la nebulosa de su infantil mente, llena de bondad y de inocencia.
Por lo pronto es inaudito que a la espera del día en que lleguen a las ciudades sus majestades proliferen por establecimientos, calles e instituciones infinidad de disfrazados que tan alegremente pululan –y se cruzan- por doquier. Los niños son inocentes (¡bendita inocencia!) pero creo que hasta el más incrédulo y tontaina se planteará que es esto. Antes aparecían pajes, lo cual servía de disimulada actuación de lo que parecía un preludio a la entrada de los protagonistas; pero ahora, ante esa multitudinaria y teatral actuación de majestades, los padres ya no dudan en plantear la realidad de lo que sucede cuando ven el más mínimo atisbo de picardía en los silencios de sus progenitores. Porque luchar contra este “complejo evento comercial” parece imposible.
Llega esa tarde del día cinco de enero y aparecen los reyes envueltos de una cabalgata llena de espectaculares actuaciones para que los críos se diviertan y magnifiquen el acontecimiento con el nerviosismo de la llegada. ¡Por fín!
Ocurre que el espectáculo se viste de lluvia de caramelos. Tantos como personas van en ese paseíllo lleno de luz, color y sonido. Hasta la benemérita participa de ello. Y aquí llega lo que diría el popular José Mota. El “ansia viva” por ver quien consigue más kilos de caramelos.
Podríamos entender que las pequeñas criaturas vieran en este espectáculo un motivo más de jolgorio, de dar rienda suelta a esa fortaleza interna que envuelve a los que todavía no han sufrido las embestidas de la vida. Pero ocurre que aquí se produce el fenómeno digno de plasmar en un corto que diera muestra de lo que tiene el ser humano en su interior. ¡Son los padres los que se vuelven niños! Y todo el mundo se lanza al ataque con el manejo de todo tipo de llaves propias de judo y kárate porque, por un caramelo, se es capaz de empujar, pisar y lo que haga falta. Desaparecen hasta los dolores en los más mayores para con una agilidad digna de estudio hacer cuantas flexiones sean necesarias.
Pero antes el espectáculo ya estaba fraguándose. Los padres han ayudado a sus hijos a que acudan a la cabalgata con la correspondiente bolsa de plástico para ver si se es capaz de llenarla. Pero, no hay que perdérselo, son los padres los que también portan el recipiente caramelero, cuando no levantan el paraguas abierto para pedir a los que montan esos voluminosos camiones y carretas que realicen su lanzamiento con la oportuna curva digna de uno de los muchos triples de Luka Doncic. No faltan tampoco los que se quitan la prenda de abrigo y la abren entre varios acompañantes para no perder comba en el baile de los caramelos.
Da igual que los pequeños no cojan un caramelo, o se las vean y deseen con esos grandullones y egoístas que no dudan en quitárselo si hace falta para colmar el ansia que en esos instantes se ha apoderado de sí y ha hecho perder cualquier compostura.
Cuando termina el revuelo todo el mundo sale como si de una batalla se hubiera tratado. ¡Qué bien nos lo hemos pasado!, escuchas decir a personas hechas y derechas, o torcidas porque la edad no es impedimento para meterse en este embrollo. Otros aparecen con los dolores de las “pedradas carameleras”, los codazos y pisotones que han recibido en el fragor de la batalla. ¡Qué divertido!
Cómo no será la cosa que en las redes sociales se han volcado imágenes dignas de resaltar. Para muestra un botón. Una señora (que por fortuna para ella no se le ve la cara), se tiraba a coger caramelos sin importarle siquiera que sus glúteos quedaban al aire para regocijo de los espectadores que no daban crédito a lo que veían. Daba igual, lo que importaba es llevarse unos cuantos caramelos que, a buen seguro, acabarían luego en la oportuna papelera porque en eso de los gustos también somos especiales y no nos agrada cualquiera de los recibidos.
Pues ya pasó este trago y ahora a pensar en qué inventamos para el año que viene a fin de mejorar nuestras estadísticas de recogida. Todo se andará amigos míos.
Un apunte final. Cuando pregunté a mis nietos si habían visto a los reyes en las caravanas, ninguno de ellos le había prestado la más mínima atención. Lo importante ahora, querido abuelo, son los caramelos. Ya veo, ya. No es de extrañar que los Reyes Magos se tomen la correspondiente copa de anís cuando llegan a los domicilios. Para pasar el trago.