Historias sobre tareas y oficios (y III)

En unos momentos de mi vida conocí a una familia procedente de Acebo (Cáceres), que me permitió admirar un trabajo artesanal tan difícil y delicado como es el encaje de bolillos. Consiste este oficio, casi exclusivo de mujeres, en una técnica textil de entretejer hilos que inicialmente eran enrollados en bolines, conocidos como bolillos, para manejarlos mejor. A medida que progresa el trabajo, el tejido se sujeta mediante alfileres clavados en una almohadilla, llamada «mundillo». El lugar de los alfileres normalmente viene determinado por un patrón de agujero tos en la almohadilla.

Los elementos de diseño se pueden realizar en forma de redes, trenzas, puntillas, cuadros…; el límite sigue siendo el talento de la encajera. Ver cómo se realiza el trabajo, con una rapidez inusitada, y apreciar el resultado que se obtiene merece que en mi mente quede archivado para siempre. Y a esa maravillosa familia extremeña que no olvidaré. 

Siguen las imágenes que archivo en mi recuerdo. Muy de cerca viví la presencia de una persona que, con bobina y aguja en mano, o con la ayuda de la máquina de coser, elaboraba prendas siguiendo el patrón preestablecido, zurcía los desperfectos existentes en las prendas, o simplemente cosía cualquier cosa que precisara la ropa para su uso. En mi casa lo he visto tan de lleno con esas manos tan habilidosas que tenía mi madre, a las que permanentemente se acudía para que diera la ayuda necesaria. El manejo de máquinas de coser también llevaba lo suyo y había sesiones formativas en las casas de las principales firmas (Alfa y Sigma), a las que asistía mi hermana mayor en su período de noviazgo. El tiempo pasa y hoy es difícil que en una casa exista algún integrante que sepa realizar este preciado oficio. Seguro que hasta coser un botón presenta dificultades. Así es la evolución.

Otro oficio que va desapareciendo, si no lo ha hecho ya, máxime en estos tiempos donde para muchos puede considerarse como degradante por aquello de hacerlo a los pies de quien se presta un servicio, es el de limpiabotas. Para mí, lejos de esa consideración humillante, era un arte que beneficiaba a otros tantos que relucían unos calzados impecables. Unos trabajadores que abundaban en cafeterías y lugares concurridos, y que me hacía embobar al ver esos movimientos precisos y constantes para extender el betún que finalmente hacía relucir tanto el calzado como para dar incluso resquemor ponerse a andar. Un oficio que hacía sobrevivir a muchas personas ganándose el jornal dignamente. Dos mundos paralelos distanciados por una altura que supone el asiento del cliente y el pequeño taburete del limpiabotas que le llega a la altura del zapato del susodicho individuo.

Personalidades destacadas de la historia comenzaron su vida ganando el sustento desempeñando la tarea como limpiabotas, incluyendo cantantes y presidentes de naciones, y por ello mismo, por el respeto y buen recuerdo que guardo de estos especialistas del calzado, entra de lleno en mis referencias.

Como también la de mujeres que, en una determinada etapa de nuestra vida, completaban su actividad casera con la realización de un trabajo extraordinario en talleres o acudiendo a las casas particulares para hacer la labor de planchadora. Un sacrificio que permitía ganar un dinero para llevarlo a casa, donde no es precisamente que sobrara debido a la escasez de recursos y a las dificultades que suponía mantener una familia.

Tarea singular es la prestada por las bordadoras manualmente, con la ayuda de un bastidor, formado por dos aros, uno con más circunferencia que el otro, para de esta manera encajar la tela de modo que quede estirada y permita bordar con una uniformidad de puntada. De esta manera se puede ver mejor cómo nos va quedando el bordado y si los puntos están del mismo tamaño y tensados de manera uniforme. Un ingenio que nos llamaba la atención y que, como tantas otras cosas, se ven superados en los tiempos actuales por las maquinarias. 

La alfarería ha venido siendo una actividad artesanal que, de siempre, ha llamado poderosamente mi atención. Con unas manos prodigiosas se convierte la masa de barro en una obra artística, como por arte de magia. Aún hoy, cuando lo industrial va dejando de lado a lo artesano, ver a los que siguen prodigando este arte me hace disfrutar visualmente. Extremadura cuenta con lugares especialmente dedicados a ello y sus resultados se trasladan a todo el mundo.

En los parques y plazas, especialmente en las ciudades, se situaban unos personajes a los que me acercaba con mi inquietud para ver cómo podían sacar de una caja las fotos que acababa de realizar. Sí son esos fotógrafos que con una pesada cámara, que hacía de cuarto oscuro y que, en breves instantes, sacaba la foto. Lo hacía a un precio asequible como para permitir que las clases más populares pudieran tener, al igual que los más pudientes, retratos familiares o personales para sus documentos de identidad.

Esa caja mágica la operaba el conocido como fotógrafo minutero, figura que se popularizó en las grandes ciudades de Europa de finales del siglo XIX y principios del XX, y que, por tanto, también apareció en el Badajoz de mi infancia, permitiendo que pasara bastantes momentos divisando la manipulación del artífice y su efecto mágico.

Para concluir mi repaso vuelvo a esas entrañas de los pueblos que eran, por lo general, lugares de felicidad, y tan bellos como las casas características que tenían y pueden conservarse. En ellos está presente esa gente llena de bondad. Lo poco que se tuviera he podido ver cómo se repartía con una solidaridad que para los momentos actuales quisiera. Los sacrificios de las tareas y oficios diarios ocasionaba que, esas apacibles noches calurosas de verano, las calles se llenaran de los vecinos que descansaban de la faena diaria. Sentados a la puerta de las casas  para «tomar el fresco» y poder paliar las altas temperaturas. Unos instantes de belleza singular en los que se departía conversación y yo, en mi tierna infancia, me acomodaba en los brazos de mi abuelo para quedarme dormido. Bellos recuerdos que no podré olvidar. 

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