Esto de la alfombra roja y la gala de los Premios Óscar del año 2022 pasará a la historia no por los premios concedidos, que sí se mantendrán vivos para los apasionados a la cinematografía, sino por el incidente ocurrido entre Will Smith y Chris Rock, el primero como gran favorito y finalmente galardonado con la estatuilla dorada al mejor actor protagonista, y el segundo cómico y presentador de una de las categorías.
Por si quedara alguien sin saberlo, cosa que dudo, el momento de la noche vino cuando el presentador, haciendo gala de «su gracia», aprovechó para hacer una referencia al pelo de Jada Pinkett-Smith, pareja sentimental del actor, que iba rapada por sufrir alopecia como consecuencia de una enfermedad autoinmune. El gracioso le vino a decir «Jada, te quiero. Estoy deseando ver GI Jane 2». Comparaba a la susodicha con la Teniente O´Neil de la película de Ridley Scott por ir con la cabeza rapada. La cara de la afectada denotaba cómo le sentaba este humor y el actor, en principio sonriente, decide encaramarse en el escenario para darle un bofetón a Chris Rock y volverse a su silla. Con posterioridad, y desde este lugar, gritó en tres ocasiones «No quiero el nombre de mi mujer en tu puta boca».


No ha habido medio de comunicación ni comentario callejero que no se haya referido al incidente, algunos incluso dudando todavía si estuviera preparado, cosa que debemos desechar porque la gracia ya sería tremenda, jugando con una enfermedad. En definitiva, un acto que intenta ser gracioso y una reacción violenta que me lleva a reparar en ello por aquello de que, como he insinuado en más de una ocasión, me gusta observar a las personas y ver cómo deambulan por la vida, en este curioso mundo de los indiferentes. Y, claro está, la ocasión me viene que ni pintada.
El público en general tiene opiniones encontradas y su vara de medir presenta fluctuaciones propias de la libertad de expresión que debe tenerse, y así lo he podido comprobar por tertulias y comentarios hechos en los distintos medios de comunicación. Unos poniéndose del lado del actor para confirmar que se trata de una reacción lógica cuando humillan a un ser querido, y otros, la mayoría, reprochando la desproporción existente entre el «ataque humorístico» del presentador y la respuesta violenta del actor. Como ninguno de nosotros estamos metidos en el pellejo de los afectados, la opinión lo es un tanto descafeinada porque cada cual, y según dónde, se dirá lo que parezca.

En mi caso lo hago para desentrañar las dos acciones que me parece dignas de considerar. Una, el alcance que puede tener el humor y los humoristas, y otra si la violencia puede estar justificada en algún momento.
Por lo que respecta a lo primero, no han sido pocas las acusaciones y denuncias que se han venido realizando a humoristas que se presentían que pudieran excederse en sus gracias y que hacían reír alegremente cuando el humor representaba parodias de ciertos personajes populares. La cuestión radica en averiguar o intentar averiguar si existen límites a «las gracias», y en ello podemos entrar en debates interminables, sobre todo cuando lo hagamos en estados democráticos donde la libertad de expresión puede que no tenga otros límites que los propios que imponen otros derechos fundamentales. La línea roja es un tanto difusa porque el humor en sí mismo es ficción, y ello supone caminar por tinieblas para intentar extraer límites. Claro que hay distintos niveles de construcción del humor y por ello mismo no podemos sacar como conclusión que aquello que simplemente moleste deba estar prohibido, sino hacer ver que el límite son los que impone la propia ley o la propia ética.
No puede considerarse humor lo que supone ofensa, insulto, vejación, humillación gratuita, porque su extralimitación viene por otra cuestión de relevancia, cual es el ataque a la humanidad y el respeto que merece en su consideración global y en los humanos en particular. Y con ello puede advertirse que no existe materia o campo de actuación del humor, que es abierto, y lo que debe eliminarse de su ámbito, porque la risa está implícita en todo ello, hasta el punto que suele decirse que nos reímos hasta de nuestra propia sombra, y en modo alguno presupone participar de su contenido. Si nos reímos del que se cae no es por participar en el deseo de que se caiga, sino por la escenificación de la circunstancia.
Dicho lo cual, es la propia evolución de la sociedad la que debe censurar el humor que ataque a minorías o a personas diferentes o que padecen enfermedades, porque sencillamente no tienen nada de gracia. Con el agravante de hacerlo en público a la propia cara de los que se ven inmersos en esta colectividad. La defensa contra ello no debe ser atacando al humor, sino deslegitimando al emisor, aunque evidentemente no puede serlo dando un guantazo, por mucho que pudiera parecer justificable. El grado de humanidad es el parámetro que debe seguirse para el justo equilibrio entre los márgenes legítimos que marca la sociedad y el individuo en cada momento. Hay un dicho popular que sirve de reflexión: «todo lo que es demasiado, es perjudicial».
La parte afectada, la que pueda verse inmersa en ese exceso humano del humor, no parece que adquiera legitimación para rechazar el acto repulsivo con la violencia. Podríamos caer en la tentación de favorecer y aplaudir esta reacción pero ello nos lleva igualmente a enfrentarnos a razones de humanidad impeditivos de recriminaciones desproporcionadas. Hay cauces legales y morales para hacer posible que no esté presente la risa en lo que no debe tener gracia, incluso propiciando el respaldo popular para que sea así y quede en entredicho a quien no haya sabido mantener el equilibrio entre lo gracioso y lo que no lo es.
La violencia nace de las profundas catacumbas del ser humano, sacando a relucir una faceta de agresividad contra la que hay que luchar. Los problemas que se intentan arreglar con violencia únicamente generan más violencia. No, no es la solución. Los únicos que pueden reírse de la violencia, conminando y justificando su uso son, como no puede ser de otra manera, los violentos.
Reproche pues al humorista, por transgredir lo humano en su sarcástica alusión, y al defensor, por el uso desmedido y violento de su capacidad de reacción. Esta escena vivida merecería que fuera utilizada para ejemplificar lo que no debe hacerse, pero el regocijo de los seres humanos lleva a veces a reírnos y aplaudir lo que no tiene gracia o no tiene justificación. Sea el comentario jocoso, sea la respuesta violenta.
Pingback: Humor y violencia — El Blog de Chano – Azucena Cosio