La celebración del acto institucional de entrega de Medallas de Extremadura, coincidente con la víspera de ese magnánimo día regional (8 de septiembre), bien puede decirse que se convierte en momento de gladiadores, de luchadores que en suelo romano se baten para hacer valer su ahínco y su lamentar por una tierra defenestrada y olvidada por quienes no tienen escrúpulo en marginarla. No es nada nuevo, Extremadura se mantiene por la identidad arraigada de su suelo más que por el deseo de quienes afrontan el nacionalismo mirando a otras alturas.
Ocurre que estos gladiadores que de vez en cuando asoman al terreno reivindicativo, lo hacen lejos del coso romano que de antaño era el apropiado para la pelea sin remilgos, para afrontar ahora la lucha en el Teatro Romano de Mérida, obra colosal que mantiene gran parte de su identidad originaria, y a decir verdad muchos podrán pensar que las intervenciones de los eruditos lo son con el vocabulario teatral, pero lejos de serlo se hace con vocación real de valentía, apareciendo los que con su palabra no tienen reparo en ver a políticos enfurecidos por sentirse aludidos con los latigazos verbales, aunque el sentir verdadero lo sea hacia la generalidad de los canallas que fustigan a esta tierra y merecen el peor de los castigos.
Este año ha aparecido el escritor Luis Landero, extremeño de nacimiento en esa bella localidad de Alburquerque, que con su locuaz diatriba dialéctica a la que nos tiene acostumbrados cuando asomamos a sus obras novelescas, no ha reparado en aludir a ese tren que tanto ensombrece las vías de comunicación de Extremadura con el resto de España. Cosa previsible pues, como extremeño que es, no podía dejar de pasar la oportunidad para aludir al desatino.
Lo que no se esperaba el auditorio es que se tomara el lujo de hacer gala de una valentía inusitada, tanta como para que quienes deberían apoyar su mensaje se hayan sentido ofendidos, al parecer por utilizar palabras malsonantes que muchos gustan decir que son groseras e insultantes, y otros por el sentido genérico de lo expresado que han entendido abarca a todo político, con la injusticia que ello puede representar por la descalificación global que se hace hacia todos los que a lo largo de su vida se han dedicado a la actividad política y que no merecen el castigo divino al que alude el discurso del ciudadano.

Repasando la alocución nos encontramos con golpes de diversa índole, como gladiador que ha asomado al terreno de la lucha y que ferozmente desafía al contrario. Llega a descalificar a los gobernantes (sin precisar) de forma muy dura por no haber sabido nunca dar una respuesta adecuada (“es una burla, una más entre tantas que hemos sufrido en nuestra historia”). Para atacar de lleno al cuerpo, dirigiéndose a “cuantos políticos y mandamases les corresponda en este desafuero y esta afrenta, a los que les digo: queridos políticos, iréis de cabeza al infierno”. Momento en que los aplausos aparecen en el coso, con el rostro un tanto desencajado de políticos que bien pudiera decirse que se sentían ofendidos.
El asombro de unos y otros llega a su máxima expresión cuando el escritor aclara su crítica a la clase gobernante: “no por haber sido perezosos, bebedores o puteros o codiciosos o serviles, o cobardes o descreídos. No, eso Dios lo perdona, iréis al infierno por no haber traído a Extremadura el tren que merece”. Aferrándose al arma verbal y sin ningún pulgar hacia abajo que un espiritual emperador hiciera, remata: “ese pecado si es imperdonable, porque detrás de él está la persistencia en el pecado durante muchos años, y está la deslealtad, el desprecio, la injusticia, la arrogancia, la ineptitud…y por supuesto la absoluta y lamentable falta de jeito» (una palabra tomada del portugués, de «jeitu», que el escritor ponía en boca de sus padres y que viene a significar «disposición, actitud, gesto, modo, manera, con que se hacen las cosas»). La puntilla final llega como la traca de un festejo: “queridos políticos, en confianza y cordialmente, sois unos canallas”). Los asistentes (excepción hecha de los presuntamente ofendidos) irrumpieron con otra gran ovación.

El día después no dejaba de pulular este estruendo proferido en recinto romano. Tanto como para que el escritor saliera a la luz pública con lo que unos califican como una rectificación o, en sentido popular, una «bajada de pantalones». Venía a decir que había existido un malentendido, en tanto que sus palabras iban dirigidas a los políticos de Madrid. Digo yo que, a veces, lo mejor es callar, porque lo dicho, dicho está. Y quien se ofende es porque tendrá motivos para ello. Creo que resulta más fácil decir que los extremeños vamos contra todos y cada uno de los que anuncian a bombo y platillo una alta velocidad inexistente, contra los que burla tras burla nos toman el pelo, contra quienes amparados en meras ideologías dejan de promulgar reclamos para una tierra y unos ciudadanos que estamos olvidados de la mano de Dios. En definitiva, contra los que de por vida vienen discriminando a Extremadura y a los extremeños. ¿Quiénes son los protagonistas de estos cruentos episodios? Pues esos, los que en su conciencia saben que conforman el pelotón de fusilamiento. Bien merecería, en este caso, que la clase política pusiera sus miras en la ovación que propicia el pueblo a quien irrumpe contra los que maltratan esta tierra, para afrontar el reto de ser representativos de ellos, y no mirarse, una vez más, el grosor que tienen sus ombligos. Oír al pueblo ayuda a gobernar en la dirección que quiere.
El caso es que la libertad no tiene precio. Ser valientes e ir de frente y no de espaldas es actitud encomiable que poseen pocos. Los más se precian de ser serviles y silenciosos, ajenos a la ventolera de la lucha reivindicativa. Más proclives a ideologías -muchas veces rancias y obsoletas- que a las raíces genéticas de la tierra que les vio nacer o les acoge. Por lo demás, no ofende quien quiere, sino quien puede. Y sentirse ofendido es tanto como asumir que algo de certeza existe en lo que escuece. Como se dice por los eruditos, deberíamos felicitarnos por luchar en favor de la libertad de expresión, aunque quien la utilice no comulgue con nuestras ideas o no compartamos lo que digan. Bienvenidos sean los gladiadores al terreno de la enconada lucha.