Vivimos unos momentos donde las prisas se apoderan de nuestros movimientos, como si se nos fuera la vida si no exprimimos las horas, los minutos y los segundos que balancean el tic-tac de la supervivencia. El confinamiento ha acrecentado esta pasión por saborear cada instante, tanto como para que el bullicio reine en el devenir de los presurosos por coger la puerta de las casas para salir a la calle y hacer lo que dicen es vivir.
Con la confabulación de esos especialistas o los que no son tanto pero que preconizan el discurso de la felicidad del dejarse llevar por la alegría del instante, y que continuamente machacan nuestras redes sociales con mensajes subliminales, nos penetran en las mentes las maravillas que se dice encontrar en el vivir aquí y ahora, sin dejar para más tarde lo que ya y de forma inmediata puede suponer de satisfacción para nuestro cuerpo.
Sumidos en este esperpento de la inquietud y desquicie, comprobamos cómo se llenan los bares y restaurantes, da igual lo disparatado de los precios que acongojan las economías familiares y cada vez con menos respeto a ese bichito que aunque pretendemos olvidarlo, lo cierto es que todavía cabalga y sigue haciendo pupa. Los viajes se multiplican, con esas carreteras llenas de coches para aprovechar un fin de semana, un día festivo, un puente, o lo que sea, pues de lo que se trata es de no dejar atrás nada que nos reporte jolgorio y bienestar, tanto como para que con las prisas no se tenga tiempo alguno para pensar o meditar lo que deba hacerse. Las cuentas corrientes bajan sus efectivos pues no se piensa en el mañana sino en el momento presente. Luego, Dios dirá.
Los préstamos se multiplican y no precisamente para atender necesidades perentorias. Se busca el dinero que permita salir del círculo de lo cotidiano para consumirlo con la alegría de los momentos. Las familias gastan hoy lo que deberán compensar mañana, pero da igual. Hoy es hoy. He podido leer en estos días algo que me sorprendía tanto como para mostrar mi inquietud: no han sido pocos los que para verse sentado en una grada de un campo futbolístico existente en tierras lejanas han vendido parte de su patrimonio o se han comido los escasos ahorros que se tuvieran.
Eso de mantenerse en reposo, elucubrando mentalmente, es concebido como una pérdida de tiempo. El sentimiento de culpabilidad, de dejar de vivir, se apodera de las mentes tranquilas. Para qué pensar y divagar, mejor caminar sin parar aunque el camino que se coja pueda llevarnos a ningún lugar. Una filosofía de vida muy distinta a la que experimentan otras culturas, donde no hacer nada no es precisamente matar el tiempo, sino vivirlo.

Me gustaría aquí y ahora, cuando veo al mundo desinquieto, hacer una llamada al arte de no hacer nada, a su poder intrínseco y sin tener un sentimiento de culpabilidad. Aunque parezca un desatino, esos momentos de parada que en nada deviene de la pereza, suponen uno de los placeres más saludables para nuestra mente y estado físico. Dicho de forma más convincente, la inactividad conscientemente buscada es un estímulo para dejar de hacer y empezar a ser.
Aclaro que no me refiero a técnicas consabidas de yoga o prácticas como el mindfulness, sino a la parada sin contrapartida, a aquello que ha sido descubierto en la cultura holandesa y que denominan niksen («no hacer nada») ajena en su concepción a lo que podría pensarse que es un comportamiento antisocial por lo que de vaguería pudiera suponerse que representa. Sus precursores enfatizan esos momentos de estar ociosos, como un antídoto para librarse de presiones externas y fomentar así la creatividad. Permitir, en definitiva, que la mente divague sin pensar en términos de resultados.
Apelo pues a este estado de ocupación del tiempo, tan válido para soportar el mundanal ajetreo de lo cotidiano y de lo laboral como de resistencia al ímpetu de dejarse llevar por la locura y desenfreno de la vida que practicamos. A buen seguro que esos instantes de auténtico placer que suponen mirar por una ventana, pasear sin exigencia competitiva, tumbarse en el césped para ver cómo las nubes recorren pausadamente el cielo, dejarse llevar por la belleza que nos presenta la naturaleza, seguir con la mirada el surco de las aguas que recorren los ríos o caen en cascadas, olvidar el móvil y otros menesteres que atenazan nuestra libertad, o intentar que nuestros oídos se vean acariciados por los sonidos del silencio, son meras muestras de un mundo donde vivir es ser y sentirlo. En modo alguno concebido como una pérdida de tiempo.

Cuan sabios fueron los filósofos griegos que concebían el pasear como fuente de sabiduría. Nietzsche, por su parte, decía que los mejores pensamientos son los paseados, y dejaba parte de su tiempo diario a esta práctica saludable. Qué decir de esos bellos jardines árabes que tanto relajamiento producía a sus magnates.
Permitidme, por todo ello, que huya del bullicio y del desenfreno para encontrar mi paz, la misma que deseo para esta sociedad poco impoluta y sumida en la tiranía del tiempo. Porque unos instantes sin hacer nada son el preludio de mejorarnos para proseguir.
Me encanta, Luciano, ¡que poca gente lo comprende!
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Muchas gracias Ángel. Un saludo
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No hacer nada = estar con uno mismo. Aunque sea de vez en cuando, va muy bien. Saludos!
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Así debería ser. Gracias por comentar. Un saludo.
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👏👍
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Magnífico, Luciano, leer este comentario tuyo me hace sentirme un poquito menos «raro», gracias por ello.
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