La calle enseña

Vivir la calle es permanecer en un continuo aprendizaje, sea por lo que se ve o por lo que te enseñan los viandantes con su fluir en lo cotidiano o en el repaso que puedan darte en las conversaciones que pudieran mantenerse con alguno de ellos.

No sin razón se dice que la calle constituye la universidad de la vida, ese aprendizaje que no es memorístico sino enteramente práctico, sin más esfuerzo que centrarte en lo que se ve y oye para dejar descansar a esa loca de la casa que representa la mente, tan incisiva como acaparadora. El río humano que colma las calles favorece el compartir unos valores comunes, en un espacio público que bajo reglas sociales convierte a cada uno en protagonista de sus propias vivencias. Dejarse llevar es algo que merece la pena para favorecer el deseo de vivir.

Las aulas abiertas de la calle sirven de inspiración a múltiples artistas y escritores, afanados en sentirse atraídos por cuestiones que solo la sociedad y su entorno puede brindar. Pero también ayuda a cada persona a entender el mundo que le ha tocado vivir. Conocer lo que piensan y viven los demás y cómo pueden o no coincidir con lo que haga cada uno, y la idea subjetiva que se tenga, es algo que debe agradecerse pues hace madurar, contrastar los pareceres y ver hasta qué punto se mantiene una vivencia acorde con los tiempos. No somos el ombligo del mundo y a veces nuestro desfase nos lleva a vernos apartado de la realidad. Mejor conocer que mantenerse aislado. No está de más, por ello, recoger las vertientes que presenta el actuar de los humanos y sus convicciones internas pues permite progresar, sentirse vivo. No habrá excusa para avanzar y erradicar el aislamiento que es el que nos hace decaer hasta desaparecer.

El colectivo de los taxistas es verdaderamente un grupo que merece especial atención. Evidentemente no todos mantienen conversaciones con sus clientes o su locución es tan fluida como para servir de referente. Pero en general estamos ante un personal que imparte enseñanza a cuantos ocupan ese asiento que es divisado por el espejo retrovisor.  No son pocos los escritores que buscan la conversación sobre la temática que quieran cuando se mueven en los trayectos ciudadanos. Y a mí, en especial, que no suelo ser muy hablador, hay veces que me introducen en la conversación con una habilidad que caracteriza al que tiene ya muchos kilómetros a sus espaldas y ha conocido a todo tipo de personajes. Se empieza por la vaguedad que pueda suponer la referencia al tiempo que acaece y se sigue con temas que escudriñan el interés que pueda atraer a sus clientes hasta que, hele aquí, se tira del hilo conductor de una conversación que hace ameno el tránsito.

Recientemente veía una película que ha servido para que se otorgara el premio Goya 2024 a la mejor actriz, Malena Alterio, protagonista de «Que nadie duerma», cuya temática gira en torno a una mujer que es despedida de su empresa y decide empezar una nueva vida, convertida para ello en taxista. Aparte del tema de fondo que se aborda, en lo que ahora me interesa destacar presenta aspectos de esa vida de taxista que con una diversidad de pasajeros encuentra siempre tema de conversación apropiado al interés del cliente. El día y la noche a veces se cierran en un trabajo que merece el máximo de respeto.

El caso es que me recordaba esos instantes en que, a decir verdad no muchos, he tenido que coger un taxi para desplazarme. Desde el «mudo», que quizá mantiene su silencio para no molestar, hasta el «pesado» que te satura con lo injusto del resultado de su equipo que goza de especial protagonismo con la divisa que cuelga del espejo retrovisor, o que da la matraca con ideas políticas que a veces te chirrían, existe todo un elenco de sujetos que con su profesionalidad ni te aburren ni te agobian, manteniendo el hilo conductor de una temática que gusta seguir y así lo pueda apreciar el que pasa tantas horas al volante.

En mi último recorrido me he sentido especialmente atraído por el tema que surgía de una voz nada chirriante y sí desbordante de una humanidad y saber estar que me ha dado mucho que pensar. Parece que todos no estamos tan pirados como creemos y todavía corren ríos de cordura en muchos de los que pisamos la tierra. La conversación surgía, tras aludir –como no- al tiempo que estábamos teniendo, en lo disparatado que nos encontramos con el consumismo exacerbado y el deseo irrefrenable de mantener como fiesta todo aquello que pueda servir de aliciente a la juerga y al despilfarro. Del gozo de una distracción llevada con cordura y entusiasmo, se pasa al desenfreno por querer más y más, convirtiendo la vida cotidiana en una pesada carga por no poder abarcar o conseguir todo lo que se quiere. Comer fuera de casa, acudir a la comida preparada y el pisar los bares y restaurantes es ya una constante. El día a día se convierte en una fiesta permanente.

Este hombre me hablaba de su vida, de la paz que busca en su día a día, en el conformismo que le supone gastar con arreglo a lo que gana y dejar de lado esos dispendios que llevan a otros incluso a pedir préstamos para afrontar vacaciones, lujos o caprichos y que hacen vivir a la postre una vida pesarosa por no tener más de lo que han alcanzado. Su situación era la de estar casado y con hijos ya trabajando y emancipados; sin deudas, con piso en propiedad y sin carga alguna que pese sobre él, con una pensión de su mujer sobre los mil euros y unos mil quinientos que él ganaba con el taxi, se sentía la mar de feliz con la vida que llevaba.

Criticaba a un pariente que ocupando un cargo de relevancia y un sueldo elevado, se sentía infeliz y todo el día protestando por el deseo que inundaba su mente de querer ganar más y conseguir mayores tiempos de asueto para el jolgorio que seguía. El locuaz comunicador no comprendía esta situación que, como bien puntualizaba, no es exclusiva de algunos sino que, por desgracia, está siendo ya una constante en el modus vivendi de muchas personas, atraídas por las llamadas a la juerga que empieza mucho antes de que se celebren. Ya se encargan de ello los que antes de que se cumplan las etapas del año: navidad, rebajas, carnavales, semana santa, verano, otoño, invierno, …. empiezan a tirar los anzuelos para que no se deje para más tarde lo que pueda avanzarse ya. Las reservas para los restaurantes son ya una batalla necesaria de procurarse con bastante tiempo antes de acudir a la cita. El caso es que cuando no llueve, chispea, y no lo digo precisamente por la meteorología que por desgracia no sigue esta costumbre.

La cordura de este taxista y su manera de vivir conformándose con lo que se tiene creo que es un ejemplo a seguir. La felicidad no precisa de grandes elocuencias y viene la mar de las veces con cosas nimias, porque sentirse bien es estar agradecido a la vida por estar en ella, ocupando un espacio que con solo divisarlo ofrece grandes dosis de entusiasmo y alegría. Vivir la calle es sentir lo que de bueno pueda depararnos. El estar pensando en la próxima festividad y lo que nos pueda deparar no es más que ir dejando atrás un tiempo precioso que merece saborearse con lo más elemental que la vida ofrece.

Estoy con este taxista que ha calado en mí para coincidir en la forma de ver la vida y lo que supone encontrar la felicidad. Lección aprendida. Ojalá pudiéramos todos recapacitar sobre la vida que llevamos por aquello de que son dos días y hay que aprovecharlos de forma alocada.

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