En esa comunidad de personas que conforman el mundo laboral se producen distensiones de diversa índole, fruto y consecuencia de esa estrecha relación que pueda mantenerse y de la condición que tienen algunos sujetos, dispuestos a presionar o coaccionar al compañero o subordinado por todos los medios a su alcance. Y es que postular unas relaciones profesionales impolutas sería tanto como demandar quimeras; el conflicto entre personas nace y se resuelve en organizaciones multipersonales como parte del aprendizaje del ser humano en su dimensión social.
Pero de un tiempo a esta parte, y ante la afortunada acogida en el mundo jurídico de una actuación tan hostil como es el acoso laboral, con la perseverante disposición de medios y mecanismos para combatirlo y ayudar al que por desgracia lo padece, es frecuente que se caiga en la tentación de calificar como tal a toda situación de enfrentamiento o conflicto entre trabajadores, cuando la realidad es que con ello se hace un flaco favor a quienes pudieran verse inmersos en la realidad de un acoso, como situación de extrema gravedad de hostigamiento sobre la que se ha dicho que consiste en un maltrato persistente hacia un individuo con el objetivo de aniquilarlo psicológica y socialmente, pretendiendo que abandone la organización.
Parece conveniente que nos aventuremos a entrar en esa línea divisoria, de la forma más clara y convincente posible, y para ello invoco una doctrina de los tribunales de justicia que, desde hace tiempo ya (año 2002) postula los elementos que jurídicamente han de tenerse en cuenta para apreciar la concurrencia de una situación de acoso moral que pretenda autoeliminar a un trabajador mediante su denigración laboral, y que se concretan básicamente en tres aspectos:
a) Presión. Es necesario, en primer lugar, que se ejerza una presión y que la víctima sienta esa presión. Y, a tal efecto, se entiende por presión toda conducta que desde un punto de vista objetivo puede ser percibida como un ataque, lo que obliga a descartar supuestos de roces laborales que por su nimiedad no pueden ser aquí incardinados. La presión, por tanto, requiere un comportamiento severo, con peso específico propio.
Con arreglo a ello, es claro que no todas las situaciones que revelen un conflicto entre un trabajador y su superior jerárquico o entre trabajadores de igual categoría o subordinados, han de calificarse, sin más, como acoso moral. Esto es, no toda manifestación del poder empresarial, o en las relaciones laborales, aunque se ejerza de forma abusiva, puede calificarse como acoso moral, sin perjuicio, obviamente, de que tales prácticas abusivas encuentren respuesta a través de otras vías previstas legalmente.
Tampoco se consideran incluidos los supuestos de presión frustrada o en grado de tentativa, en los que el sujeto destinatario, por los motivos que sean, no llega a sentir la misma. El acoso moral exige una víctima, un presionado, porque si éste no existe lo único que habrá será un comportamiento malintencionado por parte del sujeto activo, pero no una presión.
En suma, para que exista acoso moral ha de probarse que al trabajador se le han causado daños psíquicos, lo cual hace, en principio, imprescindible una pericial médica que acredite que el estado mental del trabajador es resultado directo del hostigamiento laboral al que ha sido sometido.
b) Laboral. La presión sufrida debe ser consecuencia de la actividad laboral que se realiza en un lugar de trabajo, lo que implica que debe ser cometida por miembros de la empresa.
El lugar de trabajo supone un límite geográfico para su comisión. Y ello en razón de que fuera de la empresa la persona tiene una mayor libertad, tanto de reacción como para su efusión; pero también porque fuera del ámbito de organización y dirección la capacidad de supervisión empresarial y reacción disminuye drásticamente.
c) Tendenciosa. Lo que significa que la presión laboral debe responder a un plan, explícito o implícito. Si ese plan preconcebido no existe es difícil que pueda hablarse de persecución o acoso moral, siendo más bien defectos de comunicación o diferencias personales que no revelan sino la compleja psicología del ser humano.
El plan supone que exista una permanencia en el tiempo, esto es, que el comportamiento se repita a lo largo de un período, pues de lo contrario estaríamos ante un hecho puntual y no ante una situación de acoso moral. La diferencia entre un simple conflicto laboral y el acoso moral es que el primero es puntual y el segundo reiterativo.
En definitiva, para que pueda recibir la consideración jurídica propia de acoso ha de envolverse la actuación desde el prisma de una presión que ha de ser maliciosa y con cierta continuidad en el tiempo, con claro objetivo degradante para la personalidad del trabajador afectado por la conducta. De llevarse una situación fáctica al juzgador, se proyecta la tarea de concretar estos elementos y eliminar, por tanto, que no se trate de un mero conflicto laboral que atenderá a otras medidas para su resolución.