Parece que nos hemos empeñado contumazmente con romper todo lo que nos ha precedido, como si la sociedad hubiera vivido un tormento tan tremendo para acudir al reverso de la moneda en el que, parece ser, está el paradigma de lo paradisiaco. Una especie de ideal que, si nos paramos a pensar en todo lo que hacemos para llegar a ello, puede que nos demos cuenta de que, a veces, nos posicionamos y actuamos de manera un tanto ridícula.
Me voy a referir ahora al mundo laboral, ese ámbito que tanto me gusta analizar. Sí ese espacio en el que uno convive tanto o más tiempo que con la familia, y en el que, tradicionalmente y de un lado, los sujetos protagonistas se denominaban sencillamente como trabajadores, vinculados entre ellos por lo que se concibe como compañerismo –que no amiguismo-; y de otro, el empresario, concepto que integraba al titular de la empresa, que actúa como jefe máximo de la misma y que, en función del volumen productivo y del número de asalariados pueden disponer de unos trabajadores designados para actuar como jefes o mandos intermedios, para implementar la filosofía del empleador y propiciar que la cadena de trabajo funcione como se desea.
Bien, pues eso de que haya uno que manda y otros que obedecen es, por sí mismo, objeto de polémica por aquello de que hay quien piensa que todos somos iguales y una cosa es trabajar para alguien (por cuenta ajena) y otra que se considere con fuerza suficiente para esclavizar al contratado. De modo que, vamos a llevarnos bien porque podemos hacernos mucho daño.
La primera reacción es, por tanto, hacia el “jefe” en general. En su figura debe producirse un tremendo cambio porque si lo que pretende es mandar y dirigir el ejército hacia la primera fila para quedarse rezagado en la colina viendo cómo avanza la tropa, lo tiene claro. La obediencia debida no se lleva ya ni en el ejército. Todo pasa por “convencer” y “arrimar el hombro”, de modo que quien ocupa la dirección debe dejar un tanto de lado lo de ser jefe y buscar que se le considere como líder. Los tiempos actuales exigen que quien dirija grupos tenga unas cualidades intrínsecas para convencer, motivar, y acompañar en la tarea, que exige hacerlo a través de la concebida como inteligencia emocional. Como dice Jack Welch, “si tus acciones inspiran a otros a soñar más, aprender más, hacer más y a ser mejores: eres un líder”. Una figura que genera confianza y contempla una buena comunicación, bases esenciales para la productividad y la motivación.
En fin, el buen liderazgo se ejerce sin ruido, esto es, sin que los trabajadores se vean examinados constantemente por un sujeto que intimide con su presencia policial. El liderazgo implica, además, saber detectar los más eficientes que puedan pasar inadvertidos en la actividad cotidiana. Como ese entrenador de un equipo de fútbol que sabe, en el momento oportuno y tras conocer a sus trabajadores, quienes pueden ser los más apropiados para salir en un determinado encuentro, pero sin dejar de lado al resto que, como tarea complementaria, exige del líder que busque las fórmulas adecuadas para hacerlos mejorar y sentirse integrados. Puede entenderse cómo, cuando el grupo empieza a generar polémica interna, acabe ese director de orquesta eliminado aun cuando por sí pueda ser un gran profesional. Nada tiene que ver una cosa con otra.
El concepto de trabajador también experimenta retoques de relevancia. Los tiempos modernos propician cambios. Primero desde una vertiente que generalizaba a los asalariados como “empleados” hasta que, más recientemente, se utiliza una nueva variante, por aquello de que puede suponer un término menos aprensivo, para convenir denominándolos “colaboradores”. Pero en realidad el nuevo concepto tiene mayores connotaciones jurídico-legales. El trabajador sería el contratado para ejecutar tareas definidas a cambio de un sueldo determinado; el colaborador será el que participe en los procesos para “agregar valor” a la organización, a cambio de una remuneración.
En definitiva, un término que se aparta de la clásica concepción de subordinado en la tarea de trabajar para involucrar a los sujetos en el objetivo común con el empleador de dirigir la empresa para producir cuanto más y mejor sea posible porque, en función de los resultados, se obtendrá el premio remuneratorio. Tanto es el giro pretendido que, de seguir el camino, veremos a un Estatuto de los Trabajadores totalmente obsoleto en corto espacio de tiempo.
Puede entenderse, por ello, que el término acuñado no sea bien acogido por el sindicalismo igualmente clásico, que teme perder un papel representativo por aquello de que si ya todos –empresarios y trabajadores- convienen en dirigir la actividad laboral por tener un objetivo común, se desvanece la idea de un sindicalismo obrero que tendría que adaptarse a los nuevos tiempos y que, bien parece no estar dispuestos.
Difícil será convenir en esta apuesta decidida de igualdad, por aquello que desde que uno de ellos tiene la capacidad de despedir, será complicado que desaparezca el plano desigual que caracteriza a los concebidos de antaño como empleador y empleado.
Pero al menos en el plano dialéctico no parece que el término de “colaborador” represente mayores disquisiciones, por aquello de que uno avanza socialmente y a todo el mundo le gusta tener una tarjeta de presentación lo más convincente posible para favorecer un status laboral lejano al concebido de antaño como subordinado.
Y en esta línea, cuidado con la forma de dirigirse a los colaboradores. También aquí se cuidan muy mucho las palabras que se utilizan. En ese acercamiento social que todo el mundo busca, no faltan los empleadores que se dirigen a sus empleados con la palabra de “compañeros”. No parece inadecuado el término si acudimos a la acepción que recoge el diccionario de la RAE, para convenir como cada uno de los individuos que componen un colegio o comunidad. Si todos participan de un objetivo común y colaboran en la consecución del mismo, integrar al colectivo en el común término de compañerismo parece que no resulta tan descabellado. Aquí es el líder el que favorece la motivación de los que laboran integrándose entre ellos porque ya no se manda y dirige el pelotón, sino que se trabaja con ellos.
Ocurre que eso de ir de colegas está muy bien pero ¿estamos realmente avanzando? O estamos maquillando una relación que, por mucho que se quiera, presenta polos opuestos. Porque una cosa es que se busquen fórmulas más o menos ingeniosas y estudiadas para que la relación laboral sea lo más estrecha y motivadora posible, y otra que lleguemos a confundir los papeles. La distinción no puede esconderse hasta el punto de que eso de que “donde hay patrón no manda marinero” quede en una ingeniosa frase del pasado.
Pero es que, además, el término “compañero” debe saberse que tiene claras connotaciones del pasado. Porque aunque todo el mundo parece dar por sentado que el término camarada proviene de la Unión Soviética, definitorio de un modelo político que se utilizó originariamente en el mundo militar y posteriormente por el partido comunista e incluso entre los ciudadanos soviéticos, y que se expandió a otros partidos políticos de signo marxista del resto del mundo para llamar así a sus militantes, realmente la palabra rusa Товарищ (továrishch en ruso), significa correligionario o compañero. Como signo de dar un trato igualitario de tinte claramente socialista, eliminando distingo protocolizados, y así se llamaba camarada ministro en vez del señor ministro, y del mismo modo podía usarse para dirigirse a desconocidos en un tono formal.
El término camarada tiene un origen español, referida a las personas que comparten “cámara”, es decir, aposentos, lo que lleva a que duerman juntos en la misma habitación y normalmente comparten platos o comen en el mismo sitio. Se usó en la época de mayor expansión del imperio español, en particular de los “tercios” españoles (1531-1706), para significar una especie de “hermandad” entre las personas, que implicaba una motivación especial al momento de entrar en batalla.
Pero ya en el siglo XX, este término militar pasa a emplearse en movimientos políticos (con especial ahínco por los comunistas, aunque también por los falangistas españoles). Es claro que en cada una de estas organizaciones tenía su específica significación pero es incuestionable que con las matizaciones que se quieran y haciendo abstracción del contenido ideológico y doctrinal, muestra una intención evidente de buscar un sentido de unidad y hermandad entre correligionarios de cada una de ellas.
Compañero es, por tanto, una palabra que ha sido comúnmente mejor admitida por los correligionarios de ideas socialistas y otros movimientos de izquierda, con especial expansión en la América Latina, y que en España se vincula a las tradiciones socialista y anarquista, para quedar más vinculada a los ámbitos de los partidos comunistas la concepción de camarada. Se persigue, claramente, una distinción terminológica que delimite terrenos políticos. Puede advertirse que la hemeroteca nos trae señales evidentes del distingo, cuando se alude al “compañero, que no camarada, Isidoro”, en clara alusión a esos encuentros clandestinos que realizaba Felipe González, de cara a revitalizar el partido socialista obrero español.
Como fuere, lo que vengo a resaltar es que esta concepción que ahora pueda advertirse de compañeros de trabajo no es tan novedosa o progresista como algunos pretendan vender, sino una mera manifestación de políticas ya consagradas de antaño, aunque no me gustaría que se desvirtúe en su esencia para confundirla en terrenos y mensajes políticos, sino que debe medirse desde el ámbito propio que pretende atribuirse, cual es el entorno laboral donde comparten experiencias y tareas diversas personas.
Veremos donde llegamos con este entretenido juego de cambiar el nombre de las cosas, porque la progresión creo que no está en la denominación sino en el contenido de lo que se actúa, y aquí parece que nos cuesta más avanzar.