Que la sociedad actual hace de la hipocresía un dogma, instituida hasta extremos inusitados para vender una fachada que es mero artilugio de apariencia, sin sustantividad interna, es algo que no creo se le escape a nadie. Vemos tanto humo a nuestro alrededor que ya cuesta creer hasta lo más sensato que pudiera presentarse, por muy coherente que parezca. Porque, claro está, es fácil decir lo que se debe hacer, y cómo, pero cuando ese fabuloso ideal nos toca cumplirlo a nosotros o pueda afectar a nuestro dominio, la cosa cambia.
El egoísmo se impone. Nuestros intereses están por encima de todo, constituyen el entorno del confort personal, y los problemas de los demás procuramos que no nos lleguen o, a lo sumo, que sean otros los que se metan en medio para solucionarlos.
El tema viene a colación por eso que se da en llamar política social y que tanto gusta profesar en la verborrea cotidiana de los seres humanos, particularmente en el político que está presto a buscar ese mundo ideal y paradisiaco. Pero conviene que puntualice. Utilizo el término no solo como la equivalencia a la consecución de un estado de bienestar general, sino alcanzando a lo que me interesa ahora resaltar que no es otra cosa que la dirección de los esfuerzos para ayudar socialmente a nuestro semejantes. A los que necesitan nuestra colaboración para vivir, o sobrevivir, como un medio imprescindible de solidaridad en el que quede relegada la ley que por costumbre intenta imponerse para hacer prevalecer al más fuerte.
Ocurre que no encontraremos persona alguna que en este fabuloso Estado Social y Democrático de Derecho que proclama la cuestionada -por algunos- Constitución Española de 1978, se oponga o no esté dispuesta a alzar la voz para que las medidas legales de conciliación de la vida laboral y personal se vean hechas efectivas con el reconocimiento de derechos; que las personas con algún tipo de problemática para desenvolverse en la sociedad (no sé si se lleva todavía el término discapacidad) dispongan de ayudas especiales, entre ellas una discriminación positiva en el acceso al empleo público o para favorecer la inserción laboral, o para recibir prestaciones sociales que salgan del sistema público.
Políticos, sindicalistas o representantes de instituciones no descansarán para que se intensifiquen estas medidas y con ello progresar socialmente. Así luciremos con tremendo orgullo hasta qué punto estamos dispuestos a llegar. En los discursos, el adorno de las frases hechas, la práctica de técnicas aprendidas, servirán para que los receptores de los mensajes queden boquiabiertos por nuestro afán de solidaridad, igualdad, coherencia, y responsabilidad.
Sin embargo, los hechos desvelarán la pantomima y levantarán el velo. La hipocresía relucirá con todo su esplendor porque, siguiendo a Noam Chomsky (lingüista y analítico social), en verdad no estaremos dispuestos a seguir lo que preconizamos en la actuación que deban hacer los demás. Una incongruencia que no es producto de un error de ingenio, sino que es debido a una conveniencia táctica, usada para acomodar situaciones y adaptarlas de manera oportunista al objetivo personal de ganar espacios en un mundo ante el cual, si nos presentáramos como realmente somos quedaríamos fuera de lugar.
Observo que, en el mundo laboral, al que me voy a ceñir ahora con mi comentario, cuando un empleado tiene derecho a medidas que favorezcan la conciliación familiar y laboral, como sería el caso de tener preferencia para elegir turno de trabajo o para disponer de una jornada flexible; o cuando se encuentran con la compañía de otra persona que tiene un grado de discapacidad y que le impide realizar alguna actividad de las muchas que comprenda las tareas que afectan a la categoría profesional, se alzarán soterradamente los que tendrían que solidarizarse con las medidas para mostrar ahora su absoluta discrepancia con el que sin dudarlo calificarán de “privilegio” que ellos no tienen. Es decir, que sorprende sobremanera cómo de crueles podemos llegar a ser cuando la medida social nos suponga a nosotros algún tipo de esfuerzo para contribuir a su efectividad. Claro, todo desde la postura que se utiliza de forma torticera para propiciar un clima laboral negativo.
Por eso mismo, cuando veo estas cosas, nada infrecuentes, me escandalizo hasta el extremo de alabar, cada día más, la honestidad, esa cualidad humana que consiste en comportarse y expresarse con coherencia y sinceridad, y de acuerdo con los valores de la verdad y la justicia. Cuan valiosas son las personas honestas por aquello de que no solo implica una relación entre la persona y los demás, sino también de coherencia consigo mismos.
Espero que, aunque soplan vientos de hipocresía, insolidaridad, miedo y egoísmo, algún día reciban el merecido premio humano los honestos y solidarios, y seamos capaces de descubrirlos sin esperar a encontrarlos en los que venden humo, esos de palabra fácil y hueca. Mira alrededor que seguro hay alguno sin aspavientos.