En mi infancia recuerdo que uno de los consejos educativos más relevantes que me infundieron mis padres era el de no mentir. La verdad aparecía así como un refrescante resplandor de pureza en la manera de convivir con los demás. Decir la verdad era sinónimo de transparencia, y diría yo que signo de lealtad y ética hacia los demás. El mentir se convertía así en el pecado que llevaba a la confesión religiosa como la contravención más relevante de los designios que impidieran la entrada en el reino de los cielos. Hacer borrón y cuenta nueva hacía que la consciencia recobrara su tranquilidad. Hasta la próxima.
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