Si algo distingue al ser humano del mundo animal es la indefensión con la que nace y la necesidad acuciante y permanente de recibir el apoyo de los progenitores para poder supervivir. Supeditados, en definitiva, a lo que resulte de la buena práctica y cariño de quienes luchan para que te abras el camino.
Una etapa en la que, sin poder tomar tus propias decisiones, lo hacen otros por ti y, en algunos casos, se arrastran toda la vida. No todas ellas tienen ese calado, pero muchas inciden claramente en la dirección que se tome por aquello de la influencia recibida. Educación, dirán algunos; otros, un valimiento abusivo. A veces, esa influencia, aun siendo positiva y que propicia en el protegido unos valores inconmensurables, no consiguen el resultado propuesto. El desvío se produce por asentimiento propio cuando se desea tomar un rumbo diferente, ya en edad apropiada para ello.
El caso es que, desde ponerte el nombre, que es nuestra primera seña de identidad, hay todo un elenco de decisiones en un período de capital importancia para tu futuro como humano, que si no has tenido la fortuna de haber caído en el nido apropiado, puede llevarte a divisar un futuro plagado de curvas tediosas.
Lo del nombre tiene su gracia y, por fortuna, hoy ya aparecen mecanismos legales para solventar cualquier desagravio o infanticidio. Puedo hablar por mí mismo y la desilusión que me produjo cuando tuve ocasión de tener raciocinio suficiente; fue tan alarmante como para hacerme un tanto desdichado en la época donde la crueldad entre niños resulta evidente, dicho sea en términos de que por boca de los chiquillos sale la realidad de lo que se piensa. Es lo que tiene «colocar» un nombre no extendido y lejano a lo popular de los que proliferaban en la época, además de servir para completarlo con pareados poco agradables para el oído. Pero es que, además, se conformó con un doble nombre, producto y consecuencia de un consenso entre padre y padrino, en unos tiempos donde todo parecía girar en torno a esas dos personas. El resultado fue como una maldición a la criatura que –me imagino- dormía feliz en las cercanías de una madre igualmente dichosa y sin poder de decisión.
Lo más curioso es que, cuando ya sabía a lo que me enfrentaba, tuve que emprender una lucha que parecía eterna para intentar eliminar, primeramente, ese segundo nombre que ocultaba por todos sitios donde podía y que ahora no voy tan siquiera a mentarlo. Esto es serio. Ocurre que, en ocasiones, ese misterio escondido florecía por arte de magia para quedarte todavía más en entredicho. Todo tiene que ver con mi actividad como deportista aficionado, conocido en ese mundo del fútbol que desde pequeños ya produce cercanía entre mucha gente; cubría la portería de un equipo juvenil de reconocido prestigio en la localidad donde vivo, y al salir fuera de ella para participar en una competición pude encontrarme con la sorpresa que me daba la crónica que sacaba en prensa el diario que acogía la noticia del encuentro disputado, y que puso públicamente mi segundo nombre, además confundido –cosa lógica por lo poco común que sería para el periodista-. Todo el mundo me preguntaba por qué no había jugado el partido. Puede imaginarse la situación. Mi entrenador estaba muy dispuesto dando las oportunas explicaciones para general conocimiento. Pero la dichosa fortuna existe, y un acto de suerte producido por la dualidad de registros que en su momento permitían distinciones –el civil y el eclesiástico- generó que en el de plenitud de validez jurídica en la sociedad donde me movía, no apareciera la segunda inscripción. Un día de júbilo que lamento retumbara en la sede del registro donde un funcionario me pedía disculpas por no poderme reconocer un segundo nombre que no aparecía en los registros tecnológicos oficiales, y que con toda seguridad llegó al espíritu de mi querido padrino. Así, desapareció de un plumazo en mi flamante documento nacional de identidad.
En cuanto al primero, la vida no solo me ha permitido respetarlo por ser el mismo de mi padre, sino que, por el devenir de los tiempos, no lo cambiaría por nada del mundo. Me siento tan identificado a él como para sentir el orgullo que representa. Máxime cuando el transcurso del tiempo me ha permitido conocer las múltiples e ingeniosas elucubraciones que hacen los padres hoy en día para llamar a sus hijos como al animal de compañía, por aquello de que se busca lo insólito y único. No voy a poner ningún ejemplo por aquello de que nadie se sienta ofendido, pero me consuela pensar que esto de las modas es cíclico. Ya veremos la “factura” que pasan esos hijos a los padres para agradecerles lo especiales que han sido.
Si repasamos la evolución que se ha producido al respecto nos encontramos que, por regla general, hay familias plagadas de nombres que han seguido la tendencia de las modas impuestas por la televisión o el mundo del deporte o espectáculo en general. Otras, en cambio, se han machacado el cerebro para conseguir nombres más “literarios” o singulares, en la búsqueda de ser casi únicos en el mundo del universo. Hay publicaciones que para curiosos permiten conocer la diversidad y evolución, como la de Roberto Faure (“Diccionario de nombres propios”, Espasa) que contiene más de 13.000 nombres de todo el mundo con su consiguiente etimología.
Está claro, por ello mismo, que la costumbre de dar al recién nacido el nombre del santo del día ha ido cayendo en total desuso, como ha sucedido por igual con la de poner a los hijos los nombres de los padres, abuelos o padrinos, salvo que pudiera interesar. Así ocurre cuando se trata de perpetuar sagas familiares. En Estados Unidos existe esta costumbre y a muchos gentilicios se les añade el júnior para señalar que estamos hablando del vástago y no del progenitor. Otros nombres, en cambio, han quedado un tanto defenestrados por circunstancias especiales de algunos de sus portadores, como ocurrió con el de Adolf en Europa tras la Segunda Guerra Mundial.
La legislación que regula el registro civil en España ha experimentado igualmente una profunda reforma. Se admite ahora incluso, como plenamente válidos para su inscripción, nombres que antes era diminutivos (Lola, Concha, Pepe o Manolo), y en el plano de las exclusiones sólo lo hacen los que resultan por sí o en combinación con los apellidos, deshonrosos, humillantes o denigrantes.
El caso es que ahora puede ocurrir, como a mí me pasó recientemente, que escuchaba a una buena mujer repetir varias veces el nombre de “Pepe”, cosa que intuía como natural, pero me sorprendía ver salir de una maleza cercana un perrito que moviendo su rabo alegremente, se acercaba hacia quien fuera su compañera. No me atrevo tan siquiera a decir que fuera su ama, por si alguien me reprende por considerarlo un insulto. Porque como dijera San Francisco de Asís, «No te avergüences si, a veces, los animales están más cerca de ti que las personas. Ellos también son tus hermanos«. Así es la vida, llena de plenitud de casos de igualdad.
Con todo, y como rotulo esta entrada, no creo que el nombre de igual, y por ello mismo pediría algo de cordura a esos padres que deben tomar una decisión que considero importante. Porque Cristiano, Leo, Mireia, Serena o Garbiñe pueden ser hoy harto frecuentes y muy guay de cara al vínculo con los famosos deportistas que viven en estos momentos en estado de gloria, pero mañana puede ser una pesada carga para quien lo porte.
Desde luego, la elección de un nombre no ha de tomarse a la ligera. Yo agradezco a mi familia el mío, que no ha dado pie a ningún trauma infantil. Un interesante artículo que más de uno debiera leer. Un saludo.
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Mucha suerte has tenido Esther. Gracias por entenderlo, jajaja. Un saludo.
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