Recordando a mi máquina de escribir

         Hoy en día que la tecnología avanza a pasos agigantados, tanto como para que ya quede en desuso incluso el concepto de “nuevas” con las que hace poco se concebían, no puedo olvidar tiempos pretéritos en los que aventurarse a cualquier trabajo de índole administrativa llevaba consigo el domesticar a las manos en el uso de lo que entonces era la precisión y velocidad que debía adquirirse con las magníficas máquinas de escribir que adornaban todas las mesas de despacho. Qué decir de esos eruditos escritores que de la pluma estilográfica pasaron a verse beneficiados por el resultado del porreo machacón de las teclas de esa maquinaria, hasta saciar el apetito de ver escrito lo que la mente ocultaba.

          Era el progreso de entonces. Y no me resisto a volver la mirada atrás para situarme en el año 1974 cuando tuve el decidido propósito de presentarme a oposiciones para intentar ingresar como funcionario público en la Administración del Estado. Todo un reto por aquello de que el panorama no parecía tan alentador ante la multitud de opositores que tenían la misma intención. No eran tiempos donde abundaran las salidas laborales y un puesto en la Administración facilitaba la estabilidad y daba la magnanimidad propia de lo que suponía ser funcionario del Estado.

      Para cumplir el propósito tuve que enamorarme ciegamente de quien me acompañaría muchos días y horas, mi querida máquina de escribir que llegó a mis manos por la voluntad decidida de mi padre para que emprendiera el tedioso camino de su aprendizaje. No era yo de esos que gustara acudir a las clases multitudinarias en las que me inculcaran y facilitaran el uso y manejo de aquellas Olivetti que, como moles de hierro que producían un estruendo tremendo, resultaban apropiadas para la difícil competición que suponía aprender y adquirir velocidades de vértigo. Como el que aprende a usar un coche deportivo y espera el éxito en la competición, cuando se demuestre ser más veloz que los contrincantes.

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          En mi caso no era una máquina de esta índole la que pasó a ocupar el espacio más cercano. No se lo podían permitir mis padres y, como mi intención era enfrentarme en la soledad a esa tarea, apareció ante mí Erika, una preciosidad germana que me ofrecía sus encantos. Una máquina que, sin ser la más apropiada para la competición, sin embargo me atraía lo suficiente como para que no dejara de intentarlo. Con el coraje de un guerrero, y la asistencia de un viejo manual de mecanografía que circulaba por casa, fuimos congeniando lo suficiente como llenar hojas y hojas del machacón y rudimentario sistema, en horas de continuo tecleo que, a buen seguro, conocerían los vecinos tanto como para desear que el opositor culminara en algún momento su dichosa aventura. Sin desvanecer, mi Erika me entusiasmaba cada vez más. Textos completos que dulcificaban mi vista y me brindaban el coraje suficiente para acompañarme en el difícil camino que me proponía. Poco a poco, día tras día, las manos empezaron a soltarse, y acariciar a mi Erika era lo más hermoso que podía suceder, porque su respuesta era espectacular.

         Tras meses de devaneo, llegó el momento de la verdad. Con mi Erika acudí a la primera oposición a la que me enfrentaba y, sin poder recibir unas palabras de aliento de esta mi compañera, sí percibía el sentir de que estaba dispuesta a darlo todo. De qué valdría todo el trayecto que habíamos recorrido si ahora nos veníamos abajo. Sabíamos ambos que por ser difícil, más lo era por tratarse de una máquina que no podía compararse en fortaleza con esas Olivetti que se veían por todos lados. Su estridente sonido daba prueba de la fortaleza que poseían, contrastando con la delicadeza de quien hecha para brillar, se veía compelida al difícil enfrentamiento de estas pruebas cuasi bélicas.

         Pero el ruido tremendo de todo un mundo de personas ávidas de encontrar trabajo no acomplejó a mi Erika que, no sé cómo lo hizo, pero dio una soltura tal a mis dedos como para que, al final, entráramos en la línea de meta entre los premiados con el podium. Hasta me pareció ver cómo sonreía el artilugio mecánico.

     Seguimos juntos, como no podía ser de otra manera, y en los difíciles años que siguieron no había momento en que no compartiéramos compromisos. Trabajos mecanográficos, proyectos propios y un largo etcétera era las excusas válidas para juntarnos incluso en horas nocturnas. Pude así afrontar momentos donde el escaso sueldo de funcionario precisaba de ayuda complementaria para sacar una familia adelante. Cuando no para recoger esos textos que siempre me gustaba documentar. Sea como fuere el amor brindaba satisfacciones ahora inolvidables.

        Hasta que, en esa aventura que siempre es la vida, empezaron a surgir las primeras máquinas electrónicas. Esas que incluso permitían cambiar los tipos de letras con las que venían a denominarse “margaritas”, por aquello de estar todas en un círculo que se movía con la velocidad propia que le imprimía lo electrónico.

       Un nuevo amor inundó mi vida, propio de la imposición de los nuevos tiempos, pero no por ello pude olvidar a la que fue mi primer amor, y cuando han transcurrido nada más y nada menos que cuarenta y seis años, mi Erika sigue a mi lado, eso sí con el sosegado descanso que merece, sabedora como lo es que  mi corazón lo tiene ganado. Tanto como para no abandonarla mientras viva. Es mi vida, la que me permitió iniciar la actividad laboral y me brindó tantas horas de compañía. Sin hablar, ha dicho siempre mucho.

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      Claro que mi máquina de escribir electrónica, esta sí Olivetti, también se ha visto destronada. Los ordenadores aparecieron y hoy, claro está, vivir sin estas tecnologías no resulta posible. Pero también está presente en el museo de mis recuerdos. De mis pasiones.

        No puedo por menos que brindarles unas letras para recordarlas como merecen. Con todo, a mi Erika le debo mucho más. Lejos de lo electrónico, fue un amor puro, sincero…y  perduradero. Amén de agradecido por las puertas que me abrió, sin desvanecer. Con razón, los nombres tienen sus propios significados que, en este caso, en lo germano, es más que elocuente y verdadero. Erika significa «princesa eterna«. Así es, querida mía.

       Sin pretenderlo, a veces ocurre que lo material te llena hasta extremos inimaginables. Curioso el comportamiento y sentimientos que tenemos los humanos.

 

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