El mundo entero parece tambalearse en medio de este pasaje que nos toca atravesar por la dichosa visita de un extraño invasor que no tiene reparo alguno en propiciar –si se le deja- el exterminio humano. Con el furor de la batalla emprendida, la defensa se centra ahora en esa masiva vacunación que parece suponer el remedio a tamaña desdicha. Buscando inmunizarnos para tener una cierta normalidad en la convivencia, y soñando con dejar esas dichosas mascarillas que vienen ocasionando otros problemas de insalubridad añadidos. ¡Cuánto sopor a tamaño infortunio!
Bien pudiera pensarse que estando como estamos, cualquier otra cuestión queda relegada por suponer una nimiedad en comparación al problema principal. Más que nunca debería imponerse la única dirección de esfuerzos para que la afluencia de efectivos al ejército de defensa permitiera combatir con mayor fortaleza. Pero, no sabemos por qué razón, el caso es que el ser humano sorprende por su disparatada forma de actuar, imbuido en una permanente búsqueda del enfrentamiento y la dispersión.
Entro en el detalle de esta España tan querida por muchos como humillada por los que deberíamos estar agradecidos de encontrarnos en su seno. No hay cuestión o aspecto que discurra en paz, y más bien al contrario hace que nos veamos metidos permanentemente en un cuadrilátero pugilístico para darnos mamporros que no sabemos qué consecuencias podrá deparar. Es una lástima, pero el horizonte no parece divisarse con la nitidez que precisaría.
Veámoslo con un pasajero repaso a lo que acontece. Por lo pronto, eso de decir que eres español no parece que convenza a todos sus súbditos. El deseo desenfrenado por fragmentar el territorio no está aparcado y más pronto que tarde volveremos nuevamente a las batallas independentistas, que echarán el pulso que conviene a sus espurios intereses. Y el resto de pusilánimes viendo cómo gozan de privilegios especiales para acallar su repulsa, confabulándose con otros que igualmente “utilizan” el estado español para otros fines ilegítimos parecidos.
Las instituciones nacionales están puestas en entredicho, hasta el punto que nada coarta acciones contra esa monarquía parlamentaria que permitiera salvar en su momento el escollo de nuestra incipiente democracia y que ahora pretende erradicarse por populistas y extremistas de izquierda que, por no querer, no tienen tampoco reparo en deshonrar la propia bandera nacional. Sí, esa que si es menester se le prende fuego y a la que se le intenta privar del sitio que le pertenece. La Constitución y las enseñas nacionales no son admitidas y existe un desenfrenado deseo de restituir añorados pasados republicanos de corte comunista, aunque se suavice el término con la más moderna dicción de concebirse como “progresistas”.
Las fuerzas parlamentarias dejan de ser lo que deberían para convertirse sus súbditos en enemigos acérrimos, y ya nada impide el insulto como medio necesario para “parlamentar”. Las fuerzas extremistas avanzan, “progresan”, con una derecha que surge con virulencia para poner el contrapunto a las izquierdas impetuosas. El discurso de odio es una etiqueta que abre la puerta a una vasta y abusiva ejecución de prácticas coercitivas contra las ideas de los demás, hasta el punto de concebir a la democracia como la que aflora de una única posición. Conmigo o contra mí, no cabe posición intermedia.
Nadie se soporta y el gobierno de coalición no deja de ser una mera patraña que a pocos convence. Como con suma precisión señala el profesor Dario Villanueva, en el reciente ensayo que publicita bajo el sugestivo título de Morderse la lengua, “la mentira forma parte de los recursos propios de la práctica política, como de manera difícilmente superable Nicolás Maquiavelo reflejara en El príncipe”, hasta el punto que ya nadie se sorprende con escuchar determinados compromisos que son mera palabrería y que quedan en el aire para asumirse como algo que entra dentro de la normalidad. En el ejercicio de la bobería que nos pueda caracterizar, ya asumimos como un arte el hecho de mentir agradablemente. A decir verdad, estamos rodeados de “artistas”, dicho sea el término en el sentido metafórico que caracteriza a los sujetos que no se sonrojan por emitir bulos, mentiras o despropósitos verbales. Total, da igual porque no desnaturaliza la fidelidad que se mantiene a los encantadores de humo.
La estupidez humana, esa que llevó a Carlo Cipolla en 1988 a trazarle cinco leyes fundamentales, está tan arraigada en el ser humano que conviene no infravalorar, porque la estulticia está causando un daño tremendo a la sociedad y a las lenguas que la sustentan. Me lleva de lleno a ese terrible momento que pasamos los españoles dando continuas patadas al diccionario de la RAE, sea por ignorancia o por el decidido propósito de subvertir todo el engranaje lingüístico español para reprenderlo por el “machismo” que pretende atribuirle o por el desenfrenado deseo de convertir a la sociedad en modelo unisexual, que pasa por feminizar cuanto se pueda.

El desbarajuste lingüístico español no tiene un precedente tan inaudito como el que se vive en estos momentos. La contaminación inglesa es, por lo pronto, ciertamente preocupante. Los anglicismos llueven para todo hasta el punto que parece como de especial consideración mencionar en todo tipo de eventos, negocios, o conferencias y otros menesteres el correspondiente uso de palabras inglesas, relegando –e insultando diría yo- a la correcta traducción que permita al común de mortales españoles entender de qué se trata. Las campañas publicitarias del Black Friday, el Ciber Monday o la Fashion week son meros ejemplos de una práctica que llega a extremos inusitados. Ya no se tiene un preparador físico sino personal trainer; o en las estrategias de marketing entra de lleno el influencer. En fin, la tablet y otros menesteres tecnológicos no dejan de ser un cúmulo de términos que aun teniendo el correlativo en español se ven relegados por las palabras inglesas. Las fake news son palabros que utiliza ese político que se ve humillado por noticias falsas. Y así podríamos estar hasta quedarnos exhaustos por la abundancia de influyentes terminologías y la poca importancia que damos a nuestro idioma.
Pero no queda aquí la cosa. Se nos ha metido en la cabeza –o pretende hacerse ver- que el idioma español es machista, y el absurdo llega hasta extremos inusitados. Oír hablar a ciertos políticos es altamente cómico, y no solo por ese desenfreno en la referencia a ellos y ellas, sino también por aparecer como especialmente “progresistas” con un lenguaje que dicen es “inclusivo” y en el que aparecen palabras no recogidas en el idioma. Un intento inaudito de hacer ver que queda mucho trecho por recorrer a los inventores de circunstancias que son producto –digo yo- del aburrimiento al que se ven sometidos por no saber, no querer, o no dejarles hacer cosas que puedan beneficiar el progreso como nación.
No seré yo el que me oponga a la coherente reconducción de términos que puedan beneficiar la efectiva consideración de la igualdad entre hombres y mujeres, pero me van a perdonar que no comparta aquello que sale de quienes con la más absoluta ignorancia exprimen sus diminutas seseras para plantear que no se hable de mujeres y sí de «cuerpo feminizado o menstrual», o se sustituya la consideración de madre por la de «progenitor gestante o lactante», como se recoge en el proyecto de la llamada “Ley trans”, esa que plantea la libre elección del género, y que para el feminismo supone un borrado de las mujeres. O que se utilice el populismo como arma arrojadiza para divulgar en plena campaña electoral terminologías tales como “Hijo, hija, hije”, “niño, niña, niñe”, recogidas en el discurso de toda una Ministra de Igualdad.
Vuelvo a referirme al profesor Dario Villanueva, que con certeras palabras advierte que cuando se desprecia así el idioma, “y se ejerce desde una tribuna investida de autoridad pública el problema adquiere visos de gravedad extrema”. Y que lo digas maestro.

En fin, estos son aspectos de una decadencia que se vislumbra por doquier. Pronto tendremos que acudir a las socorridas palabras de “sálvese quien pueda”, porque no parece que el pronóstico haga desaparecer los nubarrones que nos acechan. Más bien al contrario, todo aventura a que no hayamos hecho más que empezar.