Sabido es, y así lo tenemos arraigado en los genes, que la picaresca española forma parte de nuestra cotidianeidad. Siempre, con gracia o sin ella, tropezamos con esos sujetos de dudosa moral que actúan con su astucia innata para obtener ciertos beneficios o para aprovecharse de una determinada circunstancia. La «astucia burlesca» viene de antaño y floreció en la época concebida como siglo de Oro de la literatura, período que se inicia con el Renacimiento en el siglo XVI, y continúa con el Barroco en el siglo XVII. Es en este período donde se extrapola a la novela esta peculiar forma de vivir y de actuar, destacando como personaje principal el pícaro.
El escenario novelesco vino a representar el modus vivendi de una sociedad triste y opaca, donde reinaba la hipocresía y el poderío de absolutistas y autoritarios; una época de decadencia moral y económica, de degeneración y corrupción, y de ahí que el pícaro surgiera por la necesidad de buscar la mejora de su condición social y, para ello, hacía uso de la astucia poniendo en práctica procedimientos poco ortodoxos, ilegítimos diríamos, como pueden ser el engaño y la estafa. En definitiva, unos personajes que vivían al margen de la ética y la moral.
El pícaro ha ido evolucionando con el transcurso del tiempo, adaptándose a los momentos de vivencia pero, en definitiva, conservando sus raíces impúdicas. La adaptación lleva a la figura del «golfo», coloquialmente concebido como esas personas que viven de manera un tanto desordenada, con costumbres poco formales y con la única preocupación de divertirse y entregarse a los vicios. Los golfos abundan y desde el escalón más simplista que pudiera ser el pillo y holgazán, se puede llegar a la esencia de los que no son otra cosa que unos sinvergüenzas y despiadados, abusando de posiciones que puedan hacerles perder cualquier respeto a los demás y, por tanto, convertidos en auténticos delincuentes morales y penales.
Los tiempos que corren traen a colación la expansión del fenómeno y de los fenómenos. El golfo alcanza el máximo de consideración para convertirse en un corrupto consumado, perdiendo el miedo a todo y a todos para adoptar un posicionamiento que, por lo generalizado de sus protagonistas, hace que surjan y pase el noticiero de los despiadados como los resfriados de una época invernal. Meter la mano donde no se debe se ha convertido en algo más que una agresión, y cuanto más se tiene más deseos aparecen para abarcar el vil enriquecimiento.

Traer a colación uno u otro caso me convertiría en simplista, limitativo de la abundancia que asola en la política, los representantes del pueblo, sindicalistas, gestores y otras especies que si los nombro es porque los casos y sujetos pueden fácilmente constatarse por las hemerotecas. Salvando, obviamente, a cuantos se libran de la quema por dedicarse honradamente a la tarea que les corresponde, que no son pocos por fortuna.
Cuanta pena da ver el bochornoso espectáculo que nos ofrecen los insensatos, en unos casos más tapados que otros, todo en función del poder que tenga el que pueda diluir la información que trascienda y conforme al temor que pudiera tenerse de ver descubierto el interior de las enaguas que les cobija. Las noticias resultan patéticas, y en función de la cadena o emisora que veas y escuches podrás apreciar más o menos detalles de todo aquello que prolifera en el mundo del «progresismo».
Y con estas mimbres se mantiene un sistema democrático, tan puesto a tambalear como quieran los que tienen la sartén por el mango. En su cotidianeidad, el parlamento pare leyes de toda índole, sacadas de la cocina como churros, con errores técnicos más que apreciables y, en gran medida, acudiendo a chorradas a mansalva que sacan los que en un ambiente hostil y de aburrimiento pretenden regular hasta cómo, cuándo y con quién hay que hacer uso del sexo, y en el colmo de la soberbia se les pasa por la cabeza incluso dictar leyes que penalicen a las empresas que trasladen sus sedes principales fuera de España, todo ello en un clima de disputas rencorosas y de puro odio entre los parlamentarios, el abuso de las mentiras despiadadas, el menosprecio a jueces y magistrados, los corruptos saliendo del armario un día sí y otro también, el fenómeno deportivo envuelto en escándalos arbitrales, la presencia de silencios inexplicables, entremezclado todo ello con los conflictos bélicos existentes y que se retroalimentan, subsumidos en ataques sin piedad al ecosistema, el penoso panorama de gente que va y viene por el mundo buscando donde vivir, y un largo etcétera de infortunios que nos hacen esta vida cada vez más complicada y difícil de entender.

El protagonista de las maldades me lleva a recordar una ley que cuando oí pronunciarla por primera vez me hizo ver un mundo de gente hostil y que ahora bien parece que traerla a colación pudiera ser el presagio de la necesidad de contar con algo que la imitara, al menos en cuanto al calificativo que pueda otorgarse a tanto despiadado que arrasa en los despropósitos. A buen seguro que dada la travesura de infortunio vivida en tiempos atrás en esta España tan polivalente y, salvo los más avanzados de edad, casi pudiera decirse que todos pensarán que se trata de una ley de represalia franquista, para exterminar los que pudieran poner en peligro la vida de los «honorables ciudadanos», pero relucen sorpresas.
Me refiero a la que fuera denominada como Ley de Vagos y Maleantes, nacida en el año 1933 durante la II República, con raíces socialistas por tanto y pretenciosa de controlar a todo aquel que encajara en el concepto de «estado peligroso», considerados como tales, entre otros, a los vagos habituales, proxenetas, los que no justificaban sus ganancias, los que explotaban juegos prohibidos, ebrios y toxicómanos habituales, o los que suministraban alcohol a menores. Vamos, lo que podía entenderse como escoria de la sociedad. En su alcance sancionador no se les imponía pena alguna, sino que se les asignaban medidas de seguridad, pudiendo ser recluidos en centros de internamiento, prohibiciones de vivir en un determinado lugar, aislarlos con fines curativos o en el caso de extranjeros el poder expulsarlos del país.

Quien fuera catedrático de Derecho penal de la Universidad de Sevilla y magistrado del Tribunal Supremo de Justicia, Federico Castejón y Martínez de Arizala, se refería a este texto legal con el siguiente discurso que, en su espíritu, no estaría de más que proliferara en los momentos presentes:
«…reconociendo como realidad indiscutible la existencia de costumbres inmorales que, sin llegar a traspasar los linderos de la ley penal, exigen, no represión pero sí profilaxis social; no castigo, pero sí encauzamiento hacia normas de rectitud y legalidad, se ha ideado un sistema de regulación jurídica para atraer al seno de la sociedad honrada el enorme número de personas en la zona indecisa de lo ilícito y lo lícito, de lo ético y de lo inmoral…»
Ya en 1954, con la dictadura franquista, se aprovechó el camino abierto y se desvirtuó su propia esencia para introducir una reforma que ampliaba el colectivo, afectando a homosexuales y terroristas. En 1970, se transformó para pasar a denominarse Ley de Peligrosidad y Rehabilitación social, que ampliaba los colectivos incluyendo a drogadictos, prostitutas e inmigrantes ilegales, amén de establecer medidas más duras como el internamiento en cárceles y manicomios. Tras la muerte del dictador, la ley se mantuvo en parte vigente hasta su completa derogación en 1995.
El repaso histórico no viene al caso más que para dilucidar aspectos que hoy parecen haberse perdido. No es tan solo la justicia, el derecho penal quien deba criminalizar e imponer penas a los defraudadores de la ley por actuaciones punitivas. También debería existir un código ético y moral que hiciera tambalear a los que campean con la carita alegre de sus travesuras, de su ataque a la sociedad y a los ciudadanos, por la poca conciencia que tienen de sus fechorías, del terrible daño que hacen a un país que para sobrevivir tiene que volverse de espaldas y aplaudir a los desaprensivos que mandan e impiden tan siquiera discrepar de sus postulados absolutistas.

La España democrática exige respeto y respetabilidad. No a la vida de golfos, a esos vagos y maleantes que se aprovechan de las estructuras democráticas y que no merecen más que ser reprochados por la sociedad que burlan y a la que esclavizan con su maligna golfería.
Esa famosa ley de vagos y maleantes ( producto de la factoría psoe ) es la que debería estar en vigor con las correspondientes modificaciones posteriores y no haberla derogado. Y además si han robado o malversado dinero, que lo devuelvan y penen con privación de libertad e inhabilitación.
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