La mujer y el arte

Para cuantos me puedan seguir o leer, cumplidos ya con éste quinientos relatos en el blog que iniciara su andadura en diciembre de 2016, podrán advertir que me mantengo fiel al compromiso inicial, que no era otro que diversificar mi aportación con lo que en cada momento pudiera estar viviendo o conociendo. No ha sido, pues, mantener como intención la de monopolizar mi línea de escritura en una determinada temática, sino la de plasmar aquello que guía mi pensamiento y que aparece en la portada de mi blog: «Lo que me gustaría contar, merece ser escrito».

En este número parto de una premisa. Me gusta la pintura y en cuanto puedo me abstraigo de lo que me rodea para introducirme en este mundo apasionante. También aquí soy polivalente, y no mantengo una única dirección pintoresca. Todo entra y encaja en mis intenciones, aunque obviamente no todo reciba el mismo resultado. En general, permanentemente me reto y busco siempre lo que me pueda aportar algo a mis sentimientos y forma de ser.

Ahora tenía la necesidad de buscar un personaje que a lo largo de la historia me atrajera lo suficiente como para incorporarlo a mi colección de pinturas. De modo que acudiendo a ese grandioso mundo de internet empecé a buscar algo que cumpliera mi objetivo. En ese repaso de personajes me producía una cierta atracción la figura de una mujer que unía una paleta de pintura a su vistosa fisonomía apropiada a los tiempos que se vivían. Vi cómo mis intenciones encontraban lo que pretendía. No quedó ahí la cosa y la curiosidad me llevó a conocer algo más que lo que pudiera aportarme esta imagen. Descubrí así a una mujer apasionada por el arte de la pintura que mereció su reconocimiento en pleno siglo XVIII. El recorrido de su vida supuso un aliciente todavía mayor para llevar al lienzo la diversidad de tonos al óleo que merecía la figura.

En unos momentos donde parece que se trata de ensalzar a la mujer simplemente por serlo, incluso intentando abochornar al hombre como tal, me parece oportuno valorarla en la esencia que representa sus propios valores, tan loables y reconocibles como pueda tener cualquier otro ser humano, independientemente del género o subgénero que preconice. El ejemplo de su valía, no exenta de dificultades en su trayectoria vital, lo encuentro en Marie Louise Élisabeth Vigée Le Brun, una parisina nacida en el año 1755, en etapa monárquica francesa, que vivió el peligro que para su persona pudiera suponer la revolución francesa, con emparejamiento fallido, y que finalmente y tras un amplísimo repertorio de retratos (660) y paisajes (unos 200), puede decirse sin temor a equívoco que fue la pintora francesa más famosa del siglo XVIII.

Aun con todo, puede que resulte un tanto desconocida para cualquiera, esté o no introducido en el mundo del arte, quizá por el hecho de ser mujer y no haber recibido los beneplácitos que merecía su gran legado. Nunca es tarde para que todos resaltemos su obra y a buen seguro que en su descanso eterno sentirá el regocijo celestial que le pueda hacer revivir lo que sus huellas han dejado.

El tiempo hace florecer lo bello y buena muestra de ello lo tenemos en el reconocimiento que recientemente le daba también el Museo del Prado de Madrid, restaurándose para su exposición pública dos cuadros de la pintora que se encontraban en los almacenes de la institución. Se acentúa así el papel de la mujer en el arte. Se trata de dos retratos, uno de María Cristina de Borbón (c. 1790) y otro de Cristina, reina de Nápoles (c. 1790). Ambos lienzos convertirán a Le Brun en la sexta mujer en ser expuesta en las salas del museo. Bien lo merece.

Élisabeth nacía en el seno de una familia sencilla, hija de Louis Vigée, un retratista especializado en pintura al pastel cuya reputación facilitó a la familia acercarse a la nobleza francesa. Un padre que ya advertía los dotes de su hija y llegó a vaticinar: «serás pintora, hija mía…». Esta relación hacía que recibiera su formación en el taller que poseía su padre, enseñándole los procedimientos más rudimentarios del arte. No podía ser de otra manera pues la hija era menor como puede imaginarse si se tiene en cuenta que contaba con 12 años cuando falleció su progenitor.

Este triste desenlace hizo que proliferaran los problemas económicos de modo que su madre se volvió a casar con un hombre que no llegó nunca a llevarse bien con Élisabeth. Para destensar la convivencia, su madre la animó a seguir su educación artística, cosa que empezó a dar sus frutos y a los 15 años ya contaba con su propio estudio que atrajo a un gran número de figuras prestigiosas para que posasen ante ella. Sin embargo, lo que ganaba se lo quedaba su padrastro.

Se casó en 1776 con Jean Baptiste Pierre Le Brun, pintor y comerciante de arte, siete años mayor que ella, que ahora fue el que recibía las ganancias de su mujer, que lo hacía para cubrir así sus vicios de juego y otras diversiones, según cuenta la afectada en las memorias que ultimara.

Cuando tenía 23 años fue llamada a Versalles para pintar un retrato de María Antonieta, un primer encargo que le hacía su madre María Teresa de Austria en un vestido regio. Su éxito hizo que prontamente se convirtiera de manera casi oficial en una artista de corte extremadamente bien pagada.

Tenía la misma edad que la reina y compartían los mismos gustos basados en una estética bucólica que quedó plasmada sobre el lienzo, en un cuadro que se convertiría en escándalo. La reina llevaba un ligero vestido blanco con un sombrero que chocaba tanto con los rígidos y recargados vestidos de corte que finalmente tuvo que ser retirado del Salón. Se vino a decir que era una ofensa ver a augustas personas en público llevando prendas que se consideraban reservadas para la intimidad del palacio. No obstante esta circunstancia, la reina posó para Élizabeth más de treinta veces, y en más de una ocasión con una rosa en la mano, una flor que la soberana adoptó como símbolo propio.

Además de ser una de sus clientas habituales, María Antonieta también fue clave en el nombramiento de Élisabeth como miembro de la Real Academia en 1783, convirtiéndose en la retratista favorita del París prerrevolucionario.

Como consecuencia de la revolución francesa, para escapar de la guillotina decidió marcharse a Italia con su hija de nueve años. El marido fue obligado a divorciarse por la deserción. El exilio de la pintora duró doce años, llevándole a viajar por toda Europa y Rusia, conociendo las diversas técnicas de la pintura.

Cuando pudo regresar a Francia, en 1802, volvió a hacerse hueco entre la aristocracia de la época. Pronto encontraría la compañía regular de Josefina, primera esposa de Napoleón Bonaparte.

Murió en su residencia de París el 30 de marzo de 1842. En su lápida se lee el siguiente epitafio: «Ici, enfin, je repose…» («Aquí, al fin, descanso…»). Fiel reflejo y culmen de su tránsito ajetreado.

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