Silos, antídoto humano

Por tercer año acudo en fechas navideñas a ese remanso de paz que para mí supone alojarme por unos días en el Monasterio de Santo Domingo de Silos, esa abadía benedictina ubicada en la provincia de Burgos (Castilla y León, España), compartiendo los instantes con los monjes que ocupan este refugio contra el bullicio, y permitiendo saborear el frescor que se respira en este bello paraje, solamente roto por el deleite que representa escuchar las campanas y los cantos gregorianos que por momentos brindan al cabo del día los protagonistas del lugar. 

No falta la grata compañía de otros hospedados, entre los que están los ya imbuidos de una amistad forjada por los años de coincidencia a los que yo considero como puestos por ese nuestro Dios para prestar ayuda moral y que la soledad no lo sea tanto. Mario, Manolo y Luis son ya tres personas tan arraigadas al entorno como para considerarlos parte de la grandeza del lugar. Debo añadir a dos almas sevillanas, los hermanos Juan y Antonio, que vienen siendo igualmente amistades forjadas con el tiempo para departir momentos de oración y asueto. Propulsores todos ellos de mi recarga mental.

No me referiré ahora a todo aquello que ya tuve oportunidad de relatar anteriormente, en esas entradas que citaré al final para quien pudiera interesar conocer más a fondo cuanto concierne al monasterio, en los que pueda igualmente encontrarse un enlace a youtube en los que me permití en su momento dar algunas explicaciones sobre el famoso claustro existente en el recinto. Mi propósito es, ahora, hacer un relato sobre esta última visita y algunos aspectos que pudiera destacar.

Tras atravesar la península y recorrer casi seiscientos kilómetros, llego al lugar para encontrarme con el grato recibimiento que siempre da el padre Moisés, encargado de la Abadía, que me facilita esa celda-habitación que cumple con las necesidades básicas, acordes por tanto con lo poco que preciso. Mobiliario imprescindible compuesto de una cama y dos mesillas, una mesa escritorio con lámpara, y dos sillas, un cuarto de baño y un habitáculo-armario que sirve de ropero. Un ventanal permite entrar la luz natural y divisar en la cercanía el huerto del monasterio y el horizonte presidido por las sierras del lugar. Tengamos en cuenta que el enclave lo es en el ámbito geográfico meridional de la sierra de la Demanda, entre la Peña de Carazo al norte y las Peñas de Cervera al Sur, y tanto el centro monástico como el núcleo urbano están en un pequeño valle, conocido como valle de Tabladillo desde el siglo X, surcado por el arroyo Mataviejas y el río Peñacoba que se dirigen hacia el oeste buscando el río Arlanza.

Esta visibilidad es variopinta dependiendo de la climatología. En mi estancia he podido ver tanto el verdor del valle en días soleados como la lluvia y la blancura que dejan esas heladas y nubes bajas que presagian algo que aquí no es tan infrecuente, las nieves que por estas fechas también quieren visitar el entorno. La belleza es, en cualquier caso, la razón de ser de una zona agraciada, aunque no dejan de advertirse los difíciles momentos que se pasaron en fechas no muy lejanas, con los resquicios de una negrura dejada en recuerdo de los temerosos incendios que acosaron el lugar y que llevó incluso al desalojo del vecindario y monasterio.

El pequeño pueblo y caserío que se acercan al monasterio dan buena muestra de esta hermosura singular. Casas empedradas, a tono con la zona, de claro marcado castellano; calles repletas de encanto con algunos escudos de nobleza inmortalizada en piedra, chimeneas que humean para dejar caer ese olor tan característico que da el quemado de leña, y los pocos resquicios que quedan de la época medieval de antaño, de los que sólo se divisan dos puertas, la de San Juan y de la Calderera y los paños que cierran la huerta del monasterio. Al lado de la puerta de San Juan puedo advertir un gran manantial que es conocido como «fuente grande», que surte de agua al monasterio a través de la «fuente del cañuelo» o «del santo» y que además aporta agua al lavadero cercano.

No faltan ahora esos adornos navideños en los que cobran especial relevancia los árboles lugareños, de porte bajo, desprovistos de toda hojarasca, y que con las luces navideñas acopladas ofrecen una fisonomía muy apropiada para estos momentos. Lucen en la noche como si fuera un manto brillante.

Contrastando con esos momentos de derroche navideño, encontrarse en este lugar es tanto como mantener los pies en el suelo para dar valor a algo tan básico como puede ser la comida, aquí poco copiosa pero suficiente para una alimentación acorde con la idea de humildad que preside el lugar. En compañía de los hospedados, unos monjes llenos de delicadeza te ofrecen lo que tienen y pueden darte, en un servicio que deseas compartir para hacerles la tarea lo menos gravosa posible. Esa unión hace que se sientan felices tanto los que te acogen con humildad y amor, como los favorecidos por este compartimento.

Si buscas hacer turismo o saciar tus apetencias subliminales, estás equivocando el lugar. Aquí el respeto, el silencio, la tranquilidad y la humildad en sus diversas manifestaciones son las notas que presiden la estancia. Apreciar estos elementos y circunstancias son los que dan valor al lugar y se buscan para huir de lo que constituye mera artificialidad de una sociedad imbuida en el consumo desenfrenado. Bajar al terreno llano de vez en cuando es una cura bastante saludable para el ser humano. Para valorar con mayor gratitud cuanto pueda tenerse.

No quiere decirse que en momentos puedas abandonar el monasterio para imbuirte en la naturaleza apreciando alguna de las muchas rutas que te ofrece. En este caso, mi amigo Mario y yo decidimos una mañana completar a pie la ruta del cementerio de Sad Hill, para llegar a un lugar emblemático de la industria cinematográfica de hace casi setenta años, dentro de los límites municipales de Contreras y Santo Domingo de Silos,  que sirvió de rodaje de la escena final de la famosa película de «El Bueno, el Feo y el Malo». El director Sergio Leone halló aquí, en la Peña de Villanueva y en el valle del Arlanza los escenarios adecuados para el rodaje.

Iniciamos la ruta atravesando la Plaza Mayor de Santo Domingo de Silos, dirigiéndonos hacia el norte para llegar a un sendero que va escalando progresivamente durante unos tres kilómetros para ir divisando las maravillas que ofrece el valle. Una enorme extensión de enebros se ven que están arrasados por el fuego que hace algo más de un año se produjo en el lugar, y que ahora intenta recuperarse.

Llegados al Alto, disfrutamos de preciosas vistas que encuentra como fondo, a lo largo de este enorme valle, el anfiteatro de piedras y los círculos concéntricos formados por cinco mil cruces que conformaron el famoso cementerio. Al fondo un arsenal de rocas que sin duda recuerdan a los entornos que tanto servían de fondo a las películas del oeste americano.

Tras bordear la zona llegamos a la parte baja para encontrarnos con un impresionante silencio que te hace recordar los instantes en que Clint Eastwood, Eli Wallach y Lee Van Cleef se disputan en un duelo a tres o «triello» los 200.000 dólares que están escondidos en la tumba del desconocido. Por momentos fluía en mis oídos la música que Ennio Morricone dedicó a tan magnánima escena. E incluso hice sentir en mi cuello la soga que cuelga del famoso árbol de la escena final.

La vuelta la hacemos por el mismo camino de ida, eso sí ya en vehículo. El amigo Manolo se muestra siempre gallardo para permitirnos que no fuera excesivamente cargante la caminata del día.

Los monjes benedictinos ven mermados sus efectivos con el paso del tiempo. El «ora» y «labora» no parece que sea reclamo para un mundo donde la complacencia con las mejoras que se obtiene por el bien vivir hacen que pocos sean los que se sienten atraídos por esta vida de recato. Recientemente ha fallecido uno de los que se mantenían al pie del cañón, y otros van completando años que claramente denotan cómo van dejando la huella. Conversar con el padre Florentino (92 años) o el padre Bernardo (89 años) son claros ejemplos de esa voluntad innata que tienen para seguir batallando. Este último haciendo posible que el órgano resuene en la estancia para acompañar a los coros. Entre agudos y graves, el padre Ángel y el padre Moisés llevan la batuta del grupo, dividido en sonoridad. Hasta que Dios quiera. Pero este año no pude contemplar ningún novicio y eso ya es sintomático.

Decía el padre Bernardo que le gusta leer el libro que aparece en la abadía para que los huéspedes muestren, si a bien lo tienen, su reflejo en palabras de lo vivido en estos días. En particular ofrecía la versión de alguien que quedó plasmado que en Silos hay muchos sonidos: el del aire, la fuente del claustro, el movimiento del ciprés, el canto de los pájaros, los cantos gregorianos, … pero el más potente de todos es el del silencio. Se tiene por norma y exigencia, aunque los tiempos cambian y ya parece que algunos monjes no tienen inconveniente en dar los buenos días, tardes o noches, rompiendo así el magnánimo silencio al que se comprometen y que se mantenía a ultranza.

Especiales y abundantes son los momentos que se pasan en esa iglesia tan robusta y llena de encanto para los que mostramos nuestra creencia cristiana. Un enorme Cristo crucificado preside el templo. Desde temprana hora (6 de la mañana) hasta entrada la noche (22:00 horas) se suceden las distintas oraciones con la abundancia del latín en los cantos gregorianos. La bendición final del abad al concluir la última oración y con la penumbra de una escasísima iluminación hace que se camine hacia el descanso nocturno con la sosegada calma interior. Evadirse en esta estancia para involucrarse en la oratoria es tanto como escuchar el sonido de los pájaros en medio de la naturaleza. La afluencia de público y no solo de los que se hospedan aquí, es una clara muestra de que Silos tiene algo que invade e involucra al ser humano. Por curiosidad o por fe, no hay nada más apropiado para una paz que se ansia en momentos tan difíciles para la humanidad y el batallar de lo cotidiano.

Concluyo así una nueva estancia, y mis sentimientos los plasmo igualmente en la nota que dejo escrita en ese libro que evoca la historia de lo que va sucediendo con las visitas que se tienen.

«Sentí de nuevo tu llamada,

Volví a regocijarme en tu refugio,

Siempre en Navidad.

No sé el motivo ni el porqué,

Pero aquí lleno mi mochila de amor.

Retorno esperanzado con ser mejor persona,

Te llevo en mi corazón,

Tanto como para querer volver,

Cuando presienta de nuevo que me reclamas.

Monasterio de Silos, no sé qué contienes,

Pero a pesar de la distancia,

me atraes como la fuerza de un imán.

Volveré…, si Dios me lo permite.

Gracias a estos monjes que orando y labrando hacen que Dios nos oiga.

Con todo mi amor»

Otros relatos sobre el Monasterio de Silos:

https://wordpress.com/post/elblogdechano.com/57265

https://wordpress.com/post/elblogdechano.com/56306

Un comentario en “Silos, antídoto humano

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