Si hay una ciudad que me entusiasma es París, la capital francesa que se sitúa en el centro norte de su territorio y que -por algo será- es de las más visitadas del mundo, además de ser cuna de algunos movimientos vanguardistas. Su trayectoria histórica, el rico patrimonio que atesora, las múltiples facetas culturales que la envuelven, sus ilustres personajes que han protagonizado episodios políticos, militares, culturales constituyen claros y contundentes motivos para no dejar de acudir a sus entrañas.
Son muchas las formas que tiene esta ciudad de visitarla o las expectativas que se pretendan cubrir, y a buen seguro que si acudes a ellas en varias ocasiones siempre descubrirás algo nuevo, o simplemente te interesará averiguar otras cosas, de las muchas que aquí pueden advertirse. Paseando, utilizando los medios públicos, o mediante la oferta de tour operadores, es posible recorrer su extensión. Otra cosa será el tiempo que puedas dedicar a cada sitio pues ello dependerá, sin duda, de los días que estés y de los recuerdos que puedas tener de visitas anteriores.
En mi caso, aunque para cubrir expectativas utilizo los medios referidos, no deja de ser un auténtico placer simplemente pasear por calles y bulevares que te enamoran por la fisonomía tan altruista que presentan, para sentarse en algunas de las numerosas cafeterías parisinas que encuentras en el recorrido, repletas de gente charlando, leyendo o tomando notas, y que te atraen por ese ambiente especial que se respira, y con ello dar rienda suelta a la mente y disfrutar del permanente trasiego de ciudadanos y turistas; deleitándose con el sonido de fondo que brinda alguien que interpreta esa emblemática canción de “La vie en rose” de Edith Piaf, o cualquier otra de Charles Aznavour o Mirelle Matieu.
Reparar en las majestuosas luminarias que dan empaque al entorno; divisar las floristerías en plena calles, sentir el sonido del agua en las fuentes que abundan…
Y divisar el mobiliario urbanístico entre las cuales están las famosas columnas llamadas Morris, creadas por el impresor Gabriel Morris, que obtuvo su concesión en 1868. Mantienen una forma cilíndrica, son de color verde y desde que fueron creadas no presentan mucha evolución en su aspecto general; además de la función artística que presentan en todo el entramado de la ciudad, sirven principalmente de soporte para la publicidad de espectáculos y películas, con iluminación nocturna, además de que algunas son giratorias, pudiendo utilizarse su interior para almacenar el material de limpieza de las vías públicas, cuando no para albergar inodoros o teléfonos públicos. Sea como fuere, los detalles llenan y te permiten contar la experiencia con verdadero placer en lo que ha quedado grabado para el recuerdo eterno.
Brevemente hay que hacer referencia a su historia más reciente de París, por aquello que nos dará una muestra clara del proceso que ha seguido la urbe que ahora visitamos y que nos sitúe en condiciones de comprender con un poco más de profusión lo que vamos a ir viendo.
Todos los momentos son relevantes en la historia de los pueblos pero quizá hay que considerar momento neurálgico el que afecta al siglo XVIII, que fue cuando se produjo un acontecimiento que convulsionó a la nación francesa. Tras la instauración de la monarquía absoluta durante las primeras décadas y de la llegada del movimiento de la Ilustración y sus ideales, tuvo lugar la Revolución Francesa, cuyo principal objetivo fue la eliminación del absolutismo monárquico y que finalizó con la histórica y conocida toma de la Bastilla, en julio de 1789.

La Bastilla era una poderosa fortaleza que dominaba los barrios populares del este de París, símbolo de la autoridad arbitraria de la monarquía absoluta. En su origen se construyó como una fortificación contra los ingleses durante la Guerra de los Cien Años, pero Richelieu la convirtió en prisión del Estado. Entre sus paredes pasaron algún tiempo personajes famosos como el escritor Voltaire, que escribió allí su tragedia Edipo, el marqués de Sade, y Diderot, colaborador de «La Enciclopedia» (obra magna compuesta por 72 000 artículos, de los cuales unos 6000 fueron aportados por el propio Diderot). El 14 de julio de 1789 miles de trabajadores parisinos armados tomaron el lúgubre edificio, que por entonces sólo custodiaba a siete prisioneros. Fue el primer paso hacia la Revolución francesa, que ya no se detendría hasta acabar con la monarquía francesa y conducir al rey, Luis XVI, y a su familia a la guillotina.
Tras este suceso, con el golpe de estado y la toma de poder de Napoleón Bonaparte en 1799 (Primer Imperio francés), el país experimentó una gran expansión que se detuvo cuando fuera derrotado, produciéndose un período de inseguridad política que llevo a una deceleración en el crecimiento. Una vez que se restauró el poder a la Casa de Borbón, tres reyes-bastante ineficaces, Louis XVIII (1815-1824), Carlos X (1824-1830) y Luis Felipe, intentaron restaurar a Francia la potente monarquía del pasado. Sin embargo, tanto el pueblo que vivió los cambios producidos por la Revolución Francesa como los radicales de la clase obrera pobre no estuvieron dispuestos a volver al antiguo status quo. El pueblo se sublevó, primero en 1830 y nuevamente en 1848; esta última vez tuvo como resultado la destitución de Luis Felipe como rey.

Se estableció la Segunda República en Francia poco después de las elecciones que llevaron al sobrino de Napoleón, Louis Napoleón Bonaparte, al cargo de presidente. Dos años más tarde, en 1851, Luis Napoleón asestó un golpe de Estado y se autoproclamó emperador Napoleón III del Segundo Imperio (1852-1870).
Curiosamente, siendo la monarquía arrasada por el pueblo, es recordada en todo el entramado de la ciudad, al igual que el imperio de Napoleón, y conserva monumentos erigidos a estos personajes históricos sin controversia alguna. El orgullo de este pueblo está, precisamente, en mostrar su historia, con sus luces y sombras. Encomiable.
París experimentó un crecimiento urbanístico espectacular en el período comprendido entre 1852 y 1870, gracias a la supervisión del barón Haussman como prefecto de la ciudad. La fisonomía urbanística cambió, reconstruyéndose el centro, destruyendo sus muros y expandiendo el territorio metropolitano. Se restauraron las fachadas, se remodelaron los espacios verdes, el mobiliario urbano, se creó una red de alcantarillado y se diseñaron los trabajos de conservación en monumentos públicos. Se superaron los estrechos callejones del viejo París y se crearon anchos bulevares y grandes plazas.
Dicho lo anterior, entremos en detalles de la visita. El paseo permite descubrir monumentos, museos y atracciones, algo que ennoblece todavía más esta grandiosa ciudad. Rica por fuera y también por dentro. O, lo que es lo mismo, en la forma de lo que aparenta y en el fondo de lo que realmente tiene.
El recorrido va a partir de la Plaza de l´Opéra, en el que se encuentra el Palacio Garnier, enmarcado en la política de reestructuración que París llevó a cabo por Haussman a mediados del siglo XIX. En el concurso internacional que se hizo para acoger el deseo de Napoleón III de disponer de una edificación que albergara la “Academia Imperial de Música y Danza” fue reconocido como ganador, entre los más de 170 proyectos presentados, un joven arquitecto casi desconocido en París: Charles Garnier. Su inauguración se produjo el 15 de enero de 1875, a partir de cuya fecha marcó el nuevo marco de la belle époque. Un lugar que inspiró a Gaston Leroux para su gran y conocida obra: “El fantasma de la ópera” (1910).
El palacio está ricamente adornado en el exterior e interior, y su visita resulta obligada. Garnier convocó a catorce pintores y mosaiquistas y 73 escultores para la ornamentación del palacio, que dieron este fabuloso resultado. No es de extrañar, por tanto, que solo divisando su fachada y entorno exterior te pases bastantes minutos apreciando su belleza. De día y de noche.

Entras en su interior y sigues asombrándote al encontrarte de lleno con una impresionante escalera de mármol, rodeada de farolas y luminarias que dan esplendor a la subida para advertir otros elementos llamativos, los foyers, esos vestíbulos o espacios dedicados al paseo en los entreactos, ricamente decorados con mosaicos sobre fondo dorado, concebidos por Garnier al estilo de los grandes palacios franceses, como el palacio de Versalles. Te asomas a la sala de espectáculos y detectas su preciosidad, decorada en tonos rojos y dorados, e iluminada por una enorme araña de cristal que ilumina el curioso techo pintado por Chagall; tiene forma de herradura. Se compone de 1.900 asientos forrados en terciopelo rojo.
Durante la construcción, Napoleón III pidió a Haussmann la apertura de una gran avenida que uniera la ópera con el palacio de Tullerías, donde él residía. Para ello fue necesaria la expropiación y demolición de todo un barrio y la avenida de la Opera fue concluida en 1879, cuatro años después de la inauguración del Palacio de la Opera. La Avenida de la Opera se verá con tiempo bordeada por residencias burguesas, tiendas de lujo, bancos y sedes de compañías de seguros.
Desde la plaza de l´Opera y por la rue de la Paix llegamos a una de las plazas públicas más llamativas de París, la place Vendôme con una arquitectura histórica que cumple con las compras de lujo en un gran espacio, situada en el distrito uno de París. El majestuoso conjunto de edificios de principios del siglo XVIII diseñados por el arquitecto Jules Hardouin-Mansart, rodean la plaza. En el centro se encuentra una enorme columna de 43 metros, que culmina con una estatua real de Napoleón en lo alto, sobre un pedestal de mármol blanco.

La estatua fue creada por el propio Napoleón, en sustitución del anterior monumento al rey Luis XIV, una vez que había dominado la plaza. Hoy un grupo de hoteles de lujo, incluyendo el Bristol y Park Hyatt, se han unido al Ritz, prestando a la plaza un aire de grandeza y los edificios próximos deslumbran con salas de exhibición exclusivas de joyería.
Volviendo a poner los pies en la tierra alcanzamos la espléndida avenida de l´Opera cuyo tramo final nos permite completarla con una pequeña plaza que alberga una estatua completamente dorado de Juana de Arco.
Cruzamos la rue de Rivoli para llegar a la plaza du Carrousel, en el que se encuentra el Arco del Triunfo del Carrusel, justo donde antes se levantaba el palacio de Tullerías, entre los jardines y el Museo del Louvre.

El Arco se construyó entre los años 1806 y 1808 para conmemorar las victorias de Napoleón de 1805. Tiene una altura de 19 metros, con columnas que están decoradas con escenas de las victorias en mármol rosa y en un principio se coronó con los caballos de la Basílica de San Marcos de Venecia. Tras la restauración de los Borbones, devolvieron los caballos y en 1828 se reemplazó por una cuadriga esculpida por el barón François Joseph Bosio, que conmemora la restauración borbónica tras la caída de Napoleón.
La entrada al Museo del Louvre es única y fácilmente reconocible. En un entorno donde lo clásico predomina con esplendor, una grandiosa pirámide de cristal nos recibe, en una explanada que se ve abarrotada de personas deseosas de adentrarse en su interior para conocer uno de los más grandiosos y espectaculares museos. Se dice que es el mayor del mundo, ubicado en una originaria fortaleza medieval, convertida por primera vez en galería de arte privada con Francisco I, deseoso de exponer su botín italiano. Pero fue Enrique VI quien añadió varias galerías, completándolo en 1610. En 1793 se transformó en el museo del pueblo, y fue posteriormente ampliado por Napoleón I, quien también enriqueció su colección. La pirámide del Louvre fue concebida por el arquitecto estadounidense de origen chino Ieoh Ming Pei, que reestructuró el Gran Louvre entre 1981 y 1983, constituida por un conjunto de 739 rombos y triángulos de vidrio, de 22 metros de altura.
Recuerdo en este momento esas polémicas tan drásticas que se han producido en algunos lugares por aquello de huir y luchar contra todo lo que sea contemporáneo y pretenda involucrarse en monumentos históricos. Pero aquí, ver esta pirámide rodeada de edificios con raigambre de ser un patrimonio histórico-artístico no es que desentonen, sino todo lo contrario. Otra lección de un pueblo que cuando tiene que luchar por lo suyo lo hace con encono, pero que da muestras fehacientes y continuas de la cultura democrática que tiene.

La enorme colección de 35.000 piezas que alberga el museo está dispuesta en cuatro plantas a lo largo de tres alas, Sully (este), Richelieu (norte) y Denon (sur), mientras que bajo el elegante Cour Carrée se halla el torreón de la fortaleza medieval original.
Si entramos al Louvre por la entrada principal, la de la famosa Pirámide, accederemos a la planta baja. En esta zona destacan las colecciones de antigüedades griegas, romanas, etruscas, de Oriente Próximo y del Antiguo Egipto. Encontraremos esencialmente esculturas y reliquias de antiguas civilizaciones, como la Venus de Milo (de autor desconocido, entre 1301-100 a.C.), y Psique reanimada por el beso del amor, de Antonio Cánova (1787-1793), aunque no faltan otras obras que me han cautivado, como Artemisa, la diosa helena de la caza (siglos I-II a.C.).
En la primera planta del Louvre encontramos aún algunas esculturas del Antiguo Egipto, Grecia y Roma, pero las exposiciones con más espacio son las de pintura (italiana, francesa, española e inglesa), así como la de artes decorativas. Algunas muestras que me han encantado son la escultura de Victoria de Samotracia (de autor desconocido, aproximadamente 190 a.C.); La coronación de Napoleón, imponente óleo de Jacques-Louis David (1807); La balsa de la Medusa, de Théodore Géricault (1819); La Libertad guiando al pueblo, de Eugène Delacroix (1830); y, como no, La Gioconda, de Leonardo da Vinci (entre 1503 – 1519).
Pasear por estas dependencias es un espectáculo, repleto de público que complica la posibilidad de regocijarse como se quisiera, y especialmente en la sala en que se encuentra la icónica Mona Lisa la aglomeración hace imposible acercarte mínimamente a la minúscula obra de arte, a menos que te vayas haciendo hueco como vayas pudiendo y dedicando cierta paciencia para enfrentarte a todos los portadores de móviles y máquinas de fotografía que no quieren –queremos- perder el recuerdo del instante.
Sobre la obra cumbre de Leonardo da Vinci, uno de los cuadros más enigmáticos de la Historia del Arte, también conocida como La Gioconda, se han escrito ríos de tinta, siempre a propósito del misterio de la sonrisa que ofrece su protagonista, Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo. Cinco siglos después, una investigación de neurociencia llevada a cabo por la Universidad de Friburgo (Alemania) revela que la media sonrisa que brinda la protagonista es signo de felicidad.
Sí, la investigación da para todo. También para entrar en lo que cada uno divisamos por nuestros propios ojos pero se trata de indagar en el espíritu de la obra y eso, creo yo, es algo un tanto subjetivo al desconocer el propósito del autor, aunque siempre habrá quién rebata la percepción que hago. En este caso el estudio se ha llevado a cabo utilizando una copia en blanco y negro del famoso cuadro. La alteraron por ordenador creando hasta ocho versiones distintas que iban de un grado de mayor felicidad a más tristeza. Las imágenes fueron mostradas 30 veces a un grupo de 12 participantes, quienes tuvieron que catalogarlas según el sentimiento que representara para ellos. El resultado no ha podido ser más sorprendente -así se dice- en tanto que el 97% de los participantes llegaron a la conclusión de que la versión original de la Mona Lisa les transmitía felicidad. Dicho queda.
Pero volviendo al recorrido por el gran Louvre me queda aludir a la segunda planta del Museo, que está dedicada en su totalidad a la pintura, con cuadros de artistas flamencos, franceses, holandeses y alemanes. Voy a destacar la pequeña obra al óleo de La encajera, de Johannes Vermeer (1669), una escena de la vida cotidiana que inspiró siglos más tarde a pintores impresionistas como Renoir o Van Gogh por su uso de la luz. También el enorme retrato de Luis XIV, realizado por Hyacinthe Rigaud (1701).
Antes de atravesar el jardín de las Tullerías voy a hacer una salida para atravesar el puente du Carrousel y dirigirme directamente a otro museo que merece la pena visitar en esta capital parisina. Se trata del Musée d´Orsay, una pinacoteca que está dedicada a las artes plásticas del siglo XIX (más precisamente entre los años 1848 y 1914). El Museo de Orsay se localiza en el antiguo edificio de la estación ferroviaria del mismo nombre y alberga obras impresionistas de todo el mundo.
Muchas de las grandes pinturas que todos conocemos se encuentran en este museo, Encontrarás cuadros que seguro conoces como las amapolas de Monet, los famosos autorretratos de Vincent Van Gogh y otra serie de pinturas del autor, obras de la etapa exitosa de Manet como desayuno en la hierba, el Pífano, homenaje a Delacroix entre otros.
No nos olvidamos de Paul Cézanne, Degas o Paul Gauguin y sus míticos lienzos de mujeres de Tahití. Otros grandes de los que vas a disfrutar son Renoir y Henri de Toulouse-Lautrec. También se pueden ver elementos decorativos de una sala de fiestas a todo lujo. Se trata de un museo muy fácil de recorrer y disfrutar.
Volvemos atrás para atravesar el jardín de las Tullerías y llegar a la place de la Concorde. El recorrido está muy concurrido por parisinos, a los que es habitual verlos pasear por su trayecto, leyendo o tomando el sol si el clima lo permite. La existencia de muchos bancos y sillas a lo largo del jardín permiten sentarse para disfrutar del entorno, repleto de esculturas y varios estanques y fuentes que lo adornan, sin que falten esas palomas que abundan por estos lugares.
Junto a la histórica plaza de la Concordia advertimos una enorme noria que me recuerda la zona del Big Ben inglés. Aunque ofrezca una panorámica fabulosa para los que se atrevan a subirla –yo no lo he hecho-, no me brinda especial felicidad verla en esta ubicación que contrasta con la preciosidad de la plaza. Pero, claro está, es una mera opinión del que relata esta visita.
La plaza tiene su historia. Fue construida entre 1757 y 1779 bajo el nombre de plaza de Luis XV, figurando en el centro una estatua ecuestre del rey para celebrar su mejora después de una grave enfermedad. Esta estatua fue derribada en 1792 para fundirla. Pasó entonces a denominarse place de la Révolution, y durante la Revolución Francesa se convirtió en un sangriento escenario debido a la instalación de la guillotina en la que fueron ejecutadas más de 1.200 personas, entre los cuales fueron el rey Luis XVI, la reina María Antonieta, y Robespierre. Con el final del régimen, en 1795 fue rebautizada definitivamente como plaza de la Concordia, cuyo aspecto que presenta en la actualidad lo adquirió entre 1836 y 1840, cuando se colocó en el centro un enorme obelisco egipcio de 3.000 años de antigüedad, proveniente de Luxor, donado por el virrey de Egipto. El obelisco es una columna de granito rojo de 23 metros de altura y que pesa 280 toneladas, y en la parte baja pueden verse dos dibujos hechos en bronce que representan tanto el embarque del Obelisco en Egipto como su colocación con grandes grúas en la Plaza por los franceses.
El obelisco se encuentra flanqueado a ambos lados por dos fuentes monumentales de estructura romana, que presentan esculturas en las que se mezclan figuras humanas con animales marinos: la Fuente de los Ríos del lado de la rue Royale, y La Fuente de los Mares del lado del Sena.
La plaza está cerrada sólo por uno de sus lados, en los que se encuentran los grandes edificios que son sede del Ministerio de la Marina y el Hotel de Crillon, uno de los más antiguos y lujosos del mundo.

Cada una de las esquinas de la plaza de la Concordia tiene formato octogonal y existe en cada una de ellas una estatua que representa una ciudad francesa. Las ciudades elegidas a tal efecto fueron Brest, Ruán, Lión, Marsella, Burdeos, Nantes, Lille y Estrasburgo.
De aquí arranca una de las avenidas más bellas de París, de casi dos kilómetros desde la plaza hasta llegar al famoso Arco del Triunfo, en la plaza de Charles De Gaulle. La avenida es sobradamente conocida como Champs-Elysées, que tuvo su origen en 1640 con la plantación de una gran alineación de árboles. Su nombre procede de la mitología griega y designaba un lugar equivalente al paraíso cristiano. Su trazado actual data de 1724, si bien en 1994 tuvo una importante remodelación. Un recorrido para deleitarse con el mero paseo en la parte más próxima a la plaza de la Concorde, por aquello de encontrarse rodeada de jardines presididos por imponentes edificios como el Palacio del Descubrimiento, el Petit Palais y el Grand Palais. Luego, en su parte más alta, está compuesta de tiendas de lujo, restaurantes, cines y algunos grandes almacenes. Aquí se encuentra el famoso cabaret “Lido”. En definitiva, un recorrido que parece no terminar nunca, sobre todo si tienes el punto de mira del Arco del Triunfo y no reparas en disfrutar del recorrido. Una avenida que nos recuerda, además, esa meta del Tour de Francia que cada año presenciamos los aficionados al ciclismo; un lugar en que varias veces se ha escuchado el himno español para realzar al ciclista español que consiguiera el triunfo final de una de las pruebas más famosas del mundo.
Se llega, al fin, al Arc de Triomphe (Arco del Triunfo), símbolo nacional por excelencia, último resquicio de las pretensiones y la fuerza militar de Napoleón Bonaparte. Pero aunque fuera concebido en 1806 por Napoleón, la finalización de su construcción la realizó Luis Felipe en 1836. Hoy en día el colosal e icónico monumento aún representa el orgullo patrio, como lo denota la multitud de celebraciones conmemorativas y actos nacionales, que se celebran en este entorno. En los jardines que lo rodean se encuentra la Tumba del Soldado Desconocido desde 1921, tras la I Guerra Mundial; y una conmovedora Llama Vitiva, añadida dos años después, que se enciende cada noche, y donde se lee: «Ici repose un soldat français mort pour la Patrie 1914-1918» (aquí yace un soldado francés que murió por la Patria).
En cada uno de sus cuatro pilares posee una estatua: Le Triomphe (El Triunfo) -de 1810-, La Résistance (La Resistencia) -de 1814-, La Paix (La Paz) -de 1815- y Départ des Volontaires ó “La Marseillaise” (Partida de los voluntarios o “La Marsellesa”) -de 1972-, obras de Cortot, Etex y Rude. En las caras exteriores se han grabado los nombres de grandes revolucionarios y las victorias de Napoleón I.
Las caras internas tienen inscriptos los nombres de las batallas y 660 nombres de generales, mariscales y oficiales que combatieron por Francia; los que están subrayados corresponden a aquellos muertos en combate.
Mediante el pago de una entrada se accede al interior del arco, donde hay un museo que explica el proceso de la construcción y la historia del famoso arco y luego se puede subir a la azotea, situada a 50 metros de altura y con 45 de ancho, con 284 escalones, desde donde las panorámicas de la ciudad y los otros monumentos son espectaculares, especialmente en días claros y soleados.
En el lado opuesto al Arco del Triunfo se extienden la Avenida de la Gran Armada que lleva hasta el Gran Arco situado en el moderno barrio de La Defensa, uno de los principales centros de finanzas de la Unión Europea.
Prosiguiendo por la Avenue Kleber se llega a otra plaza donde pararse. La Place du Trocadero es uno de los sitios que para los aficionados a la fotografía muestran un ideal pues desde allí se pueden obtener preciosas vistas de la famosa Torre Eiffel. Su nombre “Trocadero” se debe a un homenaje por la victoria obtenida por los franceses sobre el ejercito español, en 1823, cuando Francia toma el fuerte de Cádiz en la isla llamada Trocadero.
La plaza se encuentra situada frente a la fabulosa Torre de hierro y pueden verse desde la misma Torre a través de los ventanales de los restaurantes que allí se encuentran, los hermosos jardines del Trocadero en toda su vasta y verde extensión.
Se encuentra limitada a un lado por el río Sena y al otro por el Palacio de Chaillot. Este último se construyó en estilo neoclásico para la Exposición Universal de 1937 por los arquitectos Léon Azéma, Jacques Carlu y Louis-Auguste Boileau, en lugar de la antigua plaza del Palais du Trocadero. Consta de dos alas curvas que se unen en una explanada rodeando una gran plaza central (el ‘parvis»), bordeada por estatuas de bronce y fuentes que miran al Sena, hacia el que descienden los Jardines del Trocadéro. Está adornado con esculturas y bajorrelieves y en los muros de los pabellones hay inscripciones con palabras de Valéry.
Esta plaza posee una célebre fuente llamada Fuente de Varsovia, diseñada por Roger Henri Expert y construida en 1937, conformada por una serie de estanques en cascada que alimentan una gran piscina rectangular donde hay cañones de agua que lanzan chorros desde los bordes. Está decorada con esculturas y la vegetación corresponde con el tipo de jardín inglés.
Atravesando el pont d´Iena nos acercamos a la estructura metálica más famosa del mundo. Construida para la Exposición Universal de 1889 por el ingeniero Gustave Eiffel en sólo dos años contando con 250 obreros. La controvertida Torre nunca fue pensada para convertirse en un hito monumental permanente de la ciudad, pero en 1910 se decidió conservarla para la posteridad.
La altura de la Torre Eiffel es de 324 metros y el material empleado fue el hierro forjado. Sin duda es una experiencia única subir los 1.665 escalones, hasta completar las dos primeras plantas, a partir de cuya altura y para subir a su cúspide hay que utilizar necesariamente ascensor.
La iluminación nocturna de la Torre Eiffel es otro de sus atractivos. Simula un faro que emite un haz de luz mientras gira, y además emite pequeños destellos, a lo largo de toda la estructura de la torre. Si tenemos en cuenta que la torre se puede divisar desde casi cualquier punto de la ciudad, es un llamativo reclamo en todo momento para cualquier espectador.
El relato es amplio, como ha sido el recorrido que he realizado. Completaré el recorrido en una nueva entrada.
Una eterna enamorada de París… te agradezco el recorrido por sus calles, me hizo revivir grandes recuerdos y hermosas sensaciones. Un abrazo
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Gracias por tu comentario. Sin duda, París es algo especial. Un cordial saludo.
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