El tiempo pasa para nuestras vidas, pero las obras de los seres humanos quedan para que quienes sigan nuestra estela puedan optar por valorarlas y, al mismo tiempo, dispongan de la muestra para advertir lo sucedido en la sociedad en tiempos de antaño y aprender de una enseñanza que no precisa de los codos, sino de la vista y la estética.
Desde hace siglos, Badajoz y su provincia ha sido cuna de grandes maestros de la pintura nacional e internacional. Ocurre que, en tiempos no muy lejanos en los que la atención educativa que se prestaba al respecto de ello no era todo lo incisiva que se pudiera desear (al menos así ocurría en regiones periféricas), los jóvenes no recibíamos información fehaciente de esos afamados pintores que hacían del colorido una obra maestra. Estaban a nuestro alrededor pero no los divisábamos como merecían pues, si acaso, aparecían a nuestra vista como esos pintorescos personajes que cubrían su tiempo con el ocio de la pintura, pero sin que supiéramos reconocer lo que verdaderamente representaban lo que plasmaban para enriquecer la cultura.
Una infancia ciega al arte, que parece haber cambiado para regocijo de quien realiza este relato. Paseo por la ciudad con mi nieta de seis años y, en un momento, me pide que le siga. Así lo hago para llegar a la puerta del Museo Municipal de Bellas Artes de Badajoz, donde me propone que vayamos a su interior para ver a Felipe Checa. Así como suena, una pequeña figura que sabe llegar a un Museo y reconoce un afamado pintor extremeño. Tan presta está en su diligencia que me lleva delante de un precioso bodegón que, efectivamente, lo rubrica el autor. Mi sorpresa no tenía límite, tanto más cuanto hacía que le siguiera por todas las salas que ya había visitado con anterioridad y se atrevía a intercambiar opinión sobre famosos desnudos que cubrían las paredes. El vigilante del Museo me sacaba de dudas, diciendo que acudían al recinto de los distintos colegios locales y un monitor especializado les hablaba de las obras de arte y sus autores.
La felicidad que me envolvía llegaba a envidiarle sanamente porque tan pequeña ha tenido ya una experiencia digna de admiración. Claro que la satisfacción me colmaba de alegría (alguien diría que se me caía la baba). Seguro que, de futuro, si se camina por este trayecto, la juventud sabrá valorar cualquier expresión del arte que se les presente por delante. Ahora, en lo que a mí atañe, auspiciado por esta ilusionada cara de mi «ratita» y sus explicaciones, me atrevo a hacer un reconocimiento de estos magníficos pintores de reciente historia, que ya no están entre nosotros pero que siguen alzando nuestra localidad badajocense con su arte, y a los que voy a referirme en varios post, empezando por los principales que recorrieron el camino en los siglos XVI a XVIII.
Un punto crucial para partir lo es el Renacimiento, en el que se sitúa la divina figura de Luis de Morales, nacido en Badajoz en torno a 1510, en cuya localidad falleció en 1586 a los 76 años edad de edad. Casado con Leonor de Chaves, hermana de un regidor de Badajoz, estaba situado entre la sociedad burguesa de la ciudad. Un pintor de gran calidad y acusada personalidad, podría decirse que el mejor entre los españoles de la segunda mitad del siglo XVI, si excepcionamos la figura de El Greco. Su biógrafo Antonio Palomino, en el siglo XVIII, decía que “Fue cognominado el Divino porque todo lo que pintó fueron cosas sagradas, porque hizo cabezas de Cristo con tan gran primor y sutileza en los cabellos que al más curioso en el arte ocasiona a querer soplarlos para que se muevan…”.
Los últimos años de vida fueron difíciles para el gran maestro. Se cuenta como anécdota que por el año 1580 comenzaba a faltarle la vista y el pulso. En un encuentro que tuvo con el rey Felipe II, con motivo de su estancia en Badajoz para la conquista de Portugal, viéndole tan apagado le dijo: «Muy viejo estáis Morales», a lo que respondía el artista con desconsuelo «Y muy pobre, Señor». El Monarca, ante aquella manifestación, conmovido, ordenó que le señalaran una pensión de 300 ducados mientras viviese, con lo que, al menos, se libraría de la miseria los últimos años de aquella vida gloriosa.
Su actividad la realizaba con un cierto aislamiento en el taller que tenía en Badajoz, aunque disfrutara del éxito y fama más allá de este entorno porque sus obras se distribuyeron por toda la península. De estilo manierista, con una temática casi exclusiva de temas religiosos, su mejor época podría decirse que transcurría desde 1550 a 1570, en el que proliferaron las pinturas que hacía de numerosos retablos, trípticos y lienzos aislados de gran difusión por satisfacer la religiosidad popular de la época.
Sus obras están dispersas aunque muestras relevantes pueden verse en el Museo del Prado o en la Catedral de Badajoz. Entre los retablos existentes en la actualidad se encuentran el de la iglesia parroquial de Barcarrota y el de la iglesia de Arroyo de la luz (Cáceres).
Badajoz le rinde permanente homenaje en sus calles, como lo muestra el Museo Luis de Morales, en la que fuera su casa (aunque no exista certeza de que así fuera), una de cuyas salas aparece dedicada al insigne pintor; la calle que lleva su nombre (con placa de mármol singular), y la escultura que se sitúa en pleno centro de la ciudad, justo delante del Ayuntamiento y que sentado en sillón portando la paleta de pintura, muestra cómo dirige su mirada hacia el complejo catedralicio.
A finales del siglo XVI (7 de noviembre de 1598) nace en la localidad de Fuente de Cantos uno de los más importantes representantes del barroco en el siglo de oro español, Francisco de Zurbarán. Hijo de un mercero que lo enviaría a Sevilla, con corta edad, a estudiar con el pintor Pedro Díaz de Villanueva.
Mantuvo amistad con los pintores Pacheco y Velázquez, con los que meditara sobre sus obras. Pero para la historia Zurbarán será el pintor monástico por excelencia, identificado plenamente con la pasión devota, transmitiendo una enorme fuerza y misticismo. En la estancia que tuvo en Madrid tuvo una notable evolución artística, participando en la decoración del salón de Reinos del Buen Retiro. En Sevilla trabajo para el convento de la Merced Descalza, para el que realizara varias obras religiosas. En esta ciudad le llovían los encargos de las familias nobles y para los grandes conventos que los mecenas andaluces protegían, como los de los jesuitas. Sabemos también, por los biógrafos que han seguido sus huellas, de los continuos envíos de obras que hacía a América. En la última etapa de su vida que le cogió viviendo en Madrid, parece que pintó bastante, aunque se dice que su arte no pudo adaptarse al cambio general del gusto, orientado hacia el pleno barroco. Murió en esta localidad el 27 de agosto de 1664, después de una larga enfermedad que empobreció a su familia, aunque también hay quien asegura que tal pobreza no era tan cierta pues simplemente ocurrió que llegó el momento del gran Murillo y que hizo que la popularidad de Zurbarán decayera. Fue enterrado en el convento de Copacabana, situado en los terrenos ocupados actualmente por la Biblioteca Nacional y el Museo Arqueológico, que fue destruido en el siglo XIX a raíz de la desamortización de Mendizábal, perdiéndose los restos del pintor.
Su obra está representada en la colecciones de los más grandes museos de España y de todo el mundo; En España, entre otros, en Museo del Prado, en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, Museo de Bellas Artes de Badajoz, Museo de Bellas Artes de Valencia, Museo Carmen Thyssen de Málaga, el Museo del Louvre, de París, Museo de L’Hermitage de San Petersburgo, en el Metropolitan Museum de Nueva York y en la National Gallery de Londres.
Badajoz lo recuerda con la escultura que preside la plaza de Cervantes, conocida igualmente como plaza de San Andrés, amén de dar nombre a una de las calles que fenece en la plaza de San Juan, frente a la Catedral badajocense. También se recuerda dando nombre a una institución académica de la capital.
En su localidad natal, Fuente de Cantos, se ubica el Museo que se le dedica en la casa natal del pintor extremeño, que fue rehabilitada y amueblada para instalar al visitante en la atmósfera de la época y conocer de primera mano la obra del pintor, centrándose en los aspectos más cotidianos y lo más representativo del artista.
El siglo XVIII no dio frutos destacables para ensalzar a algún pintor extremeño, pudiendo decirse que la existencia de ellos lo fuera en el plano de los discretos en técnica y calidad de sus obras, por aquello de que aunque no adquirieran renombre a nivel nacional sí la tuvieron a escala regional, como lo demuestran las obras que hicieran para iglesias y conventos de la localidad o en la provincia. Se viene a decir que, en este periodo si hubiera que referirse a pintores de esta discreción sería los de las familias Mures [Alonso Mures (nacido a finales del siglo XVII y debió morir hacia 1761) y sus tres hijos, especialmente Alonso Javier (1711-1781), que es el que mayores dotes artísticas tenía, formado en Sevilla], y Estrada [Manuel Estrada padre y sus hijos Juan Estrada (1717-1792, nombrado pintor del Obispado en 1775) e Ignacio (1724-1790)], que trabajaron fundamentalmente en la ciudad de Badajoz, encontrando sus muestras artísticas en el Museo de Bellas Artes o en la Catedral de Badajoz; o los provenientes de la familia de los Hidalgo, naturales de Villanueva de la Serena, con obras dispersas por la provincia.
Me encantan este tipo de entradas, espero con ilusión la segunda parte 🙂
Y por cierto, una ricura de nieta sin duda, seis añitos y ya aficionada al arte…a mí también se me caería la baba jeje.
Un saludo.
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Gracias por tu siempre agradable comentario. Un saludo.
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Muy buen articulo sobre nuestros paisanos ilustres, y de Carlota no me sorprende nada, es muy inteligente y bastante observadora.
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Gracias por tu comentario. Así es la moza, tremenda.
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