Que me gusta pasear por mi ciudad es algo consustancial a la forma que tengo de vivir. Como es que en cada recorrido haga abstracción mental para imaginarme lo que la historia haya podido deparar en cada lugar que frecuento. Porque así valoro con mayor intensidad aquello que la vida me esté permitiendo conocer. Un caminante más, como otros muchos con los que me cruzo de continuo y que igualmente disfrutan de la esencia de nuestros rincones.
También los alrededores a la ciudad envuelven lo suyo. No son pocas las veces que atravieso esa línea que separa España y Portugal, cruzando el famoso rio Caya (Caia en portugués), un afluente del río Guadiana que en un corto tramo de su curso final en Badajoz forma la frontera natural entre los dos países.
A mi mente llega lo que pudo acaecer en esas instancias tiempos atrás, en situaciones de conflicto bélico o de acercamiento entre ambos países, porque de todo ha habido y bien narrado por historiadores y mentes inquietas que quieren saber para sacar sus propias conclusiones, científicas o meramente anecdóticas.
Y es sobre este lugar al que ahora quiero referirme por lo sucedido en el siglo XVIII, más concreto en el año 1729, cuando se vivió lo que se conoce como el «intercambio de las princesas”, un momento histórico en que la frontera luso-española de Caya, entre las ciudades de Elvas y Badajoz, fuera protagonista del doble compromiso de enlace entre las dinastías de los Borbones y los Braganza, acordadas por las Cortes de Madrid y Lisboa, con la pretensión estratégica no sólo de perpetuar las dinastías de ambas casas reales sino también establecer lazos de unión entre ambos países, eliminando desavenencias.
De esta forma, el doble compromiso suponía que el entonces príncipe de Asturias y que posteriormente reinara con el nombre de Fernando VI, hijo de Felipe V y su primera esposa María Luisa de Gabriela de Saboya, que contaba con la edad de 15 años, se casara con la princesa portuguesa María Magdalena Teresa Bárbara de Braganza, que contaba con la edad de 18 años, hija primera del rey Juan V de Portugal y de la Archiduquesa María Ana de Austria. Y la hermana del príncipe español, María Ana Victoria, de 11 años de edad, hija de Felipe V y de su segunda esposa Isabel Farnesio, con el príncipe de Brasil, más adelante rey de Portugal, bajo el nombre de José I, que tenía 15 años.
Con tan insigne acontecimiento se estipuló que ambos monarcas se encontraran a unos cinco kilómetros de Badajoz, sobre la frontera que establece el río Caya. Las poblaciones de Elvas y Badajoz se vieron envueltas en las fiestas reales que se proyectaban para concordia de las cortes respectivas que se desplazarían para presenciar el acontecimiento. Suntuosos gastos que tuvieron que afrontar las poblaciones y los nobles en ellas establecidos, para acogida de los visitantes.
Cuando no por hechos bélicos, la paz también producía sus coletazos económicos para una ciudad, como es la de Badajoz, que le costaba restablecerse. No es este el único evento suntuoso que ocurría en la ciudad pues como se encargan de recordarnos los estudiosos del tema, “por unas causas o por otras, con escasas excepciones, todos los reyes de España y miembros de sus familias, infinidad de miembros de la realeza, la alta nobleza y la jerarquía eclesiástica, estuvieron en Badajoz” (Alberto González, cronista de la ciudad), como sucediera con las boda igualmente concertada de Juan I de Castilla con Beatriz de Portugal en 1383; el recibimiento solemne que se hacía a la infanta Isabel de Portugal, cuando acudía a Badajoz el 12 de enero de 1526 para casarse con el emperador Carlos I de España y V de Alemania, celebrándose en la ciudad públicos regocijos durante seis días; las fiestas realizadas en 1543 conmemorando la llegada de María, hija del rey de Portugal Juan III, que más tarde se convertirá en esposa del rey Felipe II de España y I de Portugal; el recibimiento triunfal que se hacía el 20 de diciembre de 1576 al rey Sebastián XVI de Portugal, en viaje hacia Guadalupe para reunirse con el monarca español, momento en que Badajoz se engalanó con cuatro arcos alegóricos en el tránsito por la ciudad hacia la puerta de la Catedral. La estancia del rey Felipe II para emprender la ocupación de Portugal en 1580 (con el fallecimiento en esta localidad de su esposa Ana de Austria), que llegara a arruinar a Pedro Rodríguez de Fonseca y Ulloa, cuyo palacio céntrico sirviera de estancia real, pues no en vano ocupaba casi la totalidad de una gran manzana que daba a la por entonces plaza de los Fonseca (actual plaza de la Soledad), entre la calle portería de Santa Ana (actual calle Duque de San Germán) y San Agustín (actual José Lanot). Las sonadas estancias de Carlos IV y toda su familia, y su hija Carlota, reina de Portugal, en 1796 y 1801, traídos por el príncipe de la Paz, el badajocense Manuel Godoy. Y otros muchos acontecimientos que, como digo, hacían de la ciudad que tuviera que florecer y aparentar una riqueza que no tenía.
Pero volviendo al acontecimiento de doble compromiso matrimonial, quizá la más resonante de las celebraciones, tal y como consta en la “Reseña histórica de las Fiestas Reales” realizada en 1899 por Nicolás Díaz y Pérez (hijo predilecto de Badajoz y su cronista), se iniciaba cuando el rey Felipe V hizo su entrada en Badajoz el 16 de enero de 1729 por la puerta de Trinidad, saliendo la población a recibirlo al Cerro-Gordo, y a las puertas de la muralla le esperó el Cabildo eclesiástico, que le condujo bajo palio precedido por el clero de la Catedral. Se alojaron en el palacio episcopal. El prelado lo hizo en casa del general Alonso de Escobar, donde también fueron algunos señores; y los demás palaciegos de segunda fila, como los “serviciarios de libres”, se distribuyeron en las casas y palacios que los caballeros de la ciudad tenían en la misma y en su castillo.
Al día siguiente de la llegada, el Rey de España enviaba a Elvas al duque de Solferino para cumplimentar y darle la bienvenida en nombre de su monarca a los Reyes de Portugal y Altezas Reales, así como al Conde de Montijo para que portase el regalo de boda. Y, en correspondencia, el Rey de Portugal mandaba a Badajoz al marqués de Alegrete con objeto de cumplimentar, a su vez, a nuestros Reyes y príncipe e infanta, y al marqués de Cascáes para hacer entrega del presente de sus soberanos a la futura esposa del príncipe de Brasil.

Procedía ya el encuentro de todos, reyes y reinas de España y Portugal, príncipes y princesas de Asturias y del Brasil, los infantes de España y los de Portugal, con sus respectivos acompañamientos, que tuvieron a bien lo fuera en el límite de los dos reinos. El día 19 de enero de 1729 era la fecha señalada al efecto. Era además la primera vez que ocurría un encuentro de los soberanos de ambas naciones después de la guerra de separación, y para la entrevista se adoptó un protocolo especial y ciertamente curioso.
Se hizo levantar un puente de madera sobre el río Caya, Y encima se construía una gran tienda, a modo de palacio, enguirnaldada: cristales de colores, molduras doradas, los escudos de los dos pueblos, adornos, flores, y a uno y otro lado del río se hallaban formadas tropas de ambas naciones.

Este singular palacio constaba de tres departamentos: uno para la parte de Portugal, otro para la de España y el tercero, neutral, en medio, perpendicular sobre la línea divisoria. Cada una de las familias reales descansó en su respectiva región, y después se vieron en la neutral, donde se firmaron las capitulaciones, retirándose enseguida a sus aposentos, desde los cuales pasaron a cumplimentar los españoles a la princesa portuguesa, y los portugueses a la española, hasta que al cabo de algunas horas se efectuó la partida, unos para Elvas y otros para Badajoz, comenzando en ambos puntos las fiestas, que duraron siete días.
La curiosidad inunda los relatos, por aquello de que estos compromisos reales se producían sin haberse visto antes los contrayentes, por exigencias de un protocolo y sometimiento propio de los tiempos. En particular, en lo relativo al enlace entre Fernando y Bárbara de Braganza, hay que decir que cuando se pactó el futuro vínculo matrimonial, tres años antes de este acontecimiento, para la oportuna negociación se pidió un retrato de Bárbara de Braganza, que tardó bastante en llegar, y cuando lo hizo aparecía convenientemente retocado. Cosa lógica si, como ahora ya se tiene fidedigna constancia, la princesa no era muy afortunada en belleza, incrementada por las señales que tenía de la viruela que padeció. El embajador español en Lisboa no podía ocultar la realidad, y vino a decir que “Ha quedado muy mal tratada después de las viruelas y tanto que afirman haber dicho su padre que solo sentía que hubiese de salir del reino cosa tan fea”.

El caso es que llegado este instante de reconocimiento presencial, y según consta en documentos que reflejaran el momento, el príncipe se vio sorprendido negativamente por la poco agraciada fisonomía de Bárbara de Braganza. El representante inglés en el acto comunicaba así a su gobierno: “Me puse ayer de modo que perfectamente noté la entrevista de las dos familias, y pude observar que el rostro de la Princesa, aunque se hallaba Su Alteza cubierta de oro y diamantes, desagradó al Príncipe, que la miraba como si creyera que le habían engañado. Su boca enorme, sus labios gordos, sus carrillos mofletudos y sus ojillos diminutos no forman un conjunto agradable. Lo único que tiene la Princesa de bueno es su estatura y su noble porte”. Así también se refería el embajador de Francia cuando la describía como “bien formada, pero no puede decirse que sea hermosa, ni mucho menos”. Pero la sensibilidad, inteligencia y cultura de Bárbara constituyeron circunstancias y dotes graciables que la acompañaban, tanto como para que al final les llevara a encontrarse fuertemente unidos y enamorados, como pudo apreciarse en todo el tiempo que la vida les permitió compartirla juntos.

Centrándonos en esas fechas de festejos que duraron los acontecimientos, se dice que una vez que regresó la familia real a Badajoz, lo primero que hizo fue trasladarse a la Catedral, donde se cantó un tedéum por la música de la Real Capilla.
Aquella misma noche se ratificaron los regios desposorios de los príncipes, y el jueves 20 de enero de 1729 se verificó la función de velaciones, llevando a cabo diversos festejos en la ciudad con luminarias, fuegos artificiales, piezas de artillería y repique general de campanas. Nos describe Nicolás Díaz y Pérez que en el teatro de la calle de Comedias y en el de la plaza, contiguo a las Casas Consistoriales, hubo representaciones dramáticas para el pueblo. En el palacio del general Alonso de Escobar se reunieron los caballeros de la ciudad con sus respectivas señoras, y hubo baile de etiqueta hasta la madrugada. Al siguiente día se corrieron toros enmaromados por mañana y tarde, saliendo vino y leche de tres fuentes públicas situadas en el Campo de San Juan, en la plaza de la Cruz y en la de Fonseca. Los gremios quisieron festejar la unión regia, y para ello salieron a la calle lujosamente vestidos, formando comparsas, cerrándose las fiestas con una corrida de toros bravos, lidiados en el circo de madera levantado en las afueras de la Puerta del Pilar.

Los días 23 y 26 volvieron a encontrarse los Reyes de España y Portugal con sus familias en la casa donde se produjo el intercambio, permaneciendo en ella largo tiempo, durante el cual se produjo una larga conversación entre ambas familias, después de la cual se ofreció un concierto vocal e instrumental, interpretado por las músicas de las dos Reales Capillas.
Concluido el fabuloso concierto y una vez realizadas las correspondientes despedidas, partió para Lisboa la familia real portuguesa, haciéndolo la española para el día siguiente hacia la ciudad de Sevilla.
Surgió así, en Badajoz, un matrimonio que duró casi treinta años, al parecer sin desavenencias, y con la única sombra de no tener hijos. Bárbara enfermó y murió en el verano de 1758, y ese sería el principio del fin para su esposo, que roto de dolor decidiría retirarse al castillo de Villaviciosa de Odón, muriendo poco después.
Pero Badajoz se volvió a vestir de gala, y festejar por todo lo alto el momento de Proclamación de Fernando VI como rey de España. Las fiestas de la Real Proclama se realizaron el día 6 de enero de 1747, y consistieron en la construcción de obras de arquitectura efímera, teniendo como puntos principales de atracción la existencia de un Tablado erigido ante el Ayuntamiento, cuatro Arcos Triunfales elevados en los puntos más señalados de la ciudad para recreo y diversión de la plebe; una Fuente, en honor del dios Baco, de la que manó abundante vino a lo largo de 30 horas. Amén de colgaduras, estandartes desfiles de personas y animales representativos de las partes del mundo, sonora música tratando de superar el griterio y las vivas de aclamación, repiques de campanas, luminarias, danzas, y otras manifestaciones lúdicas. Como relatara Leonardo Gallardo de Bonilla, el que fuera Regidor Perpetuo de la ciudad de Badajoz y capitán de una de las doce compañías de su dotación, «todo se concilió para conseguir el máximo efectismo sensorial, la sorpresa de lo nunca visto, la efímera alegría de la exaltación regia«.
Los cuatro Arcos Triunfales se situaban en lugares cercanos a la Plaza. El primero, dedicado a la Paz, el más ostentoso por su tamaño y sus figuras, estaba situado frente al tablado, en la boca de la calle Zapatería. El segundo Arco Triunfal se situó en la plaza de San Juan, en la boca de la calle del mismo nombre, se dedicaba a la Fama, con una imagen de vistosas alas extendidas. El tercer Arco Triunfal estaba situado en la plaza de las Descalzas, y dedicado a la Unión, actuando como un recuerdo de la unión nupcial celebrada años atrás, y proclamando la unión de Castilla y Portugal. El cuarto Arco Triunfal se elevó en la plaza de la Soledad, por la entrada de la antes llamada calle de Mesones, y estaba dedicado a la Lealtad, con ostentosa ornamentación de vistosos tafetanes, adornos de plata y dorados espejos.
El día fijado para la Aclamación se descubría un gran dosel de damasco carmesí y oro con los retratos de los reyes en medio del gran balcón de las Casas Consistoriales, se dieron los Vivas de rigor, la Fuente de Baco comenzó a manar vino, se arrojaron monedas al pueblo y se efectuó el Paseo con Gigantes, Enanos y otras figuras iniciando el desfile, y a continuación, 10 parejas representantes de las Cuatro Partes del Mundo que acudían a aclamar al nuevo rey.
Ahora bien, no acabaron aquí los compromisos de esta ciudad de Badajoz para con la Realeza. Podrían citarse los producidos por la Proclamación de Carlos III en 1759, festejada con arcos triunfales, fuegos de artificio, corridas de toros y representaciones teatrales. Nuevas fiestas para celebrar las bodas reales producidas en 1785. Poco después, en 1789 la ciudad se vestía de luto por la muerte de Carlos III y, casi inmediatamente, de gala para la Proclamación de Carlos IV, que sería nuevamente homenajeado con festejos en 1801, al visitar Badajoz con motivo de la declaración de guerra a Portugal, aunque en este ocasión, dadas las circunstancias bélicas que motivaban la presencia, no hubo aparatosos regocijos públicos. No se puede decir lo mismo cuando fuera nombrado Manuel Godoy en 1807 como Gran Almirante de España e Indias, que al decir de algunos historiadores fueron las últimas grandes fiestas barrocas de Extremadura.
Puede así concluirse con la realidad de unas festividades externas producidas en Badajoz, ciertamente ficticias por cuanto que no se correspondían con la realidad de las necesidades básicas que padecía un pueblo sometido. O se veía envuelto en hechos bélicos, o despojado de lo poco que pudiera disponerse en tiempos de paz para estos grandiosos dispendios. Con todo, parece conveniente acudir al recuerdo para que se sepa lo que por estas tierras ha acontecido, detonante de su papel de localidad estratégica, merecedora por ello de mejor suerte que la que pueda estar dándosele. Como decía muy a menudo un buen amigo: ”Hay momentos en la historia de los pueblos en que la indiferencia es un crimen”. Pues eso.