Hubo un tiempo

Ahora que todo discurre con las prisas del momento y se es especialmente incisivo en lo que acontece, se deja atrás lo que va sucediendo con la rebeldía de no querer acordarse de lo que ya ha fenecido y no se puede modificar. Parece como si el mirar atrás hiciera retrotraerse a acontecimientos que delatan envejecimiento, muestras de un pasado que deja caer canas de difícil recuperación.

Pero ocurre que hubo tiempos que al recordarlos o simplemente traerlos a colación hacen sopesar del trayecto que llevamos y de lo que se va perdiendo, inmersos ahora en un desenfrenado avance pero impasible a lo que pasa dejándose atrás. El mundo sigue, progresa o empeora ―según se mire—, y el reducto de lo que se lleva pasado es simplemente una chispa del necesario peaje que debe pagarse. Somos flores que igual que damos esplendor nos marchitamos sin tan siquiera darnos cuenta de lo bueno que representan los instantes en que brillamos y nos mantenemos erguidos.

Parar para recapacitar es tan gozoso como doloroso pueda ser el comprobar y preguntarse qué ha sucedido para que en corto espacio de tiempo —o al menos eso ha parecido— hayan ocurrido tantos acontecimientos como para hacer cambiar todo un paisaje del mundo que te ha tocado vivir, y no solo por aquellos aspectos ajenos a tu entorno que por lógica evolución cambian y siguen su propio curso de avance, sino por el cercano círculo de lo que acontece en tu vida y que experimenta cambios para ir restando avidez al cuadro que colmaba tu estampa.

Efectivamente, hubo un tiempo donde se vivía rodeado de personas que suponían el refugio apropiado para gozar de todo lo bueno que te iban brindando. Vivías como si siempre fueras a tener presente esa fuerza que imprimían padres, hermanos, familiares y amigos con los que divagabas días enteros descubriendo el mundo feliz que te había tocado saborear. Unos momentos donde se aprendía a vivir y a educarte, con la formación que te daban esos maestros y profesores que respetabas al máximo y que siempre recuerdas como precursores de momentos llenos de felicidad, aun cuando también aparecían —y no olvidas— a los personajes que trataban de hacerte la vida imposible, dicho sea muy especialmente hacia esos otros profesores —los menos—, que poco mostraban de maestría, a los que la diosa fortuna los había colocado en el sitio apropiado para que pudieran sacar a relucir su espeluznante trato a seres inocentes.

Hubo un tiempo donde esa vida de plácido tránsito venía acompañada de medios rudimentarios que conminaban al ingenio, tanto como para convertir unas chapas de bebidas en el medio apropiado para juegos de diversa índole, o las piedras para que las chicas hicieran sus impulsos para moverlas en las cuadrículas señaladas en el suelo, todo ello envuelto en un mundanal movimiento de críos campeando alegremente por las calles, hasta que el oscurecer hacía que surgieran llamadas pavorosas de esas madres que reclamaban a sus retoños.

Hubo un tiempo donde no había teléfonos, móviles, tabletas o juegos electrónicos, y si acaso en el domicilio familiar estaba ese voluminoso teléfono que presa del avance tecnológico acompañaba a un espléndido televisor en blanco y negro, al que a veces se hacía acompañar de un papel transparente multicolor para simular que las imágenes adoptaban la vitalidad propia de las tonalidades que tenían en lo real. La radio se convertía, por lo general, en el parte comunicativo de lo que sucedía cada día. Ello permitía que la cabeza estuviera más erguida porque la ausencia de medios electrónicos facilitaba la conversación mirando a los ojos, sin distracciones que hicieran perder la convivencia familiar en los momentos de sustento alimenticio.

Hubo un tiempo donde vivir en familia se convertía en premisa del bienestar, de acomodarse a las disponibilidades posibles y que se saboreaban con intensidad. La abundancia existía en lo etéreo, en el amor que se daba, en la ayuda al que lo precisara, en la convivencia y la amistad. Para colmar el aliento del grupo, de la solidaridad, de la buena camaradería.

Hubo un tiempo donde para ser correspondido en el amor debías protocolizar el acercamiento, sembrar para recoger, querer para ser querido. Cuando se alcanzaba, no había más pasión que la producida por la unión, por los pasos dados en compañía, por la ausencia de soledad, por el respeto como premisa para ser respetado.

Hubo un tiempo que el paseo por las calles y parques céntricos se convertía en el sendero de la convivencia social y del intercambio de miradas con los que te acercaba cupido. Ver los escaparates hacía soñar en lo que pudieras desear. Acudir al cine eran momentos de plenitud, para escuchar en los preludios a esos vendedores que con la cajetilla entre sus manos aludían a la venta de «caramelos, pipas saladas, chocolatinas, almendritos y chicles».

Hubo un tiempo en que el mar estaba lejos para los que la diosa fortuna no les había hecho nacer y vivir en sus orillas, tanto como para dificultar el descubrirlo. Veranear significaba acercarte al pueblo donde los abuelos y familiares te hacían aprender lo bueno que tiene la naturaleza, como también la dureza del trabajo agrícola y ganadero que te servía de lección magistral.

Hoy que paras para mirar compruebas que hay más de soledad que de compañía, de desamor que de pureza, de desvarío en lo que se afronta, de caminos llenos de huellas pero sobrios y solitarios, de sol asfixiante, de luna que parece borrar sus caras, de dolor cercano y abandono de los que caminaban a tu vera. Parece que el mundo ha cambiado, pero la verdad es que, lejos de ser consecuencia de esos prolíferos progresos que conlleva la vida, quienes vamos cambiando somos nosotros, los que pensando en el ayer no hacemos otra cosa que obviar el hoy, porque antes éramos luces y ahora transitamos con cierta opacidad, resistiéndonos a que nuestras vivencias repletas de felicidad dejen de estar presentes en nuestras vidas. Criticar el hoy es tanto como hacerlo a nosotros mismos, a nuestra pérdida de vitalidad. El hoy se convierte en una etapa para sobrevivir.

Tendrá que ser así por mera actitud que deviene por la edad, por las ausencias de tantas y tantas personas que absorbían la vida cotidiana. Por dejar de ser activo para convertirte en sujeto viviente. Por el fuerte ritmo de la carrera que te resulta complicado mantener.

Sea como fuere, y aunque nada impida proseguir con el ferviente deseo de ser felices conviviendo con los que están ya empujando para conformar un futuro próximo, ahora, con el álbum de fotos que recogen una vida, es difícil resistirse a pensar que hubo un tiempo que…

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