El infortunio de las enfermedades

Cuando se han vivido —o se están viviendo— experiencias amargas, por esas enfermedades que en algún momento asolan el entorno familiar o las relaciones de amistad, como inevitables experiencias que la vida nos presenta, es frecuente que haga cambiar la perspectiva que se tenga y conmine a un mayor entendimiento de lo que realmente ofrece y precisamos del mundo en el que estamos inmersos. Tanto como para que ya nada pueda verse igual.

Quien padece el resultado de ese permanente sorteo que vivimos los humanos, con esas bolas que hacen caer al desafortunado en la enfermedad, tan dispar en sus acometidas como en sus resultados, es patente que quien recibe el premio del infortunio lo padece con la intensidad propia del que ve cercana la amenaza de lo que supone y representa. Un sufrimiento que se extiende a los seres queridos, a los que estando cerca se ven envueltos en la tortura de ver padecer y no disponer de la barita mágica que solvente el desconsuelo. También, como no, y por el propio sentimiento que atesora el ser humano, las personas que pudieran estar atendiendo al que padece ven afectada su moral y se ven envueltos en ese devenir de esa suerte adversa. La enfermedad se convierte así en una experiencia ingrata, de las más duras que padece o puede padecer el ser humano.

En el caso más extremo, cuando la ciencia médica ya ha agotado las posibilidades de ayuda, nos encontramos ante la tesitura de qué hacer para sobrellevar los momentos de mayor envestida dolorosa. A buen seguro que cuantos rodeen a la persona desafortunada creerán, por esa venda que se dice pone Dios para no ser consecuente con la realidad que acontece, que la vida se mantendrá latente, vivaz, aun cuando pueda serlo con la necesaria ayuda. Un mero espejismo que ayuda a sobrellevar los momentos y que sirve de consuelo. La esperanza como medicina.

Aunque todo esto pudiera parecer inverosímil para quienes no estén ahora inmersos en esta vorágine fatídica, o al menos creer que son situaciones que afectan a los demás y poco posible que nos toque padecer a nosotros y a nuestros seres queridos más cercanos, lo cierto es que constituyen realidades de las que es difícil abstraerse. Son muchos los casos que veo en este lamentable tránsito, más creíble todavía si se tiene la oportunidad de estar presente en esas salas donde reciben tratamiento los muchos heridos en esa guerra de la lucha contra las enfermedades extremas. Encontrarse presente en esos lugares hace recapacitar muy mucho de qué hacemos cuando de continuo nos enojamos o padecemos por cuestiones banales que, por mucho que se quiera, no dejan de ser meros artificios de una insustancial batalla. Un sinsentido en el que se cae de continuo y parece que no lleguemos a aprender de lo insulso que supone seguir esa estela guerrillera.

Más me importa muy mucho reflexionar sobre el estado de esos otros que estando al lado padecen la situación de otra manera. Esos que quedan en segundo plano pero que sufren por lo que ven y lo que viven. Una experiencia ciertamente amarga que no todo el mundo lleva de la mejor de las maneras. Desde lo conocido, bien parece oportuno que pueda atreverme a mencionar algunos aspectos que son extensibles a cualquier momento donde la enfermedad se convierte en una batalla a dilucidar para sortear los obstáculos que atenazan la salud.

Es evidente, por sí mismo, que la soledad del enfermo ante el infortunio es una situación que merece especial atención. Acercarse para ayudarlo es fundamental para que pueda favorecer e incrementar el estado anímico. Nada más apreciado que esas manos que se entrelazan, esas palabras que acarician la mente, esa cercanía que hace ver que no se está solo, ese tiempo invertido en la compañía. Todo ello supone una ayuda para luchar contra el dolor. Alejando las prisas, mostrando el cariño, con absoluta discreción y respeto hacia quien padece.

La paciencia se erige, por otro lado, en un arma necesaria para afrontar los cambios de ánimo, la irritabilidad, los momentos de angustia que llegan inevitablemente para quien se estará preguntando a cada instante por qué le ha tocado vivir esa triste experiencia, por qué tenía que ser la persona desafortunada. La cercanía y las buenas palabras seguro que atemperarán esos difíciles trances.

Estar cerca no es solo para dar y permitir que se tenga certeza de no encontrarse dejado ante el infortunio. También supone que se escuche a quien seguro que tendrá necesidad de expresarse, de contar cómo lleva esos difíciles momentos. Al igual que ser ávido en interpretar los silencios, los gestos, las miradas. A veces dicen tanto estos instantes, estas expresiones, que hacer ver que se comprenden reconforta lo suyo.

No es nada infrecuente que el enfermo no busque solo las palabras y las medicinas de las personas doctas que les asistan. La comprensión que pueda brindar quien acompaña es, la mar de las veces, una dulce medicina para ayudar y contribuir al alivio.

Qué decir de esos momentos donde quien padece desea aliviar su conciencia, sus pesares ante vivencias tenidas y que ahora desea rescatar para buscar el perdón, descargando de su mochila lo que pesa. No son pocos los que sin ser creyentes buscan a ese Dios al que renegaron de por vida. Da igual el tipo de creencia, ahora se fijan en la luz que pueda iluminarlos. Facilitar esa oración, esa simple escucha se convierte en una eficaz ayuda para aflojar las ataduras de quien ahora precisa verse liberado de ellas.

Mi relato lo hago como reflexión para no olvidar que hay que estar muy preparados ante las experiencias que traen consigo las inevitables enfermedades. Para ayudarnos y poder ayudar. Los caminos de la vida son sinuosos y no siempre placenteros. Bueno es ser consecuente de ello. Aunque ahora podamos tener la placidez del gozo y disfrute de encontrarnos sanos y todos los que mantengan su cercanía a nosotros. Vivir es avanzar por el trayecto que tengamos por delante, con la mochila llena de buenas intenciones para afrontar los contratiempos que, esos sí, llegan sin buscarlos.

Ahora que se acercan esas fechas navideñas que muchos desean para el jolgorio del consumismo, sepamos tener muy presente que los buenos deseos no deben serlo por temporada y con fecha de caducidad. Puede ser un buen momento para empezar a ser mejores. A pararse para recapacitar en la humanidad, en los humanos y sus vivencias.

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