El trayecto que seguimos en nuestras vidas ha permitido encontrar a personas que, por el ejemplo que han sido, quedan grabadas en la mente por lo mucho que han supuesto para nosotros. Aunque por desgracia no todos podrán decir lo mismo, el más significativo ha sido, sin duda, el de nuestros propios padres, a los que debemos algo más que la vida que ahora saboreamos; su guía en unos momentos donde solos no podríamos sobrevivir, es algo que no puede desaparecer del conocimiento que tenemos de los primeros momentos de lucidez. Pero también el de esos profesores que con una formación, vocación y entusiasmo digna de alabar han quedado presentes en nuestras vidas como auténticos “maestros”, dicho sea el término en el amplio y a su vez estricto sentido que supone considerar a aquéllos que tienen buena parte de culpa de la dirección que hemos seguido y hasta dónde hemos podido llegar. El repaso muestra a las claras que ese galardón no lo damos a cualquiera y, a decir verdad, pocos son los elegidos cuando se trata de concretar a los que han incidido positivamente en nuestra vida para darnos educación, formación académica y, también valores, como la ética y respeto a los demás.
La cuestión es que en su gran mayoría -casi todos diría- son ilustres personalidades de la vida pero que no disponen de calles, condecoraciones o reconocimientos públicos como para considerarlos casi irreales de lo que concebimos con parámetros de normalidad. Tan de carne y hueso como nosotros pero con la maestría envolviendo su figura. Algunos nos han dejado ya, por eso de que la vida es un mero tránsito, pero siendo recordado por muchos de los que fuimos afortunados por encontrarnos en sus aulas; otros campean cercanos a nosotros y, al menos a mí me ocurre, cuando los veo y me cruzo con ellos, sin reconocerme como no podía ser de otra manera, me golpea el corazón por el sentimiento que les profeso; en fin, otros estarán por ese amplio mundo y, a buen seguro, sentirán la satisfacción no solo de haber hecho las cosas como deben ser, sino viendo los muchos frutos que da lo que sembraron con empeño y entrega.
En unos momentos como los actuales parece que estos “maestros” lo tienen difícil, so pena de considerarlos caciques que mangonean a los aprendices. Hoy acabo de escuchar a uno de esos líderes políticos del momento, que considera que en un estado plenamente democrático nadie tiene derecho a reprender a otros. Tan a gusto se ha quedado. O sea que el mundo no exige más ética que la que cada uno libremente quiera, y el ejemplo no está en quienes puedan aportarnos algo que nos haga reflexionar y crecer, sino en nosotros, líderes de sí mismo. Nacemos y vivimos siguiendo el instinto de nuestro propio modelo.
Y esto que parece una solemne barbaridad está muy presente en la enseñanza. En la educación primaria y secundaria el “profesor”, a falta de un reconocimiento social, y aunque no quiero generalizar pero ocurre en un porcentaje alto, trabaja en esto como una faceta laboral más, sin otro interés que cumplir un horario, recibir una retribución y si un día de esto me ofrecen otro trabajo diferente que convenga más a mis intereses personales, pues adiós enseñanza, que la vocación de servicio hacia los alumnos no me mueve hasta extremos de renunciar a una mejor vida.
Y qué decir de la enseñanza universitaria, donde se vive en un sistema perverso que hace primar la investigación sobremanera como cauce necesario para progresar en la carrera académica. En un país en que la inversión en I+D+i es de la más bajas de Europa, sin embargo se mantiene el crecimiento en la producción científica. ¿Y esto cómo puede ser? Sencillamente porque dedicarle tiempo a la investigación que sea, y publicar en revistas de impacto, aunque sea pagando, se convierte en el medio para aspirar a crecer en categoría profesional y en recibir mejores retribuciones. El buen docente universitario se pierde en su vocación, y el premio lo recibe exclusivamente en la satisfacción personal que le supone su dedicación y entrega. El «maestro» de los estudiantes, en los pocos que puedan quedar, están relegados frente al fanático investigador que -en un alto porcentaje- sube a la tarima del aula para divagar. Así es el sistema y así lo potenciamos, y por ello mismo no podremos reprochar que cada día desaparezcan más de las aulas los verdaderos “maestros” para quedar en ellas los “docentes” que acuden con la idea de perder un poco de ese tiempo que sería muy aprovechable si se dedicara a otros menesteres. Cada vez más son los profesores que quieren reducir sus cargas docentes, aunque sea a cambio de un tiempo que compute como de gestión administrativa, por aquello de que su vocación parece estar un tanto confundida. Qué tiempos aquellos donde la maestría se demostraba en el aula y qué felicidad para quienes han cumplido con esta loable tarea y son recordados casi perpetuamente por su magisterio.
Hace tiempo que dejé de pisar las aulas como profesor universitario, por aquello de que la vida te mueve por distintos derroteros, pero no olvido nunca la satisfacción que me suponía aportar algo a las inquietudes mostradas por estudiantes deseosos de que se fomentara el diálogo reflexivo. Creo que el pasotismo que pueda achacarse a los estudiantes tiene mucho que ver con el formato de enseñanza y metodología de aprendizaje que se implante y, por lo menos desde mi experiencia, siempre ha sido gratificante dedicar tiempo con esmero a la enseñanza. El estudiante, en general, responde cuando ve seriedad. Pero la experiencia me demuestra que sin vocación resulta harto difícil y supone una pesada carga para quien no crea en lo que hace, y el estudiante se da perfectamente cuenta de ello.
La inquietud que muestro en este relato no impide que tenga la confianza para que, en algún momento, vuelva a reconocerse públicamente a los verdaderos «maestros», y sobre todo que esta vocación que les haga entregarse a la enseñanza se vea exteriorizada y recompensada con unos ciudadanos que, en su conjunto, nos haga ser a todos mejores en la formación y en los valores aprendidos.
«Eres tú mi maestro, eres mi autor: eres tú solo aquel, de quien yo hurto el bello estilo, que me ha dado honor«
Dante Alighieri
Totalmente de acuerdo, un buen maestro al que realmente le guste su trabajo es imprescindible en la enseñanza, si el profesor no muestra interés en lo que enseña, corre el peligro de que el alumno tampoco lo haga, y desperdicie, como hacen muchos, su etapa formativa.
Y si el profesor ni se esfuerza en explicar, resolver dudas o despertar al menos la curiosidad del alumno en la materia que enseña {un caso con el que, desgraciadamente me he encontrado a menudo}, entonces es muy difícil que se aprenda realmente algo…así, los alumnos se suelen encontrar solos ante un libro que solo memorizan para el examen y olvidan después, algo triste, pero cierto.
Afortunadamente, siempre quedan buenos profesores que despiertan interés y curiosidad por una materia, un abrazo.
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Que razón tienes y cuanta pena da ver a quienes no tienen ilusión por servir de referente al que quiere o necesita aprender. Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.
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