Seguramente que la pregunta del encabezamiento es respondida casi unánimemente con un contundente “no”, para entrar luego en esa artificiosa explicación que podría darse para decir que el deporte transmite valores nobles y saludables que deben estar por encima de ambientes contaminados, y por ello mismo no puede recibir el desaliento de posturas del color político que sea y que pudieran empañar ese angelical modelo. Pero lo haremos así fundamentalmente por intuición, sin reparar en detalle alguno sobre esas sombras que pueden surgir en este mundo. Al fin y al cabo tenemos claro que el deportista es un apasionado de la actividad que cuando no realiza el esfuerzo meramente y de forma exclusiva por afición lo hace por desarrollar una profesión y, por tanto, da igual la empresa o marca que permita cubrir su faceta pues el sentimiento está dentro de cada uno. No hay diferencia, por tanto, entre estos trabajadores y, por ejemplo, los funcionarios públicos, pues a la postre lo que se hace es trabajar por cuenta ajena, sin que a nadie se le llame para abanderar una ideología o posición. Y, en este sentido, sumo respeto a la postura que tenga cada uno y quiera en su caso hacer pública, en el claro entendimiento que a nadie se le puede ocurrir tirar piedras su propio tejado o, como popularmente se dice, morder la mano a quien te da de comer. Porque como ya lo dijera Aristóteles en su momento cuando apuntaba a que el ser humano es un zoon politikon (animal político), y por tanto no pidamos lo imposible.
Pero lo que no se puede erradicar es la inevitable vinculación que existe entre deporte y política, pues ya desde los juegos olímpicos de la antigua Grecia se hace palpable la demostración del poder-estado, y no existe país que se precie que no aproveche el tirón de este movimiento mundial para hacer valer lo que tiene y representa, con esplendor total de la clase política que no dejará pasar la oportunidad para aprovecharla en la dirección pretendida (¡Gracias a nosotros esto es posible!). Y qué decir, de los palcos repletos de dirigentes políticos o la organización de encuentros deportivos y competiciones vinculadas a nombres de jefes de estados. Tampoco nos sorprenderá ver cómo se apresuran los dirigentes políticos para recibir a esos deportistas que han conseguido un éxito más allá de la localidad de nacimiento. Y lo presto que están estos mismos para incluso hacer monumentos a personas que desde que nacieron y se fueron no han vuelto a pisar la tierra que ahora los consagra como abanderados.
Y por el motivo que sea, el hecho de estar del lado o ser aficionado de un determinado equipo u otro, sirve para extraer conclusiones de índole política. En esto de las estadísticas existen para todos los gustos y ahora voy a traer a colación un estudio que realizó el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) en el año 2014, que empezaba por precisar cuántos españoles están interesados en los deportes, conviniendo como resultado que los porcentajes se movían entre un 48% aficionados al fútbol, y un 3,8% por el montañismo, senderismo y similares, pasando por el 22% del tenis y el 17% por el baloncesto. Y, en el polo opuesto, un 13% no tiene interés por ningún deporte.
Profundizando un poco más, y ya centrados en el principal deporte asumido, cual es el fútbol, no existe elemento que resalte en cuanto a la clase social o el tipo de profesión que desempeñan los aficionados. El meollo de lo que ahora nos interesa destacar se encuentra cuando se trata de extraer conclusiones respecto a las ideologías que muestran los aficionados y los equipos por los que sienten simpatía. Pues bien, a escala de la nación española, los aficionados al fútbol presentan variantes a resaltar. Los aficionados vinculados a ideología política del PSOE son prácticamente un calco del aficionado medio, dominando los simpatizantes del Madrid (38%), a los que le siguen los del Barcelona (25%). Del PP, detecta este estudio que casi la mitad son del Real Madrid (50%) y sólo el 15% del FC Barcelona, con gran aceptación de los aficionados del Atlético de Madrid (9%). Los aficionados de izquierda muestran ya distinciones significativas para experimentar un claro predominio de los aficionados del Atlético de Madrid. Y llegando a un territorio como el de Cataluña, la entonces existente federación de los partidos políticos de ideología nacionalista catalana, CIU, que fuera disuelta en 2015, era al momento del estudio el patrón donde prácticamente todos los aficionados se declaran simpatizantes del FC Barcelona (94%), con un irrisorio apoyo al Espanyol (6%).
No creo que haya alguien que se extrañe de estos resultados, que pueden considerarse como acordes con lo que podíamos presumir y lo que pueda coincidir con la lógica. Si intentáramos ver el porcentaje de aficionados de una concreta localidad que tenga un único equipo profesional en la división más alta de las competiciones existentes, seguramente se desbordaría por el escalón que se produciría entre los localistas y los ajenos. Lo raro sería lo contrario. Y a ninguno de los aficionados creo que le importe la ideología política que tenga los jugadores que besan el escudo de su equipo y prometen volcarse en defensa de los colores. Eso sí, en el aire siempre pulula algo como para que el aficionado no repare en la euforia que puede entrarle cuando se enfrenta el equipo de su pasión con otro de carisma político alejado, dando rienda suelta para el insulto, aun cuando sea derramando la ira sobre unos trabajadores que pueden o no sentir la misma ideología que la emitida por el equipo en el que se integran y que están ganándose la vida haciendo lo mejor que saben, que es el deporte.
Dicho lo que antecede entro en otras consideraciones propias de esta reflexión que me propongo. Si uno es libre de tener las ideas que quiera y poderlas expresar con la contundencia que sea, lo que parece ya impropio es la pérdida de lealtad a lo que está defendiendo porque entonces ya pasamos a otro terreno. Alguien concibe al mejor jugador que tenga el Real Madrid o el Barcelona mostrando alegremente una posición que le aleje de los postulados propios de la entidad que le tiene contratado. Si uno no siente esos colores, por muy temporal y fugaz que sea su paso por el equipo, ya puede meter todos los goles del mundo que nadie querría tener en sus filas al despotricador mayor de la empresa. Podrás besar o no el escudo del equipo de defiendas, como podrá cualquier otro trabajador hacerlo con el símbolo de la empresa que le acoge para prestar sus servicios, pero lo que invalida la actuación es el hecho de pública afronta a quien te acoge –y paga-.
Cuestión singular es la que ocurre cuando uno acude a defender los colores del equipo que se identifica con un país. Se puede ser muy deportista y plantearse que cuando te enfundas la camiseta nacional lo haces como si te pusieras el pijama pues, en realidad, no se siente nada más que el entretenerse jugando un partido, ganando un buen dinerito y convirtiéndose en pieza internacional reconocida. Pero ha de entenderse que esto choca frontalmente con el sentimiento propio que debería tener, o al menos exigirse, a quien se enfunde esa camiseta, luce un determinado escudo nacional pegado al corazón, y escucha el himno propio del territorio que lo ha seleccionado. Bien parece que, aunque algunos opinen que no están en la selección para hacer patria, tampoco deberían estarlo para ser desleales a lo que supone y representa esta identidad. Por cordura democrática, simplemente.
Uno ha vivido ya lo suficiente como para ver cosas que han sucedido en torno a esto que digo. Evito dar nombres porque prefiero no canalizar este post en torno a determinados sujetos; por el contrario, las miras las tengo puestas con mucha más intensidad y perspectiva. Recuerdo que unos determinados porteros de la selección española (que fueron en su momento y siguen siendo en el recuerdo mis ídolos deportivos) se planteaban salir al terreno de juego luciendo unas medias que no eran las propias de la selección a la que defendían. Bastante polémica se suscitaba por aquellos entonces. La excusa era que estaban acostumbrados a unos colores que les infundía confianza y los llevaban a gala como amuletos que favorecían su rendimiento. Pero la realidad era otra bien distinta. Al final, consentían cambiar su vestimenta porque los intereses de participar en la competición se superponían a ideas y sentimientos diferentes. Sin mayores elocuencias públicas. Y en sus clubes de procedencia no se planteaban nunca irse a otros equipos que les ofrecían mayores compensaciones económicas por preferir mantener la ideología y sentimiento del pueblo al que se vinculaban. Tan razonable como respetable.
En definitiva, aun cuando la política se encuentra viva en todas las manifestaciones sociales, no debería causarnos mayor impresión que los deportistas, como nosotros mismos, muestren o mostremos abiertamente la identidad interna. Mas ello no impide que, en democracia, sean también latentes y dignos de resaltar algunos valores propios de la convivencia social, cuales son el respeto y la lealtad. Compatibles por tanto desde este entendimiento.
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