Suena el despertador

           La llegada de cada día es un nuevo reto que obliga al esfuerzo para superarlo con entusiasmo. Hay quien dice que simplemente con ver amanecer ya es motivo para la felicidad, pero lo cierto es que mientras nuestro cuerpo no se resienta de alguna eventualidad cabalgamos con el inconformismo metido en nuestras venas. Afrontar el día a día puede hacerse complicado si, de por sí, el punto de arranque es negativo y se hace cuesta arriba. Porque a la postre, cuando ponemos el primer pie en el suelo tras una azarosa noche que puede ser variopinta en somnolientos –o no- mensajes mentales, puede que tengamos la sensación de encontrar un sinsentido el enfrentarse a lo cotidiano. Sobreponerse a esta incómoda postura negativa hacia la que empuja el cuerpo y la mente es motivo de reflexión para ayudar a ver las cosas de otra manera. No hay que dejarse llevar y prepararse para ser feliz es una tarea que debemos exigirnos permanentemente.

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       Los primeros pasos del día son, para la casi generalidad de personas, acudir al trabajo. Una carga o una ilusión según cada cual, porque lo que somos se refleja en cualquier parte donde aparezcamos. Y según lleguemos, así se nos ve, aunque aparentemos –o creamos aparentar- lo contrario. Y en función del estado de ánimo nos vamos cargando de adrenalina o de rencor y negatividad.

       El entorno ayuda o preocupa, porque si lo negativo abunda será más complicado superar nuestro estado de ánimo. Pero uno más uno es igual a dos y para restar que lo hagan otros. Está en juego nuestra felicidad laboral que, igualmente se traslada luego a la personal y familiar. Más vale que pongamos remedio antes que nuestro interior nos pueda.

       El mundo laboral aconseja que se proyecte ordenadamente pues así será más fácil que levantarse e ir al trabajo resulte más cómodo y placentero que si esperamos acudir a una especie de mina donde entramos para salir más negros que entramos.

      Huyamos o pongamos trabas, en la medida que podamos, a ciertas prácticas que parecen corrientes pero que tienen efectos negativos. Voy a referirme ahora a dos de ellas.

        Una, esa torticera conducta de quienes sin respetar nuestro trabajo nos avasallan con la temible pregunta de ¿tienes un minuto? Al final, lo que parece un mero acto de cortesía que no conduce a mayores problemas, hace que se convierta, por la prolongación del minuto pedido y por los otros que vienen con lo mismo, en un enorme déficit de minutos. Si miras a tu trabajo del momento puede resultar claro que no tienes ese minuto, so pena de que vayas de un lado para otro y, al final, tu rendimiento personal se resienta.

          Porque como dicen los expertos, lo relevante no es que te roben un minuto, sino que te interrumpan. Si el minuto es libremente elegido e igualmente dado, resulta inofensivo, pero las interrupciones son pequeñas intrusiones que ocasionan estragos y frustración por lo que arrastran detrás de ellos. La interrupción conlleva también una pérdida de impulso, volviendo atrás para retomar los pensamientos y recursos utilizados. Se apodera de nosotros la angustia y la fatiga para recuperar el tiempo perdido.

       ¿Cómo afrontar la situación? Parece que el “no” como respuesta es tan contundente y tremendo como para considerarla incorrecta. ¡Cómo enfrentarse a los compañeros y personas que acuden a nosotros pidiendo ayuda y reciben ese varapalo moral! Al final, aun cuando sea por mera convicción educativa no nos parecerá adecuada esta actuación. Y claro está que no debe ser así porque entre los polos opuestos existen múltiples opciones. Demorar el minuto a un momento posterior puede ser una salida airosa. Porque de lo que se trata es de hacer saber a la otra persona que estás inmerso en una tarea que no admite demora y que, en cuanto puedas acudirás a la llamada con plenitud de concentración para apoyarle mejor. La educación no está reñida con la habilidad persuasiva, y de ti depende encontrar una mejor respuesta.

         Qué decir de esas reuniones que en muchos círculos laborales proliferan para mejorar el rendimiento y que, por su desafortunada programación, conllevan una pérdida de tiempo que las hacen insoportables generando un estrés innecesario. Se dice en el argot popular que “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. Y qué verdad es. El estado de concentración es patente si esas reuniones se programan para lo estrictamente necesario, dejando para nunca a las divagaciones y a los que quieren escucharse a sí mismos. Me resultan llamativas las reuniones técnicas de los cuadros médicos de hospitales que, antes del repaso a los enfermos, en corto espacio de tiempo se ponen al día en el estado de la cuestión. Así debe ser en general para cualquier otra actividad y ámbito laboral. Ya digo que hay muchos personajes que hablan poco en casa y acuden a estos sitios para hacerse valer –intentarlo diría yo-. Cansinos, como dictaminarían algunos.

      Pero vuelvo al principio, al arranque del día. Porque al ser personas antes que trabajadores, la felicidad en el mundo laboral no será plena si no hay vida fuera del trabajo. Fiar al trabajo toda nuestra satisfacción puede ser un atrevimiento peligroso porque no hay organización o empresa perfecta. Incluso el trabajo que hoy nos llena plenamente, mañana puede ser frustrante.

        Al final, cuanto más equilibrada sea la felicidad que tengamos en las distintas facetas de la vida personal que llevamos, mejores profesionales seremos. Más incisivo quiero ser. La felicidad proviene del equilibrio entre la vida personal, la social, el desarrollo intelectual, el ámbito emocional, el familiar, el laboral, y todas las facetas ilusionantes que se nos presenten en la vida. Poner demasiado énfasis en solo una parte de ellas conduce a que, al final, cuando suene el despertador nos resulte complicado dar el primer paso.

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        Escuché recientemente a un comentarista deportivo, antes jugador profesional de fútbol, que era una persona sumamente feliz porque tenía una gran familia y había conseguido cumplir el deseo en su vida de no trabajar. Obviamente las palabras utilizadas llevaban trampa. Lo decía porque para él hacer deporte era una felicidad por sí mismo, tanto practicándolo como siendo ahora comentarista de lo que le gustaba, y unido a la felicidad que le proporcionaba su familia, se sentía plenamente satisfecho. Pero tengamos en cuenta que la mayoría de los trabajos no se sitúan alrededor de una pasión y, por ello mismo, hay que cabalgar sobre el terreno agarrando fuertemente las riendas. A ver si es posible que cuando suene el despertador, arranquemos una sonrisa.

 

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