Jugando con las urnas

           En los sistemas electorales democráticos uno va de pardillo creyendo en la pureza del mecanismo. En la creencia que, al final, el programa, carisma y voluntad que muestren los candidatos determinará una elección mayoritaria a quienes confiar que dirijan el cotarro. Que su sacrificio personal permita que los demás podamos sentirnos tranquilos y alegres por la confianza depositada. Para que se siga en el progreso necesario. Y si no es, o son, los que nosotros creíamos más adecuados, el considerarse demócrata hace que se asuma la voluntad mayoritariamente mostrada en las urnas. Tan elemental como básico.

      Y lo que es si cabe todavía más importante, que el ser demócrata esté interiorizado hasta el punto de no necesitar urnas por doquier. Cuando se muestra la confianza, uno espera resultados y que se vayan designando los de segundo orden con la garantía de hacerse en base a méritos y capacidad y no a intereses espurios; y, si hay que quejarse y mostrar la contrariedad con las acciones efectuadas, no puede uno sentirse atemorizado por esa manifestación, que ha de ser tan libre como el sistema debería permitir.

         Ocurre que toda esta floritura de deseos queda a veces envuelta en la utopía de las palabras. Porque el sistema tiene quiebras importantes. No todo es oro lo que reluce.

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     Por lo pronto, la captación del voto no es como uno desearía. Esto es, convenciendo los candidatos y siendo convencidos los ciudadanos de que ese programa, ese proyecto, es el que se ajusta o mejor se adapta a los deseos que tiene cada uno. Si se va, en los tiempos que corren, con esa idea o visión, está muy lejos de lo que acontece en la realidad. Los candidatos convencen dando de antemano, ofreciendo lo que sea con tal de conseguir la codiciada poltrona. Y con la foto de los más carismáticos, o teatreros populares, esconden toda una cadena de “muertos de hambre” que se la juegan en este proceso porque en lo profesional tienen poco o nada que decir. Pido perdón por esta afirmación que generaliza pero el porcentaje es tan elevado que no me resisto a hacerlo así. Las excepciones, aunque mínimas, también existen y son muy mucho de agradecer.

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        Este sistema electoral es codiciado por los que, a la postre, son artífices de la artimaña. Tan visible en los mecanismos de elección popular como en otros entornos más cerrados donde las posibilidades de maniobrar son fáciles por lo reducido del colectivo, como pueda ser el caso de las universidades y los mecanismos que tiene para elegir a sus gobernantes. Aunque esto es harina de otro costal, que merece su propia reflexión.

         Ahora me gustaría profundizar algo más en ese  despropósito político que se vive en España, que hace que hasta quienes habíamos hecho un firme propósito de no hablar de política, ni introducir elementos distorsionantes de esta índole en las reflexiones de un blog personal, nos vemos necesitados de chillar por el medio que sea.

           Resulta que los firmes defensores de la democracia española, los votados para que conduzcan al pueblo, se muestran tan irresponsables como para no entenderse entre ellos y dirigir a los votantes a un precipicio que nada tiene de cierto y mucho de incertidumbre futura. Ahora resulta que para convencer de que se acuda a las urnas se desvirtúa la esencia de lo ocurrido para hacernos ver la conveniencia de aunar votos, eso sí en la dirección que se dice ser la que pueda salvarnos del tormento que se vive. Los mismos y con la misma intención pero poniendo en manos del pueblo la salvación, eso sí dejando entrever que se dejen de apoyar a los minoritarios y se concentre el voto. Para que una mayoría aplaste a los débiles -no todos-. Para que quien se aferra al trono siga chupando, con connivencias espeluznantes. Así, se dice, el país funcionaría mejor.

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         Llegado el caso me pregunto si no sería más sensato que los causantes de tal despropósito se hubieran retirado del panorama político, por considerar  y reconocerlo públicamente que sus esfuerzos no consiguen el propósito de gobernar, para dejar paso a otros decididos a hacerlo y que puedan brindarnos una nueva oportunidad de acertar con los que depositar la confianza. Y lo digo por todos, porque a la postre son todos los que no consiguen aunar esfuerzos y propósitos decididos de empujar este país.

           Bastaría con una regla moral, ética, o simplemente de pensamiento racional para que la absurda norma que permite manipular los designios de las urnas pudiera dejar que gobierne quien más apoyo tenga y luego, claro está, para decidir actuaciones se las busquen con el necesario apoyo que precisen para conseguir el consenso con otros. Pero no, es mejor ahogar el sistema, hacer que se vea lo ridículo e infundado de unas normas que para nada arreglan los problemas de un pueblo necesitado de gobernantes. Y gastar suntuosamente lo que necesita la sociedad para cubrir bienes básicos y fundamentales.

          Porque la democracia no puede estar reñida con lo razonable, con la posibilidad de tomar decisiones. Nunca, creo, ha existido tanto desencanto como ahora. Los debates políticos ya no interesan y el pueblo engañado por tanta mentira huye de la palabrería y de esas caras impulsivas que nada transmiten. Lo más triste es que, al final, siempre habrá quien saque tajada de todo este embrollo.

            Muchos son los ciudadanos que no quieren propagandas electorales, y duele el gasto que no sirve más que para hacer físicamente más populares a los impopulares de intelecto. Más fotos en las calles y frases manipuladoras sacadas del armario de los expertos asesores de imagen que se encuentran en su salsa. Todo ello para hacer empobrecer cada día más a un pueblo que precisa de gobierno y decisiones, y no de figurantes de pasarela.

                Lo único que me queda decir es que, estaría de Dios. Aún así, no comparto este bochornoso espectáculo y veo que se juega con lo más serio de la democracia, las urnas. Cada vez más vacías.

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