No sé si la convulsión que ha supuesto esta pandemia global del Covid19 ha trastocado las mentes humanas o si, con plena conciencia de todo ello, se dan pasos sumamente peligrosos para dar una vuelta de tuerca y tener controlado al personal.
El caso es que, ante venturas y desventuras de los gobiernos en sus actuaciones, y el efecto devastador que ha ocasionado la enfermedad en la población, surgen “genialidades” que, con una aparente virtud de ayuda a quienes puedan encontrarse inmunes a un nuevo contagio, servirá de control y de parapeto para poderse mover por el mundo y desarrollar unas actividades laborales.
Nunca me imaginaría que podría escribir sobre este tipo de actuaciones, cuando hasta hace bien poco el mundo iba desenvolviéndose en la cada vez más consagrado respaldo y refuerzo a los derechos humanos, en la amplia acepción de comprender a la intimidad de las personas, el libre desarrollo de su personalidad, la movilidad, la contravención a las discriminaciones de todo tipo, el respeto a su privacidad, y tantos otros que aparecen en la letra de los textos más sagrados de raigambre internacional y no solo en nuestra querida España. Pero me doy cuenta que revolotean en las alturas quienes buscan amansar a las fieras, dicho sea en el sentido de querer convertir a los libertos en obedientes rebaños que campeen identificados con el sello del patrono.
Los mensajes subliminales de intervención no faltan en estos momentos de desquicie, hasta producir cierta urticaria por el mero deseo que se trasluce de las bocas perniciosas que aprovechan el momento, precisamente por considerarlo “su momento y el apropiado a su ideología”.
El momento es el de ciertas iniciativas que se plantean nada más y nada menos que crear los llamados pasaportes, carnés o certificados de inmunidad, algo que por sí mismo, y desde su denominación, parece sacado de la ciencia ficción, como así llegara alguien a calificarlo. Pero ahí está, una iniciativa que empieza a barajarse en varios países: China, Estados Unidos, Alemania, Reino Unido, Chile y también en España, donde algunas Comunidades Autónomas como Castilla y León y la Generalitat de Cataluña estudian su implantación. Propio de este panorama autonómico que presenta el territorio español, no así del Gobierno central, que manifiesta no tenerlo entre sus propósitos.
Este documento o carné pretende identificar a personas que han pasado el SARS-Cov-2 (nombre oficial del nuevo coronavirus) para acreditar que son inmunes al virus, con el objetivo de que permita a sus titulares reincorporarse al trabajo o verse beneficiado de no tener que cumplir ciertas restricciones que se impongan con carácter general por la pandemia, amén de facilitar su movilidad. Fulmina por tanto todo trato igual, con una discriminación positiva, a la vez que se quedan retratados ante terceros de una circunstancia tan privada y sagrada como es la salud, pero se vende como beneficioso para la población y el seguimiento que se haga de la pandemia.
¿Qué decir aparte de esa manifiesta crítica que pueda hacerse por el mero hecho de que se planteen estos signos de identificación personal por gobiernos que dan muestra, una tras otra, de querer controlar a la población hasta el máximo que se pueda? Pues aunque esto bien pudiera ser suficiente para mostrar la más contumaz oposición a este tipo de prácticas que traen a la mente el recuerdo de personajes que han pasado por la historia con la ferviente utilización de la población para fines y prácticas torticeras y repugnantes, aquí y ahora, en el momento presente, parece conveniente combatirla desde la doble perspectiva del predicado sanitario que pretende plasmarse, y el jurídico, por la restricción y atentado que pueda suponer hacia los derechos fundamentales de la persona. Vayamos pues, por partes.
Extraer una consecuencia tan determinante como que se es inmune a un nuevo contagio es algo ciertamente peligroso por los riesgos que representa esta afirmación. A mí, desde un punto de vista del profano, del que no luce un título que pudiera refrendar posiciones sanitarias, me parece todo un esperpento afirmar lo que, creo, todavía no se sabe a ciencia cierta, por mucho que existan voces políticas ilustradas de insignes países que así lo digan. No creo que me tenga que prodigar en utilizar ejemplos de los muchos engaños en los que nos hemos vuelto inmersos respecto a esta pandemia, tanto como para decir un día blanco y al siguiente negro, cuando no quedarse con la pragmática conclusión de “parece que…”.
Pero son voces autorizadas, algunas con más convencimiento que las meramente políticas, las que señalan los riesgos que supone este tipo de declaraciones, fundamentalmente basadas en que no se sabe lo suficiente del virus ni se disponga de herramientas adecuadas para llegar a esta determinación. Como llega a decir la Organización Mundial de la Salud (OMS), la evidencia científica que se tiene hasta el momento no ofrece certeza de que una persona que ha contraído el coronavirus, tras recuperarse, haya generado anticuerpos que le protejan frente a una segunda infección.
Más aún, desde la Universidad de Harvard, I. Glenn Cohen, experto en políticas de Derecho de la Salud y Bioética, responde a estos intentos de acreditación señalando que no se sabe aún si las pruebas de anticuerpos son contundentes para declarar la inmunidad total, o quizás pueda tratarse de una inmunidad parcial, de duración incierta, amén de otras interrogantes que hoy se no pueden responder.
En terreno español, el catedrático de Salud Pública y portavoz de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (Sespas), Ildefonso Hernández, declara que las pruebas rápidas de anticuerpos, que son las propuestas para determinar la inmunidad, “tienen una exactitud limitada”, por lo que puede llegarse a certificar algo que no se produce, con el consiguiente peligro de incurrir en inexactitudes, calificándolo de una “imprudencia utilizar esto”.
Vayamos al terreno de lo jurídico, de la legalidad de esta medida. Las dudas que subyacen son relevantes, pues aunque la ley de protección de datos pudiera no ser el principal obstáculo en tanto se afrontan medidas de salud pública, se entra en la dimensión de la privacidad con contundentes efectos discriminatorios, y también aquí, abordando el planteamiento desde lo que es la prevención de riesgos laborales, ha habido declaraciones esclarecedoras, como la realizada por la Sociedad Española de Medicina Preventiva, Salud Pública e Higiene (Sempsph), que criticaba la existencia de un pasaporte sanitario por suponer una “limitación estratificada de las libertades y derechos fundamentales por motivos de salud”.
Tampoco han faltado voces desde la Red Internacional de Derechos Humanos, para aludir a la que se consideraría una discriminación que afectaría al trabajo y a la libre movilidad.
Sea como fuere, no me cabe la menor duda que la existencia de este carné, salvo que pudiera prestar el consentimiento la persona, libre de todo tipo de imposición, puede incidir, y de hecho incidiría en la privacidad de las personas, con una más que evidente infracción del derecho a no ser discriminado por razón de poseer o no un certificado de inmunidad al que no tendrían posibilidad de acudir las personas que no hubieran pasado por el contagio. O es que el paso de este envenenado contagio tiene que recibir un tratamiento diferenciado a otros episodios superados.
Sobre los “privilegios de la inmunidad” y sus efectos discriminatorios fue muy contundente en su momento la catedrática estadounidense Kathryn Olivarius, en artículo que publicara en The New York Times, alertando sobre los peligros que representa para la comunidad humana.
La cuestión es que, con todo este revuelo, no sabemos ya al punto que se puede llegar en esa especie de obsesiva intención en “marcar” a las personas. Yo me pregunto,¿estará muy lejano el chip humano de identificación personal? La ONU planeaba su implantación para 2030, basándose en la tecnología de “Identificación Biométrica Universal”. ¡Lo que habrá que ver todavía! Todo va demasiado deprisa.
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