La solidaridad desde las prestaciones económicas

Los tiempos que corren inundan nuestras mentes con multitud de cambios sociales que, en unos casos, son consecuencia de la depravada pandemia que nos asola, igual que ocurriera en muchas otras etapas del transcurso de la vida humana, y que nos está llegando con una profusión inusitada hasta el extremo de confundir nuestra guía, en unos casos con pulcritud de medidas que se nos antojan absolutamente necesarias para sortear el dichoso bichito y, en otros, con un pasotismo propio de los que rompen moldes y reglas, acostumbrados a seguir la única estela que saben, cual es todo aquello que sea contrario a lo que se quiera imponer o siquiera aconsejar.

España es, por lo demás, un país rico en historia que denota la popularidad que sigue nuestra relación ad intra, presidida en muchos pasajes de los tiempos por el enfrentamiento, hasta el punto que, aquí y ahora, cuando hay motivos más que suficientes para que se pensara en el fenómeno principal que afecta a nuestra supervivencia, y que debería suponer que se remara para combatirlo en la única dirección aconsejable, nos entretenemos con otras discusiones bizantinas propias de quienes se aferran al poder o a las poltronas con el entusiasmo que produce estar bien acomodados y procurar echar raíces en el asiento. Peleas entre políticos y de una bajeza propia de quienes han llegado donde están por méritos de la ciudadanía que cae en la tentación de creer en lo que se les ha venido diciendo, y no por el que les sirviera de carta de presentación por su prestancia y los hechos consumados.

El caso es que existen evidencias contundentes de encontrarnos ante el desmoronamiento del actual modelo socioeconómico y aparecen pruebas palpables de que cada vez exista más población que muestra formas de vivir ciertamente precarias. Ya veremos el resultado que en corto espacio de tiempo va a producir el cierre de muchas empresas y el crecimiento del paro, unido a la que va a ser una deuda pública histórica también (el FMI prevé que la deuda pública española escale hasta el 115% del PIB en 2021, el máximo desde 1902).

La solidaridad deviene absolutamente necesaria, y todos los esfuerzos que puedan hacerse serán pocos para que pueda mantenerse la paz social, puesta más que en entredicho si aumentan las familias que no pueden mantener a sus integrantes.

Las políticas progresistas que esgrimen algunos con entusiasmo exigen, más que palabras propias de dictaduras del proletariado, acciones solidarias dentro del esquema general que debe seguir una economía propia de estos momentos, donde estar integrado en la Unión Europea obliga también a mantener efectivo ese lazo estrecho entre los países que la conforman, y no utilizar ese resorte para pedir y dar poco a cambio, por el egoísmo propio de quienes buscan otro modelo que está bastante lejos del círculo europeo.

La crisis económica causada por la pandemia del coronavirus ha acrecentado las desigualdades entre los ciudadanos y ha hecho que se avance en proyectos de progreso social, de una sociedad consolidada por la creencia y conveniencia de la solidaridad, por lo que no parece que sea desproporcionado pensar en la aplicación efectiva de ayudas concebidas como rentas o ingresos básicos, aunque viendo cómo se proyecta a la ciudadanía, y con las voces que lo preconizan, no puede sino entrarnos una especie de urticaria, máxime cuando a ello se le une otra voz popular que vende el mismo sector y que se llama “ingreso mínimo vital”, concebido por este colectivo –a mi entender lamentablemente- como un avance histórico del estado de bienestar, porque lo máximo que llega a entenderse es que la prolífera ciudadanía que acude a la vaguedad como forma de vida, serán los beneficiarios de graciables ayudas económicas a sacar de los bolsillos de los que son currantes, bastante atosigados por los impuestos que soportan. Más bien parece buscarse una clientela incondicional que la efectiva lucha contra la precariedad y la pobreza.

Pero lo cierto es que debería considerarse una forma más certera de anunciar el producto, y por unas voces más creíbles, al mismo tiempo que se completara con la fuente de financiación y su origen para atenderlo. Porque dar sin tener es tanto como creer en la utopía como forma cierta de vivir, aunque suponga llevarse por delante todo lo que sea necesario. Y el voto hay muchas formas de obtenerlo, sobre todo para los que esperamos que la palabrería no sea hueca y se complete con la información que debería facilitarse siempre y en todo caso. No parece que debamos creer en gobernantes que hipotequen el futuro, sino de contumaces luchadores por mantener a flote la economía del presente.

Dicho lo cual, merece una reflexión estos conceptos de ayudas. Y lo primero que debe hacerse es clarificar la distinción entre lo que es “renta básica universal” y el “ingreso mínimo vital”, porque aun pareciendo lo mismo no lo es. Quizá dándonos cuenta de la diferenciación podremos saborear lo que se persigue con sus asignaciones.

La renta básica universal es una asignación monetaria, pagada por el Estado a cada ciudadano perteneciente a una comunidad. Un derecho que es individual, incondicional, universal, y que persigue garantizar un nivel mínimo de ingresos para todos los ciudadanos con el fin de reducir las desigualdades sociales. No afecta a la situación personal del beneficiario al generarse el derecho por el solo hecho de ser miembro de la comunidad, aunque la cuantía variará en función de diversos factores; situación financiera, familiar o personal del ciudadano, según las características específicas del programa que se aplique. En definitiva, es como un seguro colectivo –como el sanitario- para toda la población.

Por su parte, el aireado ingreso mínimo vital es una prestación pensada solo para personas en situación de vulnerabilidad. Es decir que no es universal, dirigida a colectivos sociales muy desfavorecidos y puede tener un límite máximo de tiempo para su percepción. En España su aplicación exige que se acredite una situación de ingresos insuficientes para vivir y no haberse podido acoger a cualquier otra ayuda aprobada por el Gobierno para hacer frente a la crisis. Parece que el infortunio de los criterios lo hacían ciertamente restrictivo, y el Gobierno anuncia en ese Proyecto de Presupuestos para 2021 que se incrementa el monto que se dedica a ello y se flexibilizan los criterios para su adjudicación. Más de lo mismo, claro está.

Entre RB e IMV existe una diferenciación importante. La primera es preventiva, por tanto, se concibe antes de caer en la pobreza. En cambio, el IMV está pensado para cuando ya se ha caído en ella.

Pensando pues en esta garantía que pudieran ofrecer estas soluciones para una población desfavorecida, en muchos casos por la exclusión social que supone para colectivos y el impedimento de alcanzar un empleo que permita sostener los núcleos familiares, no puede cuanto menos que considerarse bastante apropiados su puesta en práctica, pero lo cierto es que quedan flecos importantes que, por mucho que se quisiera, están ahí presentes y dificultan una aplicación efectiva. Por un lado, la sostenibilidad financiera, difícil de mantener en unos momentos de fuerte crisis económica, con países que tienen unas deudas públicas agobiantes con tambaleantes sistemas internos que permitan mantener las prestaciones ya existentes, especialmente el sistema de seguridad social y de pensiones; de otro, el método que no haga caer en la vaguedad de los beneficiarios, sobreviviendo del sistema subsidiado y dejando de lado la búsqueda efectiva del empleo y de contribución al sistema.

Compaginar ambas cuestiones, o mejor dicho buscar solución a ambas situaciones es el principal escollo al que nos enfrentamos, porque con la simple voluntad no se solucionan los problemas que le son inherentes. Quizá lo segundo pudiera tener parte de solución si se exigiera una determinada o mínima dedicación a acciones sociales que beneficiaran a la comunidad en tanto se estuviera recibiendo la ayuda que facilita la sociedad en general. Y el esquema de aplicación económica exige, parece resultar más que conveniente o al menos así lo creo yo, que sean diseñados desde políticas más generales y abiertas, dispuestas a la mejora social, como sería en el caso de la Unión Europea, y no bandeando cada país por el antojo de los siempre ávidos a sacar tajada de los desfavorecidos.

Sea como fuere, nos encontramos ante una realidad para que esta sociedad en la que debemos creer dirija esfuerzos en solucionar la precariedad en la que puedan caer sus integrantes. No es tema de futuro lejano, sino de situaciones que se ven ya por quienes no quieran mirar para otro lado y olvidar que la solidaridad es algo más que una bonita palabra. Claro que queriendo ser solidarios no podemos caer en la tentación de dejarnos llevar por quienes desvirtúan la realidad de lo que acontece.

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