Jugar a «la pelota»

Ahora que han pasado los Reyes Magos y han venido cargados de tecnología y medios acordes con los tiempos que corren, me llega el recuerdo de una infancia e incipiente juventud en la que, casi era lo normal, los pedimentos de las ilusionadas cartas que se les había dirigido quedaran menguados a lo que las posibilidades del camino permitían traer a SS.MM. Sea como fuere, y salvando ese momento puntual donde la majestuosidad llegara hasta las cosas más increíbles, como ese en el que las lágrimas brotaron por ver la tan deseada bicicleta, nunca pude ver al lado de mis zapatos y la bandeja de consumida copa de anís y polvorones, un atuendo coincidente con los que lucían mis estrellas futboleras, ni el soñado balón de reglamento que facilitara la práctica sin depender de alguno de los pocos amigos cuyas posibilidades familiares permitían tener ese increíble sueño de muchos.

El caso es que, hoy en día, puedo observar cómo los niños visten originales vestimentas de sus equipos favoritos, calzan esas maravillosas botas que les identifican con sus ídolos, y disponen de esos balones tan sofisticados como para que pueda quedarse atrás, ahora más que nunca, el nombre de pelota. A los enamorados de la portería no les faltan esos maravillosos guantes con la identificación de la marca que corresponde a las estrellas que siguen con asiduidad. Y, por si fuera poco, también puedes ver a estos críos cómo se quejan si el terreno de juego no aparece con el esmerado cuidado que permita practicar el deporte sin sobresalto alguno. Claro que, también sus estrellas, si el césped está un poco más alto de lo que exigen, o el campo no está convenientemente regado, es más que suficiente como para justificar las dificultades de demostrar sus dotes. Lo que veas es ejemplo para quienes están pendientes de todos los detalles.

El caso que a mi mente vienen los recuerdos que me llevan a unos años donde salías del colegio (en mi caso el Colegio Merino de Badajoz) y te encaminabas a la plaza cercana (la de La Soledad), y con unos cuantos de amiguetes que distribuíamos convenientemente, se colocaban dos porterías con las carteras (no sin hacer añicos más de una de las pizarras que servían para la escritura) y se emprendía el partidillo del día con una pelota preparada con papeles y bolsa de plástico y, en el mejor de los casos, con esa minipelota de plástico adquirida con la famosa moneda de entonces: la perra gorda. Así era lo cotidiano, que nos hacía disfrutar de lo lindo para regocijo nuestro y lamento de madres que veían como los calzados adquiridos con tanto esfuerzo se deterioraban a marcha forzada.

El jueves, en cambio, era un día grande en esas tardes gloriosas en las que marchábamos hacia un terreno más amplio (el dejado por el antiguo Salto de Caballo, situado al lado de las murallas del baluarte que acogía a la ya desaparecida Plaza de toros), y donde podían verse las distinciones más notorias. Solo los más pudientes calzaban unas botas de fútbol o alguna camiseta que simulaba –nunca era igual- a los grandes. El enfrentamiento era de órdago, claro está cuando el único compañero y amigo de colegio que podía acudía con su flamante balón de reglamento. Ese que no resultaba fácil golpear sin resentirse. Solo así podíamos disfrutar algo más de lo diario y ahí empezó realmente mis primeros pinitos en la portería. Recuerdo el día que ganamos un partido a un equipo formado por estudiantes de clases superiores, y al parar el penalti con el que se nos castigó casi al final del encuentro, supuso que todos mis compañeros formaran una piña encima para juntos gritar el éxito que finalmente obtuvimos. Toda una odisea que hacía que, con todas las penurias existentes, nuestros primeros años de vida discurrieran con la mayor de las felicidades posibles.

Avanzada la edad empecé a involucrarme en uno de los equipos de raigambre existentes en mi localidad de residencia (el gran Flecha Negra), y ahí pude ver la realidad de un deporte que siempre me ha apasionado. Recuerdo ese olor en los vestuarios a “linimento Sloan” (superconocido como el tío del bigote), y los consejos de unos grandes maestros de estos instantes (Paco Robles, Royano, Manolo “El gordo”), que como si fueran nuestros padres nos regocijaban con sus doctos relatos futboleros y brindaban las ayudas necesarias para que mantuviéramos la moral bien alta y el equipo consiguiera las glorias que se buscaban.

Con todo, y a lo que iba, el vestuario era de lo más modesto que podía pedirse. Los porteros sufríamos lo indecible en unos terrenos de juegos que cuando estaban embarrados hacían imposible golpear un balón que pesaba lo suyo, y cuando el terreno seco permitía un mayor rodaje, los desperfectos, agujeros, pedrerías y ondulaciones que tenía, llevaban a que resultara insuficiente esas rodilleras que inmortalizando al gran Ricardo Zamora permitía proteger algo lo que era irremediable. Los lunes era imposible que pudieras sentarte sin sufrir los dolores de esas ensangrentadas nalgas que habían padecido lo suyo en el desarrollo del encuentro dominguero. Y las manos desprotegidas tenían que conseguir aplacar ese balón-piedra envenenado.

De calzado he de hablar con mayor profusión. Fui de los pocos afortunados de aquellos entonces que tenía una altura considerable para lo que se llevaba al uso. Tan grande como para que asustara a todo el mundo cuando decía que calzaba un 44, y que no siempre conseguía encontrarlos en la localidad de residencia. Claro que llevado a botas de fútbol la cosa se hacía mucho más complicada. Era imposible encontrar unas botas de mi número, y en casi toda mi vida deportiva (Flecha Negra, Careva, Badajoz), tuve que jugar -lo cuento ahora- con unas botas del número 43. No sé la de veces que habré mudado las uñas porque el sufrimiento era únicamente salvado por la pasión que me movía. Ya al final de mi vida deportiva pude conocer la capital de España y allí adquirir mis primeras botas del número 44, que además eran de una conocida marca (Adidas).

Me asombra, por todo ello, el cambio producido en una sociedad donde practicar el deporte, aunque parezca complicado y existan quejas infundadas, no tiene nada que ver con unos precedentes próximos. Por ello, cuando se hacen comparaciones entre esos futbolistas de antaño y los actuales, me parece de una crueldad tremenda porque no hay comparación posible. Sería tanto como intentar medir con la misma vara a un médico de antaño y los de ahora, pues aunque la profesionalidad y personalidad puedan ser parejas, nunca pueden medirse desde el mismo parámetro por la sencilla razón que las condiciones no son idénticas.

Grandes unos y grandes otros, pero con la envidia sana de ver que los tiempos que corren permiten beneficiar la práctica del deporte con los medios más adecuados para ello. Con todo, mis recuerdos no dejarán de satisfacer los sueños tenidos… y vividos.

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